sábado, 1 de mayo de 2010

QUINTA SEMANA DE PASCUA

DOMINGO (C)
SAN JUAN 13, 31-33A. 34-35 

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Cuando salió Judas del cenáculo, dijo Jesús: — «Ahora es glorificado el Hijo del hombre, y Dios es glorificado en él. Si Dios es glorificado en él, también Dios lo glorificará en sí mismo: pronto lo glorificará. Hijos míos, me queda poco de estar con vosotros. Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como yo os he amado, amaos también entre vosotros. La señal por la que conocerán todos que sois discípulos míos será que os amáis unos a otros.»

Cuando Judas abandonó el Cenáculo, comenzaba la hora de la Pasión, se iniciaba la noche más triste de la historia. Y, sin embargo, en ese preciso momento empezaba también la glorificación de Jesucristo. Son las paradojas de la historia de la gracia.

Él mismo Jesús nos lo dice en el pasaje evangélico que acabamos de proclamar: Ahora es glorificado el Hijo del Hombre y Dios es glorificado en Él. Comienza la Pasión, el sufrimiento, el dolor, pero comienza también la glorificación, la resurrección, el triunfo, la victoria. Los sufrimientos que a Jesús le hicieron sudar sangre y angustiarse hasta casi morir, eran el camino obligado para llegar al destino inefable de la gloria. Y no sólo para Él, sino también para todos los hombres, para cada uno de nosotros. El Señor fue el guía, el primero que pasó por esa ruta, marcando a golpe de sus pisadas el sendero que nos ha de llevar a nosotros a nuestro propio triunfo.

Por eso, en ese momento que recordamos hoy, les dice Jesús a los suyos, que ya le quedaba poco tiempo de estar con ellos. Sus palabras van a ser, prácticamente, las últimas palabras que les diría a los suyos. Esa es la razón, por la que tienen un relieve peculiar, una fuerza mayor. Hay como un cierto énfasis y solemnidad cuando les dice: Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros como yo os he amado.

Son estas palabras el testamento espiritual de Jesucristo, la última recomendación que venía a resumir y a culminar todo cuanto les había dicho a lo largo de su vida pública, tres largos años. ¡Que nos amemos unos a otros!. Y además, de la misma forma como Él nos amó, con la misma intensidad, con el mismo desinterés, con la misma constancia, con idéntica abnegación...

A los discípulos, como a nosotros, debió parecerles excesivo los que Jesús les pedía. Pero el Señor no aminora su exigencia. Y para que no les quede la menor duda, añade: La señal por la que conocerán que sois discípulos míos, será que os amáis unos a otros. No lo olvidemos nunca, el amor es la piedra de toque para un seguidor de Cristo.

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