domingo, 21 de marzo de 2010


Quinta Semana de Cuaresma
LUNES
San Juan 8, 12-20

De nuevo les dijo Jesús:
—Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida.
Le dijeron entonces los fariseos:
—Tú das testimonio de ti mismo; tu testimonio no es verdadero.
Jesús les respondió:
—Aunque yo doy testimonio de mí mismo, mi testimonio es verdadero porque sé de dónde vengo y adónde voy; pero vosotros no sabéis de dónde vengo ni adónde voy. Vosotros juzgáis según la carne, yo no juzgo a nadie; y si yo juzgo, mi juicio es verdadero porque no estoy solo, sino yo y el Padre que me ha enviado. En vuestra Ley está escrito que el testimonio de dos personas es válido. Yo soy el que doy testimonio de sí mismo, y el Padre, que me ha enviado, también da testimonio de mí.
Entonces le decían:
—¿Dónde está tu Padre?
—Ni me conocéis a mí ni a mi Padre —respondió Jesús—; si me conocierais a mí conoceríais también a mi Padre.
Estas palabras las dijo Jesús en el gazofilacio, enseñando en el Templo; y nadie le prendió porque aún no había llegado su hora.


De nuevo volviste a hablar a los fariseos. Les dijiste que Tú eras la luz del mundo, que el que te sigue a Ti no camina en tinieblas, que el que te sigue a Ti tendrá la luz de la vida.

Pero los fariseos no entendieron. Dijeron que dabas testimonio de Ti mismo y que, por lo tanto, tu testimonio no era válido. Eras Tú la luz, pero ellos no percibían la luz; eras Tú la verdad, pero ellos no te creían.

Entonces Tú contestaste. Mi testimonio es válido porque sé de dónde vengo y a dónde voy, cosa que no sabéis vosotros. Vosotros juzgáis por lo exterior, yo no; vosotros no sabéis que el Padre me ha enviado, yo sí; vosotros pensáis que estoy solo y no lo estoy; vosotros sabéis que la ley dice que el testimonio de dos es válido, yo también lo sé; vosotros no sabéis que yo doy testimonio con el Padre, yo sí lo sé; vosotros sabéis muchas cosas, pero no conocéis al Padre.

Ellos inmediatamente preguntaron: ¿Dónde está tu Padre? Y Tú contestaste: “Ni me conocéis a Mi ni a mi Padre: si me conocierais a Mi, conoceríais también a mi Padre”.

Tuviste esta conversación, Señor, junto al arca de las ofrendas. Pero nadie te prendió porque no había llegado tu hora.
Tú, Señor de estos tiempos y de todos los tiempos, tenías una hora: la hora del misterio, la hora de la iniquidad, la hora de la entrega, la hora del amor, de la misericordia, de la justicia, de la luz.

sábado, 20 de marzo de 2010


V Domingo de Cuaresma

San Juan 8,1-11.


En aquel tiempo, Jesús se retiró al monte de los Olivos. Al amanecer se presentó de nuevo en el templo y todo el pueblo acudía a él, y, sentándose, les enseñaba.
Los letrados y los fariseos le traen una mujer sorprendida en adulterio, y, colocándola en medio, le dijeron:
-Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. La ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras: tú, ¿qué dices?
Le preguntaban esto para comprometerlo y poder acusarlo.
Pero Jesús, inclinándose, escribía con el dedo en el suelo.
Como insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo:
-El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra.
E inclinándose otra vez, siguió escribiendo.
Ellos, al oírlo, se fueron escabullendo uno a uno, empezando por los más viejos, hasta el último. Y quedó solo Jesús y la mujer en medio, de pie.
Jesús se incorporó y le preguntó:
-Mujer, ¿dónde están tus acusadores?, ¿ninguno te ha condenado?
-Ella contestó:
-Ninguno, Señor.
Jesús dijo:
-Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más.


El pasaje evangélico que acabamos de escuchar nos narra aquel episodio, triste, malintencionado en el que los fariseos presentan delante de Jesús a una mujer acusada de adulterio, con intención de comprometerle y poder acusarlo.

En este pasaje se contiene un interesante diálogo: entre los acusadores de aquella mujer y el propio Jesús. Dicen los acusadores: «Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. La ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras; tú, ¿qué dices?» Jesús, sin mediar palabra, inclinándose, “escribía con el dedo en el suelo”. Y como ellos insistían en acusarle, a continuación les dijo: «El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra.» “Y ellos, al oírlo, se fueron escabullendo uno a uno, empezando por los más viejos”. Quedó solo Jesús y la mujer acusada. El pecado y la misericordia.

Y fue entonces cuando el Señor alzando los ojos y encontrarse con los de la mujer, lejos de pedirle explicaciones de su pecado, le pregunta: "Mujer, ¿dónde están tus acusadores? ¿Nadie te ha condenado?" (Jn 8, 10). Contesta ella: «Ninguno, Señor.»

Pues yo "tampoco yo te condeno. Vete, y en adelante no peques más" (Jn 8, 11). Y quedó esculpida en el aire esta respuesta conmovedora de Jesús, tantas veces repetida a lo largo de la historia.

San Agustín, en su comentario, observa: "El Señor condena el pecado, no al pecador. En efecto, si hubiera tolerado el pecado, habría dicho: "Tampoco yo te condeno; vete y vive como quieras... Por grandes que sean tus pecados, yo te libraré de todo castigo y de todo sufrimiento". Pero no dijo eso" (In Io. Ev. tract. 33, 6). Dice: "Vete y no peques más.

Al Señor no le interesa ganar una disputa académica a propósito de una interpretación de la ley mosaica; su objetivo es salvar un alma y revelar que la salvación sólo se encuentra en el amor de Dios. Para esto vino a la tierra, por esto morirá en la cruz y el Padre lo resucitará al tercer día.

En el camino cuaresmal que estamos recorriendo y que se acerca rápidamente a su fin, nos debe acompañar la certeza de que Dios no nos abandona jamás y que su amor es manantial de alegría y de paz; es la fuerza que nos impulsa poderosamente por el camino de la santidad y, si es necesario, también hasta el martirio (cf. Benedicto XVI, Homilía en la visita pastoral a la parroquia romana de Santa Felicidad e hijos, mártires, 25-III-2007)

viernes, 19 de marzo de 2010




Cuarta Semana de Cuaresma
SÁBADO
San Juan 7, 40-53


De entre la multitud que escuchaba estas palabras, unos decían:
—Éste es verdaderamente el profeta.
Otros:
—Éste es el Cristo.
En cambio, otros replicaban:
—¿Acaso el Cristo viene de Galilea? ¿No dice la Escritura que el Cristo viene de la descendencia de David y de Belén, la aldea de donde era David?
Se produjo entonces un desacuerdo entre la multitud por su causa. Algunos de ellos querían prenderle, pero nadie puso las manos sobre él.
Volvieron los alguaciles a los príncipes de los sacerdotes y fariseos, y éstos les dijeron:
—¿Por qué no lo habéis traído?
Respondieron los alguaciles:
—Jamás habló así hombre alguno.
Les replicaron entonces los fariseos:
—¿También vosotros habéis sido engañados? ¿Acaso alguien de las autoridades o de los fariseos ha creído en él? Pero esta gente, que desconoce la Ley, son unos malditos.
Nicodemo, aquel que ya había ido antes adonde Jesús y que era uno de ellos, les dijo:
—¿Es que nuestra Ley juzga a un hombre sin haberle oído antes y conocer lo que ha hecho?
Le respondieron:
—¿También tú eres de Galilea? Investiga y te darás cuenta de que ningún profeta surge de Galilea.
Y se volvió cada uno a su casa.

Predicabas asiduamente a la gente. Y la gente te escuchaba con gusto. A veces, te criticaron. Pero en otras ocasiones, como en esta, el comentario fue positivo: Unos decían que eras un profeta. Otros que eras el Cristo, el que tenía que llegar. Aunque otros, asombrados, se preguntaban: ¿Pero el Cristo va a venir de Galilea? ¿No está escrito que vendrá de Belén, el pueblo de donde era David?

Al fin hubo división de opiniones: Unos, que eras un profeta, y otros, que querían detenerte. Hasta los guardias que habían llegado con orden de llevarte a los sumos sacerdotes y fariseos, estaban asombrados. ¡Nunca habían visto hablar a nadie así!

Incluso entre los fariseos se produjo una clara división: Unos decían, nadie de los nuestros se ha dejado convencer por Él; otros: estos guardias son unos malditos; hay que juzgar a ese tal Jesús. Ante tal discusión terció Nicodemo: Nuestra Ley no juzga a nadie sin haberle antes oído y sin saber lo que ha hecho. No basta lo que se dice y se cuenta, hay que poseer datos.

Así las cosas, hasta a Nicodemo le llegaron los reproches: indaga y verás que de Galilea no sale ningún profeta.

Seguía la tensión. Al fin, cada uno se volvió a su casa.

Y mientras, Tú, Señor, realizabas la Redención de los hombres.

UNA BUENA OPORTUNIDAD: http://www.opusdei.es/art.php?p=29507

jueves, 18 de marzo de 2010


Cuarta Semana de Cuaresma
VIERNES
San Juan 7, 1-2.10.25-30


Después de esto caminaba Jesús por Galilea, pues no quería andar por Judea, ya que los judíos le buscaban para matarle.
Pronto iba a ser la fiesta judía de los Tabernáculos. (...)
Pero una vez que sus hermanos subieron a la fiesta, entonces él también subió, no públicamente sino como a escondidas. (...)
Entonces, algunos de Jerusalén decían:
—¿No es éste al que intentan matar? Pues mirad cómo habla con toda libertad y no le dicen nada. ¿Acaso habrán reconocido las autoridades que éste es el Cristo? Sin embargo sabemos de dónde es éste, mientras que cuando venga el Cristo nadie conocerá de dónde es.
Jesús enseñando en el Templo clamó:
—Me conocéis y sabéis de dónde soy; en cambio, yo no he venido de mí mismo, pero el que me ha enviado, a quien vosotros no conocéis, es veraz. Yo le conozco, porque de Él vengo y Él mismo me ha enviado.
Intentaban detenerle, pero nadie le puso las manos encima porque aún no había llegado su hora.

No era nuevo el afán de persecución que existía contra Ti, Señor. Eras todavía un infante cuando tus padres tuvieron que huir a Egipto para salvarte de Herodes que pretendía matarte. No lo logró, como tampoco después lo lograron los judíos “que te buscaban para matarte”. Te habías ido a Galilea, pues Judea te resultaba peligrosa.

Por aquellos días iba a ser la fiesta judía de los tabernáculos. Fiesta importante en Jerusalén. A ella acudían muchas gentes. Tú mismo, insististe a “los tuyos”, a tus parientes, para que subieran a la fiesta. Tú en principio te negaste a subir, pero una vez que tus hermanos salieron a la fiesta, también subiste Tú, no públicamente, “sino como a escondidas”.

Tú, Señor, dueño del aire y del sol, de la tierra y del mar, de las aves y los peces, “de todo lo creado, visible e invisible”, te viste obligado a esconderte, a pasar oculto, a pasar por entre la gente como un suave viento invisible; sin hacer ruido, sin llamar la atención. No querías que lo supieran.

Pero algunos Te vieron, y al reconocerte se preguntaban “¿no es éste al que intentan matar?”, y no acababan de explicárselo. Se extrañaban que no te dijeran nada, que caminases libre y tranquilo. Hasta llegaron a preguntarse “¿Acaso habrán reconocido las autoridades que éste es el Cristo”? Pero decían, no puede ser, éste sabemos de dónde viene.

Tú mismo enseñando en el Templo, les dijiste: “Sabéis de dónde vengo, pero no conocéis quien me ha enviado; Yo sí lo conozco y sé de dónde vengo y quien me envió. Ante estas palabras, algunos “intentaban detenerte”. Pero nadie puso las manos sobre Ti, Señor. Aún no había llegado tu hora. Llegaría más tarde.
UNA BUENA OPORTUNIDAD

miércoles, 17 de marzo de 2010


Cuarta Semana de Cuaresma
JUEVES
San Juan 5, 31-47
http://www.unav.es/

»Si yo diera testimonio de mí mismo, mi testimonio no sería verdadero. Otro es el que da testimonio de mí, y sé que es verdadero el testimonio que da de mí. Vosotros habéis enviado mensajeros a Juan y él ha dado testimonio de la verdad. Pero yo no recibo el testimonio de hombre, sino que os digo esto para que os salvéis. Aquel era la antorcha que ardía y alumbraba, y vosotros quisisteis alegraros por un momento con su luz. Pero yo tengo un testimonio mayor que el de Juan, pues las obras que me ha dado mi Padre para que las lleve a cabo, las mismas obras que yo hago, dan testimonio acerca de mí, de que el Padre me ha enviado. Y el Padre que me ha enviado, Él mismo ha dado testimonio de mí. Vosotros no habéis oído nunca su voz ni habéis visto su rostro; ni permanece su palabra en vosotros, porque no creéis en éste a quien Él envió. Examinad las Escrituras, ya que vosotros pensáis tener en ellas la vida eterna: ellas son las que dan testimonio de mí. Y no queréis venir a mí para tener vida.
»Yo no busco recibir gloria de los hombres; pero os conozco y sé que no hay amor de Dios en vosotros. Yo he venido en nombre de mi Padre y no me recibís; si otro viniera en nombre propio a ése lo recibiríais. ¿Cómo podéis creer vosotros, que recibís gloria unos de otros, y no queréis la gloria que procede del único Dios? No penséis que yo os acusaré ante el Padre; hay quien os acusa: Moisés, en quien vosotros tenéis puesta la esperanza. En efecto, si creyeseis a Moisés, tal vez me creeríais a mí, pues él escribió sobre mí. Pero si no creéis en sus escritos, ¿cómo vais a creer en mis palabras?

Seguías, Señor, pronunciando tu discurso. Ahora insistías sobre la verdad del testimonio. Decías que el valor del testimonio no se funda en uno mismo sino en la palabra de otro. Y que eso era lo que habían intentado conseguir los judíos enviando mensajeros a Juan para que éste hablase sobre Ti. Y, en efecto, Juan habló con verdad.

Pero tu decías que por encima del testimonio humano está el testimonio divino. Juan era la antorcha que ardía y alumbraba, pero que más fuerza que Juan tenían tus obras y el testimonio del Padre que Te envió. Por eso, éste era un testimonio mayor.

También les decías que ellos no habían examinado ni tus obras, ni habían escuchado la voz de tu Padre, ni habían visto su rostro; ni habían aceptado su palabra, ni habían creído en Él. Examinad las escrituras (...) ellas son las que dan testimonio de mi.

Y que habían acudido a la Escritura a buscar vida, pero habían despreciado la vida que eras Tú; que les conocías bien y sabías que el amor de Dios no estaba en ellos; que no te habían querido recibir a pesar de venir del Padre. Y sin embargo, habían recibido a otros que llegaban predicando en su nombre; que buscaban gloria humana y no la gloria de Dios; que no era que Tú, Señor, les acusases, sino que era Moisés quien los acusaba. En definitiva, que no eran coherentes. Decían creer en Moisés y te rechazaban a Ti: Moisés en cambia te había recibido.

Examinad las escrituras (...) ellas son las que dan testimonio de mi. Pero si no dais fe a esos escritos ¿cómo vais a dar fe en mi palabras? ¡A esto nadie decía nada!
UN CLIC, UNA OPORTUNIDAD:

martes, 16 de marzo de 2010


Cuarta Semana de Cuaresma
MIÉRCOLES
San Juan 5, 17-30


Jesús les replicó:
—Mi Padre trabaja no deja de trabajar, y yo también trabajo.
Por esto los judíos con más ahínco intentaban matarle, porque no sólo quebrantaba el sábado, sino que también llamaba a Dios Padre suyo, haciéndose igual a Dios.
Respondió Jesús y les dijo:
—En verdad, en verdad os digo que el Hijo no puede hacer nada por sí mismo, sino lo que ve hacer al Padre; pues lo que Él hace, eso lo hace del mismo modo el Hijo. Porque el Padre ama al Hijo y le muestra todo lo que Él hace, y le mostrará obras mayores que éstas para que vosotros os maravilléis. Pues así como el Padre resucita a los muertos y les da vida, del mismo modo el Hijo da vida a quienes quiere. El Padre no juzga a nadie, sino que todo juicio lo ha dado al Hijo, para que todos honren al Hijo como honran al Padre. El que no honra al Hijo no honra al Padre que lo ha enviado.
»En verdad, en verdad os digo que el que oye mi palabra y cree en el que me envió tiene vida eterna, y no viene a juicio sino que de la muerte pasa a la vida. En verdad, en verdad os digo que llega la hora, y es ésta, en la que los muertos oirán la voz del Hijo de Dios; y los que la oigan vivirán, pues como el Padre tiene vida en sí mismo, así ha dado al Hijo tener vida en si mismo. Y le dio potestad de juzgar, ya que es el Hijo del Hombre. No os maravilléis de esto, porque viene la hora en la que todos los que están en los sepulcros oirán su voz; y los que hicieron el bien saldrán para la resurrección de la vida; y los que practicaron el mal, para la resurrección del juicio. Yo no puedo hacer nada por mí mismo: según oigo, así juzgo; y mi juicio es justo, porque no busco mi voluntad sino la voluntad del que me envió.

Un día hablaste, Señor, a los judíos. Les dijiste algo aparentemente simple, pero lleno de una carga religiosa importante. “Mi Padre sigue actuando y yo también actúo”. Te manifestaste, Señor, Hijo de Dios. El Padre actuaba. Así Tú, Señor, también actuabas. ¿Era esto una blasfemia?Así lo entendieron los judíos. Y por eso decidieron quitarte del medio. Para ellos, Señor, no sólo quebrantabas el sábado, sino que te llamabas Hijo de Dios. Te hacías igual a Dios.

Y entonces Tú, Señor, comenzaste a hablar de forma extraordinaria; dijiste unas cosas maravillosas. Dijiste que no actuabas por tu cuenta: que hacías y haces lo que el Padre hace; que Él te ama; que Él te quiere y se sirve de Ti para llegar a los hombres; que como Él, Tú también das vida; que El te ha constituido juez; que quiere que los hombres te honren y honren también al Padre; que quiere que escuchen tu Palabra que es la suya; que te amen para amarle a Él; que para vivir vida verdadera hay que oírle a Él; que para amarle hay que dar la vida. ¡Maravilloso todo!

Y además, anunciaste hechos extraordinarios: resucitar muertos; promesa de vida eterna y anuncio de resurrección, de condena. Y otra vez dijiste que Tú hacías lo mandado, que no buscabas tu voluntad sino la voluntad del que te envió. Había sido aquella una escena llena de tensión, de anuncios, de promesas.

lunes, 15 de marzo de 2010


Cuarta Semana de Cuaresma
MARTES
San Juan 5, 1-3.5-16


Después de esto se celebraba una fiesta de los judíos, y Jesús subió a Jerusalén. Hay en Jerusalén, junto a la puerta de las ovejas, una piscina, llamada en hebreo Betzata, que tiene cinco pórticos, bajo los que yacía una muchedumbre de enfermos, ciegos, cojos y paralíticos.
Había allí un hombre que padecía una enfermedad desde hacía treinta y ocho años. Jesús, al verlo tendido y sabiendo que llevaba ya mucho tiempo, le dijo:
—¿Quieres curarte?
El enfermo le contestó:
—Señor, no tengo a nadie que me meta en la piscina cuando se mueve el agua; mientras voy, desciende otro antes que yo.
Le dijo Jesús:
—Levántate, toma tu camilla y ponte a andar.
Al instante aquel hombre quedó sano, tomó su camilla y echó a andar.
Aquel día era sábado. Entonces dijeron los judíos al que había sido curado:
—Es sábado y no te es lícito llevar la camilla.
Él les respondió:
—El que me ha curado es el que me dijo: “Toma tu camilla y anda”.
Le interrogaron:
—¿Quién es el hombre que te dijo: “Toma tu camilla y anda?.
El que había sido curado no sabía quién era, pues Jesús se había apartado de la muchedumbre allí congregada.
Después de esto lo encontró Jesús en el Templo y le dijo:
—Mira, estás curado; no peques más para que no te ocurra algo peor.
Se marchó aquel hombre y les dijo a los judíos que era Jesús el que le había curado. Por eso perseguían los judíos a Jesús, porque había hecho esto en sábado. Jesús les replicó:
—Mi Padre no deja de trabajar, y yo también trabajo.
Por esto los judíos con más ahínco intentaban matarle, porque no sólo quebrantaba el sábado, sino que también llamaba a Dios Padre suyo, haciéndose igual a Dios.


Fiesta de los judíos en Jerusalén. Allí estabas Tú, Señor, entre la gente, con las gentes. Cumpliendo la Ley como un buen judío. Y junto a la piscina de Betzata, muchos enfermos, ciegos, cojos y paralíticos, esperando que las aguas se movieran. Uno de aquellos llevaba allí treinta y ocho años. ¡Qué perseverancia! Y Tú, Señor, te fijaste en aquel hombre. Y le preguntaste ¿quieres quedar sano? Y él: “no tengo a nadie...” Y Tú: “levántate, toma tu camilla y echa a andar”. Y, al instante, quedó sano el hombre, y tomó su camilla y echó a andar”. ¡Qué alegría! ¡Qué gozo! ¡Qué júbilo!

Pero aquel día era sábado. Y los judíos dijeron a aquel hombre que no le estaba permitido llevar la camilla. Y el curado, contraatacó: pues el que me curó me ordenó que tomase la camilla. Y ellos: ¿y quién es ése? Y él: no lo sé. Y mientras, Tú, Señor, “aprovechando el barullo” que habían montado, te alejaste. Hiciste el bien y desapareciste. Y los hombres, mientras, discutiendo leyes, normas, costumbres. “Habla Señor...”.

Y aquel buen hombre —con camilla o sin camilla, no lo sé— se fue al Templo. A buen seguro que para agradecer el regalo recibido. Y allí te lo encontraste de nuevo; y, a solas o quizás en compañía de otros, le dijiste: “Amigo, has quedado sano, no peques más, no sea que te ocurra algo peor”.

Y aquel hombre entendió que era Jesús quien le había curado. Y así lo dijo a los judíos, que furiosos querían acorralar a Jesús porque hacías tales cosas.

domingo, 14 de marzo de 2010


Cuarta Semana de Cuaresma
LUNES
San Juan 4, 43-54


Dos días después marchó de allí hacia Galilea. Pues Jesús mismo había dado testimonio de que un profeta no es honrado en su patria. Cuando vino a Galilea, le recibieron los galileos porque habían visto todo cuanto hizo en Jerusalén durante la fiesta, pues también ellos habían ido a la fiesta.
Entonces vino de nuevo a Caná de Galilea, donde había convertido el agua en vino. Había allí un funcionario real, cuyo hijo estaba enfermo en Cafarnaún, el cual, al oír que Jesús venía de Judea hacia Galilea, se le acercó para rogarle que bajase y curara a su hijo, porque estaba a punto de morir. Jesús le dijo:
—Si no veis signos y prodigios, no creéis.
Le respondió el funcionario real:
—Señor, baja antes de que se muera mi hijo.
Jesús le contestó:
—Vete, tu hijo está vivo.
Aquel hombre creyó en la palabra que Jesús le dijo y se marchó.
Mientras bajaba, sus siervos le salieron al encuentro diciendo que su hijo estaba vivo. Les preguntó la hora en que empezó a mejorar. Le respondieron:
—Ayer a la hora séptima le dejó la fiebre.
Entonces el padre cayó en la cuenta de que aquélla era la hora en que Jesús le había dicho: “Tu hijo está vivo”. Y creyó él y toda su casa. Este segundo milagro lo hizo Jesús cuando vino de Judea a Galilea.


De Samaría decidiste ir a Galilea. Habías dicho aquello de que un profeta no es bien recibido en su patria, pero fuiste... Y cuando llegaste a Galilea te recibieron bien; sabían los galileos lo que habías dicho en Jerusalén, pues también algunos habían subido a la fiesta. Y pasaste por Caná de Galilea. Todavía se acordaban del milagro en la boda de aquellos jóvenes esposos. ¡Había sido tan extraordinario!

Y fue en esos días, cuando un funcionario que vivía en Cafarnaún, al enterarse de que estabas en Galilea, fue a verte. Y te pidió que bajases a curar a su hijo que estaba enfermo. Y Tú, Señor, le dijiste a él y a otros, “como no veáis signos y prodigios, no creéis”.

Señor, no te ofendas; ¿no es natural que te pidamos ayuda? ¿no es natural que te roguemos curaciones? ¿no habías dicho Tú, Señor, aquello de “pedid y recibiréis, llamad y se os abrirá”? ¿Entonces qué querías decirnos con eso de si no veis los signos y prodigios no creéis?

El funcionario, que no se enteraba de nada, insistió: Señor, si vas a ir a curar a mi hijo baja antes de que muera. Y Tú, sin más preguntas dijiste: “anda, tu hijo está curado”. ¡Qué maravilla! ¡Qué fe la de aquel hombre! ¡Qué poder el tuyo! Señor, aumenta nuestra fe.

Y aquel funcionario se puso en camino y cuando ya llegaba cerca, sus criados vinieron a decirle que su hijo estaba curado. Les preguntó que a qué hora había empezado a mejorar, le dijeron que a la una, y él se dio cuenta que era ésa la hora en que Tú, Señor, le habías dicho: “tu hijo está curado”.

Y, ¡qué bonito!, aquel día creyeron en Ti, él y toda su familia. Y tengo la corazonada que siguieron creyendo a lo largo de sus vidas. ¡Cómo nos hubiera gustado saber quién era aquel funcionario, su nombre, su apellido! Cómo se llamaba su hijo, quién era su madre, quienes sus hermanos, sus abuelos, sus tíos, sus tías: toda la familia. pero lo fundamental no era esto, sino la fe y tu fuerza. ¡Auméntanos la fe!.

sábado, 13 de marzo de 2010


IV DOMINGO DE CUARESMA

San Lucas 15,1-3. 11-32

En aquel tiempo, se acercaban a Jesús los publicanos y los pecadores a escucharlo. Y los fariseos y los letrados murmuraban entre ellos: —Ese acoge a los pecadores y come con ellos.
Jesús les dijo esta parábola: Un hombre tenía dos hijos: el menor de ellos dijo a su padre: —Padre, dame, la parte que me toca de la fortuna. El padre les repartió los bienes. No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, emigró a un país lejano, y allí derrochó su fortuna, viviendo perdidamente. Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad. Fue entonces y tanto le insistió a un habitante de aquel país, que lo mandó a sus campos a guardar cerdos. Le entraban ganas de llenarse el estómago de las algarrobas que comían los cerdos; y nadie le daba de comer. Recapacitando entonces se dijo: —Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. Me pondré en camino adonde está mi Padre, y le diré: «Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros.» Se puso en camino adonde estaba su padre: cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió; y echando a correr, se le echó al cuello y se puso a besarlo. Su hijo le dijo: —Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo. Pero el padre dijo a sus criados: —Sacad en seguida el mejor traje y vestidlo; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y matadlo; celebremos un banquete; porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado. Y empezaron el banquete.
Su hijo mayor estaba en el campo. Cuando al volver se acercaba a la casa, oyó la música y el baile, y, llamando a uno de los mozos, le preguntó qué pasaba. Este le contestó: —Ha vuelto tu hermano; y tu padre ha matado el ternero cebado, porque lo ha recobrado con salud. El se indignó y se negaba a entrar; pero su padre salió e intentaba persuadirlo. Y él replicó a su padre: —Mira: en tantos años cómo te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos; y cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con malas mujeres, le matas el ternero cebado. El padre le dijo: —Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo: deberías alegrarte, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido, estaba perdido, y lo hemos encontrado.

Decíamos la semana pasada que a veces vivimos en una actitud de soberbia: creemos que todo lo hacemos bien y que nadie tiene por qué meterse en nuestra vida. Sin embargo, si somos un poco humildes y realistas, con facilidad nos damos cuenta de que nuestra vida no es así: que no lo hacemos todo bien, ni mucho menos.

Todos tenemos experiencia del pecado, todos somos pecadores. Y aunque sabemos que hay cosas que no debemos hacer, sin embargo las hacemos. ¡Somos débiles! Necesitamos por tanto de la misericordia de Dios.

Pues bien, de esa misericordia divina nos habla hoy la Palabra de Dios a través de la hermosa parábola del hijo pródigo o como le gusta decir al Papa, del Padre Bueno, misericordioso.

Sin duda ninguna, el mensaje más importante del evangelio de hoy es que Dios es un Padre Misericordioso, que nos quiere más que nadie, que nos espera siempre, que quiere lo mejor para nosotros, que está siempre dispuesto a acogernos y perdonarnos. El evangelio de hoy es una clara llamada a la reconciliación con Dios, una clara llamada a volver a la casa del Padre.

No importa que nuestros pecados hayan sido o sean muchos, no importa que haga mucho tiempo que hemos abandonado la casa del Padre: lo que importa es que volvamos, porque El siempre nos espera con los brazos abiertos.

Lo que importa, pues, es que seamos humildes, sencillos, que nos reconozcamos pecadores, que nos pongamos en camino, que nos reconciliemos con Dios, nuestro Padre, que nos quiere y se alegra de nuestro regreso. Para eso, el Señor nos ha dejado un medio muy hermoso: el Sacramento de la Penitencia.

Acercarse al Sacramento de la Penitencia, a la Confesión, es el medio ordinario por el cual manifestamos nuestra voluntad de volver a Dios y reconciliarnos con Él. En el sacramento de la Confesión podemos recomenzar siempre de nuevo: él nos acoge, nos devuelve la dignidad de hijos suyos. Por tanto, redescubramos este sacramento del perdón, que hace brotar la alegría en un corazón que renace a la vida verdadera.

Queridos hermanos, estamos en el tiempo de la Cuaresma, de los cuarenta días antes de la Pascua. En este tiempo de Cuaresma la Iglesia nos ayuda a recorrer este camino interior y nos invita a la conversión, nos brinda una oportunidad para decidir levantarnos y recomenzar, es decir, abandonar el pecado y elegir volver a Dios (cf. Benedicto XVI, Homilía, 18-III-2007).
¡No tengamos miedo!

Por muchos que sean nuestros pecados, por lejos que hayamos estado o estemos de la casa del padre, Dios nos espera siempre con los brazos abiertos dispuesto al perdón.. ¡Dejémonos amar por Él!

viernes, 12 de marzo de 2010


Tercera Semana de Cuaresma
SÁBADO
San Lucas 18, 9-14

Dijo también esta parábola a algunos que confiaban en sí mismos teniéndose por justos y despreciaban a los demás:
—Dos hombres subieron al Templo a orar: uno era fariseo y el otro publicano. El fariseo, quedándose de pie, oraba para sus adentros: “Oh Dios, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana, pago el diezmo de todo lo que poseo”. Pero el publicano, quedándose lejos, ni siquiera se atrevía a levantar sus ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: “Oh Dios, ten compasión de mi, que soy un pecador”. Os digo que éste bajó justificado a su casa, y aquél no. Porque todo el que se ensalza será humillado, y todo el que se humilla será ensalzado.


Señor, te preocupabas de todos. De los justos y de los pecadores; de los ricos y de los pobres; de los judíos y de los samaritanos; de los sabios y de los sencillos. Para Ti, Señor, todos eran hijos de Dios. Aquel día quisiste hablar a los que se creían perfectos y despreciaban a los demás, y les contaste una parábola. ¡Qué bien nos conviene a todos recordarla!

Dos hombres subieron al Templo a orar. Uno era fariseo, el otro publicano. El fariseo se colocó adelante, el publicano se quedó atrás. El fariseo daba gracias a Dios porque no era del grupo de los malos; porque pertenecía al grupo de los cumplidores; el publicano al contrario ni siquiera se atrevía a levantar los ojos al cielo: se consideraba indigno; al fin y al cabo, se decía, todo el mundo sabe lo que soy y lo que he sido: un estafador, un mal hombre y un pendenciero. Y así, en su humildad, se golpeaba el pecho y pedía perdón.

La lección era clara. La entendieron todos: los destinatarios inmediatos y los indirectos. ¿Quién no se ha considerado alguna vez el mejor en algo? ¿Quién no ha pensado que los otros son los malos? ¿Quién no ha dicho alguna vez: ¿si todos fueran como yo? Por eso, todos se aplicaron la parábola en sus adentros.

Para mayor claridad Tú, Señor, sacaste una lección y la plasmaste en esta doble sentencia: “Os digo que el publicano bajó justificado a su casa y el fariseo no”. “Porque todo el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido”.

Interesa, pues, saber ser humilde, saber humillarse, saber conocer la verdad: si en nuestra vida existen luces, reconocer que vienen de Dios; y si existen sombras, reconocer que son nuestras. Y a los demás, disculparlos; y con los demás no establecer comparaciones. “No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados; no os comparéis y no seréis rechazados”.

jueves, 11 de marzo de 2010


Tercera Semana de Cuaresma
VIERNES
San Marcos 12, 28-34

Se acercó uno de los escribas, que había oído la discusión y, al ver lo bien que les había respondido, le preguntó:
—¿Cuál es el primero de todos los mandamientos?
Jesús respondió:
—El primero es: Escucha, Israel, el Señor Dios nuestro es el único Señor; y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente y con todas tus fuerzas. El segundo es éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay otro mandamiento mayor que éstos.
Y le dijo el escriba:
—¡Bien Maestro! Con verdad has dicho que Dios es uno solo y no hay otro fuera de Él; y amarle con todo el corazón y con toda la inteligencia y con toda la fuerza, y amar al prójimo a como a sí mismo, vale más que todos los holocaustos y sacrificios.
Viendo Jesús que le había respondido con sensatez, le dijo:
—No estás lejos del Reino de Dios.
Y ninguno se atrevía ya a hacerle preguntas.

Los escribas también te seguían. Algunos con malas intenciones, otros con buenas. Ocurrió, pues, un día que estabas Tú, Señor, hablando con un grupo de discípulos, cuando se acercó un escriba, de los de buenas intenciones, y te preguntó: ¿Qué mandamiento es el primero de todos? La pregunta tenía interés.

Tú, Señor, respondiste al instante. Te oyeron todos: el escriba y los demás. El primer mandamiento es: “escucha, Israel, el Señor nuestro Dios es el único Señor, y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser”. Y, sin dejarlos respirar, seguiste: “El segundo es éste: amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay mandamiento mayor que estos”.

Estas palabras quedaron marcadas de modo especial en las mentes de aquellos hombres: El único Señor..., amarás con todo tu corazón..., alma..., mente..., con todo tu ser..., al prójimo...; como a ti mismo... ¡Qué tratado de moral, de filosofía, de antropología, de escritura! ¡Aquí está todo encerrado, dibujado, contenido!

Y el letrado replicó: Muy bien, Maestro, tienes razón. La Antigua Ley y la Nueva se dan la mano. El antiguo pueblo que se está acabando y el nuevo pueblo que comienza se han puesto de acuerdo o, para mejor decir, siguen en la misma senda.

Y Tú, Señor, respondiste: No estás lejos del Reino de los Cielos. Es como decir: No está lejos, pero aún no posees el Reino, pero el fruto está muy cerca. Y aunque estar cerca es no haberlo conseguido todavía, la consecución es posible, probable, casi segura.

Y aquí terminó todo. “Nadie se atrevió, Señor, a hacerte más preguntas”. Todos se alejaron pensando en la importante pregunta del escriba y, sobre todo, meditando tu acertada respuesta.
Una y otra vez, tus palabras siguen golpeando en mi alma: con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente, con todo el ser. Este es el primer mandamiento; y el segundo: amar a los demás como a uno mismo. Todo un programa: Ayúdanos, Señor, a seguirlos.

miércoles, 10 de marzo de 2010


Tercera Semana de Cuaresma
JUEVES
San Lucas 11, 14-23

Estaba expulsando un demonio que era mudo. Y cuando salió el demonio, habló el mudo y la multitud se quedó admirada; pero algunos de ellos dijeron:
—Expulsa los demonios por Beelzebul, el príncipe de los demonios.
Y otros, para tentarle, le pedían una señal del cielo. Pero él, que conocía sus pensamientos, les replicó:
—Todo reino dividido contra sí mismo quedará desolado y cae casa contra casa. Si también Satanás está dividido contra sí mismo, ¿cómo se sostendrá su reino? Puesto que decís que expulso los demonios por Beelzebul? vuestros hijos ¿por quién los expulsan? Por eso, ellos mismos serán vuestros jueces. Pero, si yo expulso los demonios por el dedo de Dios, es que el Reino de Dios ha llegado a vosotros.
»Cuando uno que es fuerte y está bien armado custodia su palacio, sus bienes están seguros; pero si llega otro más fuerte y le vence, le quita sus armas en las que confiaba y reparte su botín.
»El que no está conmigo, está contra mí; y el que no recoge conmigo, desparrama.

Además de predicar, curar enfermedades y otras cosas, expulsabas a los demonios. Esta vez, el demonio era mudo. Y apenas salió el demonio habló el mudo. La gente estaba admirada. Mas no todos. Algunos dijeron que lo hacías por arte de Belcebú; y otros te pedían un signo en el cielo. División de opiniones.

Entonces Tú, Señor, les dijiste: Todo reino en guerra civil va a la ruina. Toda división produce siempre muerte. La eficacia exige siempre unidad. Cambiad, pues, de parecer. No estáis en lo cierto. Yo actúo en nombre de Dios y el príncipe Belcebú en el suyo.

Y además añadiste: vuestros hijos, ¿por arte de quién echan los demonios? Preguntadles. Ellos serán vuestros jueces. La verdad nace de la verdad; la mentira de la mentira. La verdad, la bondad, la belleza vienen de Dios; la mentira, la maldad, la falsedad, vienen del diablo. ¿Cuándo entenderéis esto? ¿Hasta cuándo deberé estar con vosotros?

Y si yo echo los demonios por el dedo de Dios, es que el Reino de Dios ha llegado a vosotros. El Reino de Dios está presente, pero cuánto cuesta entenderlo. Sabemos que sólo en el cielo no habrá ni llanto ni dolor. Allí todo será entendido y por todos.

Y, como en otras ocasiones, terminaste con un ejemplo, una comparación: Un hombre fuerte cuando guarda su casa, sus bienes, estos están seguros. Si viene otro más fuerte y lo vence, arrampla con todo. Es decir, existe el uno y existe el otro. Existe Dios y existe el diablo. Dios es más fuerte, vence siempre. Hay que apostar por Él.

Y para terminar, dijiste: El que no está conmigo, está contra Mí; el que no recoge conmigo, desparrama. Para recoger frutos y bendiciones hay que optar por Ti, Señor.

martes, 9 de marzo de 2010


Tercera Semana de Cuaresma
MIÉRCOLES
San Mateo 5, 17-19


»No penséis que he venido a abolir la Ley o los Profetas; no he venido a abolirlos sino a darles su plenitud. En verdad os digo que mientras no pasen el cielo y la tierra, de la Ley no pasará ni la más pequeña letra o trazo hasta que todo se cumpla. Así, el que quebrante uno solo de estos mandamientos, incluso de los más pequeños, y enseñe a los hombres a hacer lo mismo, será el más pequeño en el Reino de los Cielos. Por el contrario, el que los cumpla y enseñe, ése será grande en el Reino de los Cielos.

¡Cuántas veces habías hablado con “los tuyos” de la Ley y los Profetas! Al fin de cuentas, eran estos asuntos los asuntos conocidos y requeridos por todos. De los sencillos, porque se alimentaban de su doctrina y de los letrados porque además la explicaban. Tú, Señor, anunciabas nuevas leyes y aparecías como nuevo profeta. Tal vez, por eso, los discípulos estaban un poco aturdidos.

Sea lo que fuese, un día, Señor, les dijiste claramente que no pensaran que habías venido a abolir la ley y a los profetas. De ninguna manera. Al contrario, habías venido —dijiste— a dar plenitud a la Ley y a los Profetas. A eso habías venido, a perfeccionar lo imperfecto.

Quizás porque notaste algún gesto extraño entre tus discípulos o cierta resistencia en alguno de los presentes, puesto de pie, solemnemente dijiste: “os aseguro que antes pasarán el cielo y la tierra que deje de cumplirse hasta la última letra o tilde de la Ley”. Las cosas iban en serio, estabas hablando en serio y en serio había que entenderlo.

Entonces nadie dijo nada. Habías dado una vuelta más a tu enseñanza. Tú sí que dijiste más: “El que salte un precepto y lo enseñe así, será el menos importante en mi Reino”. Tú sí que añadiste: “el que los cumpla y enseñe será grande en el Reino de los cielos”.

He aquí dos palabras interesantes: cumplir y enseñar a cumplir. Cumplir los mandamientos: los grandes trazos marcados en el camino de la vida y los pequeños trazos también marcados por Ti. Quien es fiel en lo poco será premiado en lo mucho, quien afina en el amor, entrará en el Reino. Y enseñar a cumplir. Enseñar con el ejemplo y con la palabra. Enseñar a cumplir los mandamientos de Dios y de la Iglesia. He aquí el secreto del éxito, de la unidad, del amor.

Te pido, Señor, que nos hagas estimar tus normas, tus leyes, tus preceptos; los grandes y los pequeños; los de bulto y los que se escapan a la vista; las letras mayúsculas y el tilde diminuto. Y que los enseñemos a cumplir. Así seremos grandes en tu Reino; así seremos discípulos de quien vino a dar plenitud a la Ley a los Profetas.

lunes, 8 de marzo de 2010




Tercera Semana de Cuaresma
MARTES
San Mateo 18, 21-35

Entonces, se acercó Pedro a preguntarle:
—Señor, ¿cuántas veces tengo que perdonar a mi hermano cuando peque contra mí? ¿Hasta siete?
Jesús le respondió:
—No te digo que hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete. Por eso el Reino de los Cielos viene a ser como un rey que quiso arreglar cuentas con sus siervos. Puesto a hacer cuentas, le presentaron uno que le debía diez mil talentos. Como no podía pagar, el señor mandó que fuese vendido él con su mujer y sus hijos y todo lo que tenía, y que así pagase. Entonces el siervo, se echó a sus pies y le suplicaba: “Ten paciencia conmigo y te pagaré todo”. El señor, compadecido de aquel siervo, lo mandó soltar y le perdonó la deuda. Al salir aquel siervo, encontró a uno de sus compañeros que le debía cien denarios y, agarrándole, lo ahogaba y le decía: “Págame lo que me debes”. Su compañero, se echó a sus pies, y se puso a rogarle: “Ten paciencia conmigo y te pagaré”. Pero él no quiso, sino que fue y lo hizo meter en la cárcel, hasta que pagase la deuda. Al ver sus compañeros lo ocurrido, se disgustaron mucho y fueron a contar a su señor lo que había pasado. Entonces su señor lo mandó llamar y le dijo: “Siervo malvado, yo te he perdonado toda la deuda porque me lo has suplicado. ¿No debías tu también tener compasión de tu compañero, como yo la he tenido de ti? Y su señor, irritado, lo entregó a los verdugos, hasta que pagase toda la deuda. Del mismo modo hará con vosotros mi Padre Celestial, si cada uno no perdona de corazón a su hermano.

Ibais de camino. Tal vez lo hacíais en pequeños grupos. Quizás charlabas con alguno de tus discípulos. En éstas, se adelantó Pedro, te saludó familiarmente y enseguida te preguntó: Maestro, ¿hasta cuándo debemos perdonar? ¿hasta siete veces, es decir, hasta el límite de la paciencia?

Y Tú, Señor, le contestaste: Mira Pedro, no sólo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete, es decir, siempre. Y al instante, se acercaron los demás. Entonces Tú, Señor, les mandaste sentar. Ellos se colocaron a tu alrededor dispuestos a escucharte. Y Tú, Señor, con calma, con paciencia les contaste una parábola. La parábola del rey que quiso ajustar cuentas con sus empleados. Se quedaron extrañados con el relato.

Esta era la parábola: Un rey quiso arreglar cuentas con sus socios. Había uno —dijiste—, que le debía diez mil talentos. Y el pobre hombre no tenía con qué pagar. Le propuso el dueño que vendiera a su mujer y a sus hijos y todas sus posesiones para poder pagarle. Mas él, pobre hombre, suplicó que le diera tiempo. Y el dueño, el buen rey, compadecido, le perdonó todo. Y aquel hombre se puso muy contento. Pero al rato se encontró con un amigo suyo que le debía a su vez una pequeña cantidad de dinero y le exigía con fuerza que se lo pagase. El amigo pidió clemencia, pero aquel no quiso acceder; al contrario, le acusó y le metió en la cárcel, hasta que pagase la deuda.

Poco después, los compañeros de este hombre intransigente le chivaron al rey. El rey le volvió a llamar. Y le dijo que era un malvado y lo entregó a los verdugos hasta que pagara toda la deuda. Siempre he pensado que esta última deuda no era la deuda monetaria, sino la horrenda deuda de la falta de perdón, de la falta de compresión.

Los discípulos quedaron conmocionados. Tú, Señor, a modo de moraleja dijiste: “Eso hará con vosotros mi Padre si no perdonáis de corazón a vuestros hermanos”. Por lo tanto, dirigiéndote de nuevo a Pedro, dijiste: hay que perdonar siempre; hay que perdonar todo y hay que perdonar a todos.

Me imagino a Pedro, nervioso y emocionado, recordando estas palabras del Maestro el día de las negaciones. Entiendo lo de las lágrimas y también lo de los surcos en las mejillas. Yo, ahora, Señor, te pido perdón; y te ruego que me ayudes a perdonar siempre, todo, a todos.

domingo, 7 de marzo de 2010


Tercera Semana de Cuaresma
LUNES
San Lucas 4, 24-30


Y añadió:
—En verdad os digo que ningún profeta es bien recibido en su tierra. Os digo de verdad que muchas viudas había en Israel en tiempos de Elías, cuando durante tres años y seis meses se cerró el cielo y hubo gran hambre por toda la tierra; y a ninguna de ellas fue enviado Elías, sino a una mujer viuda en Sarepta de Sidón. Muchos leprosos había también en Israel en tiempo del profeta Eliseo, y ninguno de ellos fue curado, más que Naamán el Sirio.
Al oír estas cosas, todos en la Sinagoga se llenaron de ira, y se levantaron, le echaron fuera de la ciudad, y lo llevaron hasta la cima del monte sobre el que estaba edificada su ciudad para despeñarle. Pero él, pasando por medio de ellos, se marchó.


Llegaste, Señor, a tu pueblo. Y una tarde, como de costumbre, fuiste a la Sinagoga. Allí estaban tus paisanos, gente de tu entorno, gente conocida, vecinos, amistades. Y aquel día, a cuento de no sé qué, les dijiste que ningún profeta es bien recibido en su tierra.

Y recordaste a “los tuyos” el caso de la viuda de Sarepta (Siria), la única socorrida en tiempos de Elías, a pesar de haber tantas viudas en Israel; y el caso del leproso Naamán, el Sirio, curado por Eliseo, y por contra ninguno de los leprosos de Israel fueron curados. Eran dos casos llamativos y conocidos por todos los oyentes.

Al oírlo, todos se pusieron furiosos. Y, puestos de pie, te echaron a empujones de la Sinagoga; te corrieron por las callejas del pueblo y te llevaron hasta un barranco del monte en donde se alzaba tu pueblo. Habían decidido —no sé de que forma— despeñarte. Así acabarían contigo y dejarían de oír tus palabras. No les habías caído bien a tus paisanos.

Más Tú, Señor, te enfrentaste con estas o parecidas palabras: Amigos, no os empeñéis; no deis coces contra el aguijón; calmad vuestros ánimos; reflexionad despacio. Y a continuación, con elegancia, con poder, con autoridad te abriste paso entre ellos, ¡cómo te mirarían!, y te alejaste a tu casa, o subiste quizás al monte más cercano.

Aquella noche tu pueblo, Señor, vivió una tragedia. Habían comenzado las traiciones. Cuando lo pienso, se me estremece el alma, se me agitan mis creencias, me brota la vergüenza en el hondón de mi ser. ¡Y lo paso mal, Señor!

También yo, Señor, en algún momento no te he admitido, te he despedido de mi casa y he optado de algún modo olvidarme. Y mi corazón solitario y ausente ha quedado enmudecido.
A pesar de todo, te quiero, te reconozco como Profeta y como Mesías. Y oigo, allá, en la hondonada de mi existencia, una de tus últimas palabras: “Perdónalos, porque no saben lo que hacen”.

sábado, 6 de marzo de 2010


III DOMINGO DE CUARESMA

Evangelio según San Lucas 13,1-9.


En aquella ocasión se presentaron algunos a contar a Jesús lo de los galileos, cuya sangre vertió Pilato con la de los sacrificios que ofrecían. Jesús les contestó:
-¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que los demás galileos, porque acabaron así? Os digo que no; y si no os convertís, todos pereceréis lo mismo. Y aquellos dieciocho que murieron aplastados por la torre de Siloé, ¿pensáis que eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? Os digo que no. Y si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera.
Y les dijo esta parábola:
Uno tenía una higuera plantada en su viña, y fue a buscar fruto en ella, y no lo encontró.
Dijo entonces al viñador:
-Ya ves: tres años llevo viniendo a buscar fruto en esta higuera y no lo encuentro. Córtala. ¿Para qué va a ocupar terreno en balde?
Pero el viñador contestó:
-Señor, déjala todavía este año; yo cavaré alrededor y la echaré estiércol, a ver si da fruto. Si no, el año que viene la cortarás.


A veces, los hombres y las mujeres, todos, vivimos en una actitud de soberbia clamorosa: pensamos que todo lo hacemos bien, que nada tenemos que cambiar en la vida, que nadie tiene por qué decirnos qué es lo que tenemos que hacer, en una palabra: que no necesitamos cambiar nada.
Esta actitud no es buena. No es buena para la vida material y, sobre todo, no es buena para la vida espiritual. Porque es una actitud de soberbia. Y para la vida espiritual, la actitud de soberbia, es una actitud peligrosa. Es peligrosa porque es camino para no avanzar nada, para vivir siempre igual, para perder la fortaleza de la fe.

Hoy Jesús nos hace una invitación muy seria a la conversión. La conversión, aunque no libra de los problemas y de las desgracias, permite afrontarlos de "modo" diverso; nos ayuda a prevenir el mal, desactivando algunas de sus amenazas. Y, en todo caso, permite vencer el mal con el bien.

En síntesis: la conversión vence el mal en su raíz, que es el pecado, aunque no siempre puede evitar sus consecuencias (cf. Benedicto XVI, Ángelus 11-III-2007).

¿Qué significa conversión. Conversión significa cambiar de mentalidad, cambiar el corazón, –o mejor aún, dejar que el Señor nos vaya cambiando el corazón– cambiar de forma de pensar para cambiar de forma de vivir.

Jesús en su Evangelio nos invita a vivir en una actitud permanente de conversión.
Es decir, Jesús nos invita a tratar de descubrir qué es lo que hay en nuestra vida que no se ajusta a la voluntad de Dios, a tratar de descubrir qué es lo que hemos de cambiar en nuestra vida para que sea una vida auténticamente cristiana.

Jesús nos invita a tener siempre los ojos muy abiertos –nos invita a dejar que la luz de la Palabra de Dios ilumine toda nuestra vida– para ver en qué cosas todavía no hemos llegado a vivir como Él quiere que vivamos. Nos invita a no conformarnos en ser como somos, sino en tratar de crecer, de superarnos cada día.

No se trata de vivir con amargura y con obsesión pensando que somos “malos”, o que nuestra vida no tiene remedio, sino en vivir con alegría y con ilusión pensando que podemos ser mejores y que ¡vale la pena luchar por ello!

Se trata no de vivir derrotados por el peso de nuestros pecados, sino de poner nuestra vida en las manos del Señor y pedirle cada día un corazón nuevo, pedirle cada día que nos vaya transformando.

Se trata de colaborar con el Señor que quiere hacer en nuestra vida una historia de amor y de salvación. Y luego no agobiarse por los resultados, sino vivir descansados en la misericordia y el amor de Dios, que nos ama tanto que ha dado la vida por nosotros.

viernes, 5 de marzo de 2010


Segunda Semana de Cuaresma
SÁBADO
San Lucas 15, 1-3.11-32

Se le acercaban todos los publicanos y pecadores para oírle. Pero los fariseos y los escribas murmuraban diciendo:
—Éste recibe a los pecadores y come con ellos.
Entonces les propuso esta parábola:
—Un hombre tenía dos hijos. El más joven de ellos dijo a su padre: “Padre, dame la parte de la hacienda que me corresponde” Y les repartió los bienes. No muchos días después, el hijo más joven, lo recogió todo, se fue a un país lejano y malgastó allí su fortuna viviendo lujuriosamente. Después de gastarlo todo, hubo una gran hambre en aquella región y él empezó a pasar necesidad. Fue y se puso a servir a un hombre de aquella región, el cual lo mandó a sus tierras a guardar cerdos; le entraban ganas de saciarse con las algarrobas que comían los cerdos; y nadie se las daba. Recapacitando, se dijo: «¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan abundante mientras yo aquí me muero de hambre! Me levantaré e iré a mi padre y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo; trátame como a uno de tus jornaleros». Y levantándose se puso en camino hacia la casa de su padre.
»Cuando aún estaba lejos, lo vio su padre y se compadeció; y corriendo a su encuentro, se le echó al cuello y le cubrió de besos. Comenzó a decirle el hijo: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo”. Pero el padre les dijo a sus criados: «Pronto, sacad el mejor traje y vestidle; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y matadlo, y vamos a celebrarlo con un banquete; porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado». Y se pusieron a celebrarlo.
»El hijo mayor estaba en el campo; al volver y acercarse a casa oyó la música y los cantos y, llamando a uno de los siervos, le preguntó qué pasaba. Éste le dijo: “Ha llegado tu hermano, y tu padre ha matado el ternero cebado por haberle recobrado sano”. Se indignó y no quería entrar, pero su padre salió a convencerle. Él replicó a su padre: «Mira cuántos años hace que te sirvo sin desobedecer ninguna orden tuya, y nunca me has dado ni un cabrito para divertirme con mis amigos. Pero en cuanto ha venido ese hijo tuyo que devoró tu fortuna con meretrices, has hecho matar para él el ternero cebado». Pero él respondió: “Hijo, tu siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo; pero había que celebrarlo y alegrarse, porque ese hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado”.

Los publicanos y pecadores, Señor, se acercaban a escucharte. Sin embargo, a los fariseos y a los letrados les parecía mal que aquellas personas te escucharan. Y murmuraban de Ti, Señor, y de ellos.

De Ti decían que eras amigo de pecadores; y de ellos, que te invitaban a comer. Total que entre ellos que te escuchaban y Tú que les hablabas, aquello era un escándalo. Por lo que, los fariseos y letrados celosos como eran, pensaron hacer algo; es decir, pasar de la murmuración a la acción.
Y un día, Tú, Señor, rodeado de fariseos y de letrados, contaste una parábola hermosísima. Una parábola en la que aparecían varios personajes, de tal modo encajados, que el resultado fue una verdadera obra de arte, una obra maestra.

Los personajes: un padre, sin nombre, sin edad, sin estatura, sin más detalles que su paternidad. Dos hijos: el menor, alocado y vividor; el mayor, taciturno y envidioso.

Aquel, se largó de casa; éste, se quedó en el hogar. El menor, derrochó su fortuna; el mayor, amontonó riquezas; el menor, poco después de su marcha lo pasó muy mal; el mayor, al final, también vivió triste; el menor, al volver al hogar, fue abrazado por su padre; el mayor, que nunca se fue de casa, recibe una seria reprimenda de su progenitor; el menor, al volver, congregó a criados y vecinos; el mayor, siempre presente, espantó a propios y a extraños; el menor, fue aplaudido; el mayor, fue orillado; el menor, recibió numerosos premios; el mayor, duras palabras: el menor, fue durante algún tiempo hijo pródigo; el mayor, también lo fue, quizás por menos.

Y el padre: siempre esperando; siempre amando; siempre perdonando; siempre premiando; al menor, con esperas, con banquetes; al mayor, con todo lo suyo; al menor regalándole la vida nueva, la gracia; al mayor, protegiéndole para que no muriera; al menor dándole la casa, el hogar, la amistad; al mayor, dándole la alegría de su propio hermano.

Aquel buen padre, llevando de la mano a sus hijos, unió el cielo con la tierra.

jueves, 4 de marzo de 2010


Segunda Semana de Cuaresma
VIERNES
San Mateo 21, 33-43.45.46

Escuchad otra parábola:
—Había un hombre, dueño de una propiedad, que plantó una viña, la rodeó de una cerca y cavó en ella un lagar, edificó una torre, la arrendó a unos labradores y se marchó lejos de allí. Cuando se acercó el tiempo de los frutos, envió a sus siervos a los labradores para recibir sus frutos. Pero los labradores, agarrando a los siervos y a uno lo golpearon, a otro lo mataron y a otro lo lapidaron. De nuevo envió a otros siervos, más numerosos que los primeros, pero les hicieron lo mismo. Por último les envió a su hijo, pensando: “A mi hijo lo respetarán”. Pero los labradores, al ver al hijo, se dijeron: “Este es el heredero. Vamos, lo mataremos y nos quedaremos con su heredad”. Y, lo agarraron, lo sacaron fuera de la viña y lo mataron. Cuando venga el amo de la viña, ¿qué hará con aquellos labradores?
Le contestaron:
—A esos malvados les dará una mala muerte, y arrendará la viña a otros labradores que les entreguen los frutos a su tiempo.
Jesús les dijo:
—¿Acaso no habéis leído en las Escrituras:
La piedra que rechazaron los constructores,
ésta ha llegado a ser la piedra angular.
Es el Señor quien ha hecho esto
y es admirable a nuestros ojos?
»Por esto os digo que se os quitará el Reino de Dios y se entregará a un pueblo que rinda sus frutos. Y quien caiga sobre esta piedra se despedazará, y al que le caiga encima, lo aplastará.
Al oír los príncipes de los sacerdotes y los fariseos sus parábolas, comprendieron que se refería a ellos.
Y aunque querían prenderle, tuvieron miedo a la multitud, porque lo tenían como profeta.

Los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo te escuchaban. Algo extraordinario habrían percibido en Ti. Como siempre también los Apóstoles y otros de tus discípulos te escuchaban. La parábola esta vez iba dirigida para los sacerdotes y ancianos. Lo habías pensado bien y lo dijiste.
Les hablaste de un propietario y de su viña; del cuidado que puso el labrador al plantarla; de la cerca de protección que construyó con esmero; de las atenciones precisas de cava y de guarda que en ella instaló. Y también, del arriendo que hizo a unos labradores; y de cómo después se había ido de viaje. Una parábola viva. Algo que entendían todos.

Y les dijiste además, que llegado el tiempo de la vendimia, aquel labrador quiso recibir la renta que le correspondía y mandó a unos criados a recogerla. Y fue entonces, cuando los renteros apalearon a uno, a otro lo mataron y a otro lo apedrearon. El dueño de la viña envió más criados e hicieron lo mismo con ellos. Al fin mandó a su hijo y a éste lo mataron.

Actitud cruel la de aquellos renteros. Consecuencia de la naturaleza dañada en su ser más profundo; comportamiento ingrato de hombres desagradecidos, rebeldes, egoístas. ¡Misterio de iniquidad!

Y Tu pregunta: “Cuando vuelva el dueño de la viña, ¿qué hará con aquellos viñadores? Tus oyentes contestaron: los hará morir y arrendará la viña a otros labradores, que le entreguen los frutos a su tiempo. Fue en ese momento, cuando Tú, Señor, afirmaste: “esos sois vosotros”. Y por eso, a vosotros se os quitará la viña y se le dará a un pueblo que produzca sus frutos.
Al fin, los fariseos se dieron cuenta, Señor, de que hablabas de ellos. Y en su nerviosismo decidieron echarte mano. Pero temían a la gente que te tenía por profeta.

¡Misterio de la iniquidad! ¡Qué misterio de amor! No me quedan otras palabras que decir: aumenta mi fe, ayuda mi incredulidad.

miércoles, 3 de marzo de 2010


Segunda Semana de Cuaresma
JUEVES
San Lucas 16, 19-31

»Había un hombre rico que vestía de púrpura y lino finísimo, y todos los días celebraba espléndidos banquetes. En cambio, un pobre llamado Lázaro, yacía sentado a su puerta, cubierto de llagas, deseando saciarse de lo que caía de la mesa del rico. Y hasta los perros venían a lamerle las llagas. Sucedió, pues, que murió el pobre y fue llevado por los ángeles al seno de Abrahán; murió también el rico y fue sepultado. Estando en los infiernos, en medio de los tormentos, levantando sus ojos vio a lo lejos a Abrahán y a Lázaro en su seno; y gritando, dijo: “Padre Abrahán, ten piedad de mi y envía a Lázaro para que moje la punta de su dedo en agua y me refresque la lengua, porque estoy atormentado en estas llamas”. Contestó Abrahán: «Hijo, acuérdate de que tú recibiste bienes durante tu vida y Lázaro, en cambio, males; ahora, aquí él es consolado y tú atormentado. Además de todo esto, entre vosotros y nosotros se interpone un gran abismo, de modo que los que quieren atravesar de aquí a vosotros, no pueden; ni tampoco pueden pasar de ahí hasta nosotros». Y él dijo: “Te ruego entonces, padre, que le envíes a casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos, para que les advierta y no vengan también a este lugar de tormentos”. Pero replicó Abrahán: “Tienen a Moisés y a los Profetas. ¡Que los oigan!” Él dijo: “No, padre Abrahán; pero si alguno de entre los muertos va a ellos, se convertirán”. Y le dijo: “Si no escuchan a Moisés y a los Profetas, tampoco se convencerán aunque uno resucite de entre los muertos.


No hacía mucho tiempo, Señor, que habías comenzado a predicar que el Reino de Dios estaba cerca. Tu fama de maestro había prendido en muchas personas. Hablabas con autoridad a la vez que con sencillez, y la gente te seguía entusiasmada. Es verdad, que en tu predicación eras exigente, pero tus palabras y, sobre todo, tus hechos eran convincentes. Hablabas con autoridad.
Propusiste un caso vivo, interesante. Los protagonistas eran dos hombres, uno rico, llamado Epulón, el otro, pobre, de nombre Lázaro. Quizás ambos eran conocidos en la ciudad por tus oyentes. Los dos, a la sazón, habían muerto.

El rico, a lo largo de su vida, había vestido de púrpura y lino, había celebrado espléndidos banquetes. Por el contrario, los vestidos del pobre se habían rozado con las dolorosas llagas de sus carnes; en casa había habido hambre y su persona había estado llena de humillaciones dolorosas y desprecios increíbles. Y a los dos, en días diferentes, les llegó la muerte. El pobre fue conducido al seno de Abraham y el rico, fue sepultado.

La suerte, pues, de uno y otro, tras la muerte, fue muy diversa. Mientras el pobre gozaba de la felicidad dichosa de Dios, el rico sufría en medio de los tormentos angustiosos. Y aunque éste intentó conseguir al menos una gota de felicidad, aminorar sus sufrimientos aunque fuera un momento, no lo consiguió. Ni tampoco consiguió gracia especial para los suyos que aún vivían en la tierra.

Hermosa parábola. “Una invitación a la sobriedad de vida, a la solidaridad. “Descendiendo a consecuencias prácticas y muy urgentes, el Concilio Vaticano II inculca el respeto al hombre, de modo que cada uno, sin ninguna excepción, debe considerar al prójimo como otro yo, cuidando, en primer lugar, de su vida y de los medios necesarios para vivirla diferente, para que no imiten a aquel rico que se despreocupó totalmente del pobre Lázaro”[1].

Gracias, Señor, por estas lecciones.


[1] Con. Vat. Gaudium et Spes, n. 27.

martes, 2 de marzo de 2010


Segunda Semana de Cuaresma
MIÉRCOLES
San Mateo 20, 17-28


Cuando subía Jesús camino de Jerusalén tomó aparte a sus doce discípulos y les dijo:
—Mirad, subimos a Jerusalén, y el Hijo del Hombre será entregado a los príncipes de los sacerdotes y a los escribas, le condenarán a muerte, y le entregarán a los gentiles para burlarse de él y azotarlo y crucificarlo, pero al tercer día resucitará.
Entonces se acercó a él la madre de los hijos de Zebedeo con sus hijos, y se postró ante él para hacerle una petición. Él le preguntó:
—¿Qué quieres?
Ella le dijo:
—Di que estos dos hijos míos se sienten en tu Reino, uno a tu derecha y otro a tu izquierda.
Jesús respondió:
—No sabéis lo que pedís. ¿Podéis beber el cáliz que yo he de beber?
—Podemos —le dijeron.
Él añadió:
—Beberéis mi cáliz; pero sentarse a mi derecha o a mi izquierda no me corresponde concederlo, sino que es para quienes ha dispuesto mi Padre.
Al oír esto, los diez se indignaron contra los dos hermanos. Pero Jesús les llamó y les dijo:
—Sabéis que los que gobiernan las naciones las oprimen y los poderosos las avasallan. No tiene que ser así entre vosotros; por el contrario, quien entre vosotros quiera llegar a ser grande, que sea vuestro servidor, y quien entre vosotros quiera ser el primero, que sea vuestro esclavo. De la misma manera que el Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en redención de muchos.

Señor, ibas subiendo hacia Jerusalén. En un momento del trayecto, quizás a mitad del camino, llamaste a los doce y los doce se acercaron junto a Ti. Algo importante ibas a comunicarles. Ellos sabían que Tú siempre los tratabas con mimo y con delicadeza y aunque ellos algunas cosas no entendían, trataban de comprenderte.

Mirad —dijiste— subimos a Jerusalén. Allí seré entregado a los sumos sacerdotes y letrados. Me condenarán a muerte; me entregarán a los gentiles; se burlarán de Mí, me azotarán, me crucificarán. Pero al tercer día resucitaré.

Los doce se debieron quedar de piedra. Entre ellos, no se oía respirar. Nadie se atrevía a cortar el silencio. Las palabras del Maestro habían sido tan claras y tan trágicas, que nadie sabía qué decir. Además eran conscientes, Señor, de que cuando hablabas, hablabas en serio. No eran bromas aquellas palabras, ni siquiera parábolas, eran predicciones que ocurrirían seguro.

Quizás aprovechando este prolongado silencio, la Madre de los Zebedeo se acercó con sus hijos. Se postró ante Ti y pidió entusiasmada: la derecha y la izquierda de tu Reino para ellos.
Tú, Señor, le respondiste a aquella buena madre que no sabía lo que pedía, que aquello no era de tu incumbencia, que eran cosas de tu Padre. Luego preguntaste a Juan y a Santiago que si estaban dispuestos a sufrir, ellos contestaron que sí, que estaban dispuestos. Los demás Apóstoles —también eran hombres— se indignaron. Todo esto hizo que el ambiente se fuera cargado y el trayecto no acabara.

En un momento, Tú, Señor, te paraste. Y mandaste que todos vinieran hasta Ti; y dijiste: “Los jefes y los grandes de los pueblos se aprovechan de los demás”. Vosotros no actuaréis así; vosotros debéis ser servidores. Una cosa os digo: si queréis ser grandes, servid; si queréis tener los primeros puestos, coged los últimos; si queréis ser dueños, haceos esclavos. ¿No veis lo que hago Yo? Soy el Hijo de Dios y no quiero que me sirvan; soy el dueño de la vida, y la daré por vosotros; soy el primero en el Reino y paso como uno de tantos. El que quiera seguirme, que se fije en Mí y me siga.

El silencio de hace unos momentos, ahora se cortaba. Quizás nunca habían pensado que el Reino mesiánico iba a ser tan exigente. Entonces no lo entendieron, pero el mensaje se había clavado en sus almas. Y el mensaje desde entonces, nunca dejó de ir creciendo en sus vidas.

lunes, 1 de marzo de 2010


Segunda Semana de Cuaresma
MARTES
San Mateo 23, 1-12

Entonces Jesús habló a las multitudes y a sus discípulos diciendo:
—En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y fariseos. Haced y cumplid todo cuanto os digan; pero no obréis como ellos, pues dicen pero no hacen. Atan cargas pesadas e insoportables y las echan sobre los hombros de los demás, pero ellos ni con uno de sus dedos quieren moverlas. Hacen todas sus obras para que les vean los hombres. Ensanchan sus filacterias y alargan sus franjas. Anhelan los primeros puestos en los banquetes, los primeros asientos en las Sinagogas y que les saluden en las plazas, y que la gente les llame rabbí. Vosotros, al contrario, no os hagáis llamar rabbí, porque sólo uno es vuestro maestro y todos vosotros sois hermanos. No llaméis padre vuestro a nadie sobre la tierra, porque sólo uno es vuestro Padre, el celestial. Tampoco os dejéis llamar doctores, porque vuestro doctor es uno sólo: Cristo. Que el mayor entre vosotros sea vuestro servidor. El que se ensalce será humillado, y el que se humille será ensalzado.

Señor, siempre te hallabas rodeado de gentes: de discípulos, de seguidores. A todos enseñabas el camino del Reino, deshacías engaños y abrías nuevas rutas. A lo largo de las páginas evangélicas se perciben, se descubren mil detalles que vistos en conjunto forman un armazón armónico.

Hoy, Señor, nos descubres dos importantes cartas: el decir y el hacer, el predicar y el practicar. Haced lo que os digan, pero no hagáis lo que ellos hacen. Te referías a los letrados y a los fariseos.
Tú sí hacías lo que enseñabas y enseñabas lo que hacías. Fue siempre tu enseñanza un espléndido resumen de tu vida. Y tu vida un fiel espejo de tu enseñanza. En una palabra: Unidad de vida: coherencia, verdad.

Nos ofreciste otras dos contracartas: cargar sobre otros responsabilidades y no mover un dedo para ayudar a cumplirlas. ¡Qué fácil cargar obligaciones, leyes, mandamientos sobre los demás, pero cuánto cuesta ayudar a llevarlas y, sobre todo, cargarlas sobre uno mismo!

Tú sí cargaste con nuestros pecados, con nuestras cruces, con nuestras miserias; y, después, nos dijiste que, si queríamos ser tus discípulos, deberíamos también cargar con nuestra cruz y seguirte. Tú, Señor, siempre caminaste por delante.

Dos más: el aplauso de la gente y el premio de Dios. Nos advertiste que algunos buscan la gloria humana y no les importa la gloria de Dios. Tú, Señor, actuabas al revés; buscabas cumplir la voluntad del Padre, sabías y así nos lo enseñaste que lo demás se dará por añadidura.

Otras dos cartas: padre y maestro. Sólo Dios es Padre y Maestro. No debemos usurpar este nombre. Si lo usamos es por referencia al Padre Dios y al Maestro que eres Tú.

Y para terminar, dos más: la humildad y la autosuficiencia. Quien se humilla será enaltecido; quien se enaltece será humillado. Los hombres no somos, por naturaleza, ejemplo de humildad. Tú sí, Señor. Tú te hiciste obediente y humilde, hasta hacerte esclavo por nosotros. Por eso, Dios, tu Padre, te ensalzó sobre todos por nosotros, y todos te adoran y doblan la rodilla en los cielos y en la tierra y en los abismos.

Gracias, Señor, por las cartas que hoy nos has mostrado.

domingo, 28 de febrero de 2010


Segunda Semana de Cuaresma
LUNES
San Lucas 6, 36-38


»Por el contrario, amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada por ello; y será grande vuestra recompensa, y seréis hijos del Altísimo, porque Él es bueno con los ingratos y con los malos. Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso. No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados. Perdonad y seréis perdonados; dad y se os dará; echarán en vuestro regazo una buena medida, apretada, colmada, rebosante: porque con la misma medida que midáis se os medirá.

Una lección más, Señor, de tu magisterio. ¡Con cuánta paciencia y con cuánto cariño nos ibas enseñando! ¡Y a nosotros cuánto nos cuesta aprender tus enseñanzas! Y, sobre todo, cuánto nos cuesta cumplirlas. Nos consuela, Señor, que Tú conoces nuestro barro; que sabes de la pasta que estamos hechos; que entiendes nuestras debilidades y nuestros proyectos y nuestros buenos deseos.

Hoy nos dijiste: “Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo; no juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados; dad, y se os dará”. Dos “noes” y tres “síes”: no juzguéis, no condenéis, perdonad, dad, sed compasivos. Un buen programa y un buen proyecto.

Y si hacéis así, nos dijiste: os verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante; deseos colmados; medida que se sobra; premio rebosante. Todo nos habla de generosidad, de abundancia, de sobrepremio.

Y terminaste con una breve sentencia: “La medida que uséis, la usarán con vosotros”. El que se resiste a perdonar, no será perdonado; el que se resiste a ayudar, no será ayudado; el que se resiste a comprender, no será comprendido; el que se resiste a premiar, no será premiado; el que se resiste a amar, no será amado. La misma medida, la misma.

¡Cómo nos gusta a todos que nos premien, que nos consideren, que nos acojan, que nos reciban en su entorno! Y cómo nos gustará, sobre todo, que Dios nos reciba en sus manos en el día de nuestra muerte. Para que esto suceda, antes, a lo largo de la vida, tenemos que premiar, considerar, acoger, recibir a los demás.

Cuando llegue la hora de la verdad, cuando llegue la hora del examen —al atardecer de la vida nos examinarán del amor— nos medirán con la misma medida que hayamos medido. Conviene utilizar una medida comprensiva, misericordiosa: la medida de Dios que nos ama sin medida.

sábado, 27 de febrero de 2010


II DOMINGO DE CUARESMA CICLO C

+ Lectura del santo evangelio según san Mateo 17, 1–9
En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan y se los llevó aparte a una montaña alta.
Se transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz.
Y se les aparecieron Moisés y Elías conversando con él.
Pedro, entonces, tomó la palabra y dijo a Jesús:
–«Señor, ¡qué bien se está aquí! Si quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.»
Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra, y una voz desde la nube decía:
–«Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo.»
Al oírlo, los discípulos cayeron de bruces, llenos de espanto.
Jesús se acercó y, tocándolos, les dijo:
–«Levantaos, no temáis.»
Al alzar los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús, solo.
Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó:
–«No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre resu­cite de entre los muertos.

Hoy, segundo Domingo de Cuaresma, el Evangelio nos muestra la Transfiguración del Señor: acontecimiento que es un anuncio, un anticipo glorioso de la Resurrección. El Señor quería que sus discípulos, de modo especial los que tendrían la responsabilidad de guiar a la Iglesia naciente, experimentaran directamente su gloria divina, para afrontar cuando llegase el escándalo de la cruz.

Junto a Jesús –dice el texto- aparecieron Elías y Moisés, para significar que las Sagradas Escrituras concordaban en anunciar el misterio de su Pascua, es decir, que Cristo debía sufrir y morir para entrar en su gloria (cf. Lc 24, 26. 46).

Y en este momento, como había sucedido después del bautismo en el Jordán, llegaron del cielo los signos de la complacencia de Dios Padre: la luz, que transfiguró a Cristo, y la voz que lo proclamó "Hijo amado" (Mc 9, 7).

La primera lectura nos recuerda el ejemplo de Abrahán, nuestro padre en la fe, y nos muestra la vida cristiana como un largo camino que hay que recorrer.

Dios nos llama, nos invita a recorrer el camino. Y lo importante es no parar, lo importante es avanzar sin cesar en ese camino de la salvación, fiándonos siempre del amor del que nos ha llamado.

Abrahán se fía de Dios. En esto consiste la fe. En sabernos amados por Dios, en fiarnos de Él y aceptar su palabra como la palabra de vida y de salvación, aunque muchas veces sea desconcertante para nosotros.

Por su parte, San Pablo nos invita a no perder de vista esta perspectiva: somos peregrinos, caminantes hacia la vida eterna. Por tanto no debemos pegarnos a las cosas materiales de este mundo. Porque hemos de ir más lejos.

No hemos de hacer como aquellos que dice San Pablo que son enemigos de la cruz de Cristo y que tienen por Dios su vientre, y por gloria sus vergüenzas, sólo aspiran a cosas terrenas.
La meta es clara: la vida eterna; el camino también es claro: escuchar a Cristo y vivir en su voluntad.

Este es el “motor” que nos hace avanzar: Este es mi Hijo, el amado, mi escogido. Escuchadlo. Avanza en el camino de la vida eterna aquel que, humildemente, escucha a Jesucristo, lo acepta como único Señor y único Maestro y trata de tener sus mismos sentimientos y actitudes, y después trata de vivir como vivió El.


viernes, 26 de febrero de 2010




Primera Semana de Cuaresma
SÁBADO
San Mateo 5, 43-48

»Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pero yo os digo: amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos, que hace salir su sol sobre buenos y malos, y hace llover sobre justos y pecadores. Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa tenéis? ¿No hacen eso también los publicanos? Y si saludáis solamente a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de más? ¿No hacen eso también los paganos? Por eso, sed vosotros perfectos como vuestro Padre Celestial es perfecto.

Se dijo en el mandamiento antiguo: amarás al prójimo y aborrecerás al enemigo. Pero yo os digo: “amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os aborrecen, rezad por los que os persiguen y calumnian”. El cambio es espectacular, notorio, enorme.

Así actúa —señalaste— nuestro Padre del cielo: regala el sol a buenos y malos; manda lluvia a justos e injustos; a todos trata con amor, consideración, respeto. Eso mismo tenemos que hacer nosotros y así seremos hijos del Padre que está en el cielo. La comparación era clara. El paso era grande, el cambio significativo.

Luego formulaste unas preguntas: “Si amáis a los que os aman, ¿qué premio tendréis? ¿No hacen lo mismo los publicanos? Si saludáis sólo a vuestro hermano, ¿qué hacéis de extraordinario? ¿No hacen lo mismo los paganos?” y Tú, Señor, querías de nosotros algo más, mucho más; de ninguna manera los publicanos y paganos no deberían ser regla de conducta para los que te queríamos seguir.

Por eso, añadiste: Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto. Ahora sí que nos colocas el listón alto. Perfectos como el Padre celestial. Meta alta, pero sugerente; difícil, pero alentadora. Siempre podremos y deberemos hacer las cosas mejor: hasta llegar al Padre.

Dijiste que hay que buscar la perfección. Y la perfección no está en cumplir la ley natural —la que pueden cumplir los paganos— ni siquiera la ley mosaica, que la cumplen los publicanos y fariseos; sino que está en cumplir la ley Nueva, tu ley, Señor.

Y esta ley nueva tiene un mandamiento nuevo, amar a los demás como Tú los amas; sin hacer distinciones; amar a todos: a amigos y enemigos; a buenos y malos; a justos y a pecadores, amar a todos teniendo en cuenta las exigencias de la justicia, de la piedad, de la necesidad, etc. Así, sólo así, seremos buenos hijos de Dios; sólo así, llegaremos a parecernos cada vez más a Ti, nuestro modelo.