miércoles, 28 de diciembre de 2011

DÍA 28 DE DICIEMBRE DE 2011

"LO MARAVILLOSO DE LA INFANCIA"

Gilbert Keith Chesterton, escritor británico de inicios del siglo XX, escribió que “lo maravilloso de la infancia es que cualquier cosa en ella es maravillosa”. Y creo que es verdad.


Como muestra, hoy quiero contar, aprovechando que estamos en periodo navideño, lo maravilloso que me parecía a mí el Belén que colocaban en la parroquia de mi pueblo, cuando yo era niño.

Lo colocaban en el altar del Cristo, justo a la entrada de una de las puertas de la sacristía. En aquellos años la única, pues la que ahora está al lado derecho del presbiterio, la abrieron más tarde.

Pues eso, el Belén lo colcoaban sobre un espacio grande que ponían aprovechando el altar del Cristo. No era excesivamente grande, pero en el se podían ver, además del misterio: Jesús, María y José; pastores y leñadores; lavanderas y gentes sencillas. Sin que faltaran ni el musgo, ni las ovejas, ni el castillo de Herodes; y en su día, los Reyes Magos y sus pajes.

En conjunto, era un belén precioso o por lo menos a mi me lo parecía. Se cumplía a rajatabla, en este caso, la frase de Cherteston: “lo maravilloso de la infancia es que cualquier cosa en ella es maravillosa”.

Y porque era una cosa maravillosa, a los niños nos gustaba visitar el belén y si podíamos, tocar algunas de sus figuras. Aunque como éramos pequeños de estura, la cosa no era fácil y además la gente mayor nos lo impedía.

Pues bien, recuerdo que un año –no sé exactamente qué año-, contraje el sarampión. Y tuve que permanecer en casa sin salir durante las navidades. Todo un sacrifico para un niño pequeño. Y aunque en casa no me faltaba el cariño, sentía cierta nostalgia de no poder acercarme al belén.

Vivía entonces yo con mi abuela. Mi madre me había dicho que no cogiera frío, que no saliera a la calle, que me cuidara. Pero una tarde, lo recuerdo muy bien, aunque hacía mucho frío, lucía el sol y me apetecía salir a la calle.

Aproveché el mejor momento y le dije a mi abuela que me llevase a la Iglesia a ver el belén. Y ella, que no era capaz de negarme nada -nada que fuera justo-, me dijo: sí, ahora, te pongo el abrigo, te tapo con una bufanda y vamos los dos.

Y así hicimos. Los dos, de la mano, llegamos hasta el templo. Tengo que decir que el templo estaba muy cerca de la casa de mi abuela. Llegamos a la Iglesia. El sol entraba por la ventana del coro, nos acercamos al belén, yo feliz; mi abuela cogió el Niño Jesús y me lo dio a besar. ¡qué más podía pedir!. Miré y remiré las figuras, y nos fuimos a casa de inmediato.

Ya en casa, mi abuela me puso chocolate para merendar. Hoy después de muchos años, una vez más puedo decir con Chestenton: “lo maravilloso de la infancia es que cualquier cosa en ella es maravillosa”.

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