miércoles, 5 de octubre de 2011

DÍA 5 DE OCTUBRE DE 2011



TRATÁDMELO, BIEN

Ayer, como estos quinces días últimos, terminada la Misa de diez, me acerqué al presbiterio, abrí el Sagrario, levanté la tapa de unos de los Copones, tomé el Cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo, lo deposité en una pequeña cajita, que introduje con reverencia en una cartera grande, y me dirigí hasta mi casa, para dar la Sagrada Comunión a mi hermana Mercedes que desde hace unos días no puede salir a la calle.


Pues, eso, ayer llevé un día más la Sagrada Comunión a mi hermana. Esta actividad me lleva poco tiempo. Además como mi casa está cerca de la Iglesia, vuelvo en seguida. Vuelvo enseguida, porque no me gusta –es mi obligación-, dejar el templo abierto, sin que yo esté allí o haya alguien dentro.

Ayer hice el recorrido con la misma rapidez de siempre. Pero al volver de nuevo, apenas salí de casa observé que a la puerta de la Iglesia había un grupito de gente. Al irme acercando, comprobé que eran tres mujeres: dos de ellas, de las habituales a la Misa de diez y la otra, una catequista de la parroquia que acababa de llegar.

Mientras iba avanzando, me venían a la cabeza distintos pensamientos. Por ejemplo, pensé: “he ahí tres mujeres que gastan más tiempo dándole a la lengua que en la acción de gracias de la Misa”. He de decir que de inmediato rechacé este pensamiento. ¡Quien era yo para juzgar a nadie!.

También pensé, que quizás estas mujeres, tendrían muchas cosas que contarse y como hacía buena mañana, estarían aprovechando el momento. Tal vez podría haber sido esa la razón, pero también la rechacé, porque me vino a la cabeza otra tercer razón.

Pensé: estas mujeres estarán esperando que yo llegue para no dejar desprotegida la Iglesia ni un momento. ¡Qué buena gente! Y esa era en efecto, la razón de la reunión de esas mujeres.

Y digo que esa era la razón, porque apenas llegué a su altura, las dos habituales a la Misa de diez, me dijeron, casi a la vez: “Estábamos esperando a que llegase. No queríamos dejar solo a Jesús”. “Y además –añadieron-, ha entrado un chico con una pinta así, así…, ha llegado hasta la sacristía, pero yo he ido detrás y se ha marchado”. ¡Qué fe, pensé para mis adentros!

“Sabe -siguieron hablando-, es que no habían recogido, ni la llave del Sagrario, ni el cáliz, ni las vinajeras …, y por eso, estábamos aquí, guardando a Jesús y a sus cosas”. Les di las gracias, y me despedí de ellas.

Esta pequeña anécdota me ha llenado de alegría y por eso lo cuento. Y además de la alegría que he sentido, he descubierto que estas buenas mujeres creen en la presencia de Jesucristo en el Sagrario, donde está con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad.

Terminé haciendo una comunión espiritual: “Yo quisiera. Señor, recibiros con aquella pureza, humldad y devoción con que os recibió vuestra Santísima Madre, con el espíritu y fervor de los santos”.

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http://www.youtube.com/watch?v=DjIa7ZiD-iw&list=PL26E97E1EC42706DA&index=2

1 comentario:

Anónimo dijo...

Entrañable confesión y cuánta enseñanza por parte de los personajes del relato.
Suya y de las mujeres.
!qué fácil nos confundimos¡, pero que bonito es rectificar