miércoles, 31 de marzo de 2010

JUEVES SANTO


SAN JUAN 13, 1-15  


La víspera de la fiesta de Pascua, como Jesús sabía que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin. Y mientras celebraban la cena, cuando el diablo ya había sugerido en el corazón de Judas, hijo de Simón Iscariote, que lo entregara, como Jesús sabía que todo lo había puesto el Padre en sus manos y que había salido de Dios y a Dios volvía, se levantó de la cena, se quitó el túnica, tomó una toalla y se la puso a la cintura. Después echó agua en una jofaina, y empezó a lavarles los pies a los discípulos y a secárselos con la toalla que se había puesto a la cintu-ra.
Llegó a Simón Pedro y éste le dijo:
—Señor, ¿tú me vas a lavar a mí los pies?
—Lo que yo hago no lo entiendes ahora —respondió Jesús—. Lo comprenderás después.Le dijo
—No me lavarás los pies jamás.
—Si no te lavo, no tendrás parte conmigo —le respondió Jesús.
Simón Pedro le replicó:
—Entonces, Señor, no sólo los pies, sino también las manos
—El que se ha bañado no tiene necesidad de lavarse más que los pies, porque todo él está livosotros estáis limpios, aunque no todos. —como sabía quién le iba a entregar, por eso dijo: No todos estáis limpios.
Después de lavarles los pies se puso la túnica, se recostó a la mesa, y les dijo:
—¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis el Maestro y el Señor, y tenéis razón, porque lo soy. Pues si yo, que soy el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lava-ros los pies unos a otros. Os he dado ejemplo para que como yo he hecho con vosotros, también lo hagáis vosotros.



Y llegó la hora. La hora de dar tu vida por todos los hombres. La hora del amor verdadero. La hora de la entrega, del dolor, de la misericordia. La hora de pasar de este mundo al Padre.

Pero antes, celebraste la última cena con tus discípulos, en la intimidad del Cenáculo. Allí estabais todos, alrededor de la mesa, inquietos, expectantes. También estaba Judas. La mesa, como siempre, perfectamente preparada, el pan, el vino, todo.

Entonces, Tú, Señor, con naturalidad te levantaste de la mesa, te quitaste la túnica, tomaste una toalla y te la pusiste a la cintura. Luego, echaste un poco de agua en una pequeña jofaina y, sin mediar palabra, comenzaste a lavar los pies a los discípulos y a secár-selos con la toalla.

Cuando llegaste a Simón Pedro, éste se resistió. No estaba Pedro dispuesto a que le lavases los pies. Tú, Señor, insististe que era necesario. El siguió en su postura. Tú volviste a insistir con más fuerza. Él, al fin, se rindió. Estaba dispuesto a que le lavases no sólo los pies sino también las manos y la cabeza.

Mediante aquel gesto del lavatorio de los pies, tarea propia de esclavos, además de humillarte, Señor, expresaste de modo sencillo y simbólico que no habías venido a ser servido, sino a servir; y que tu servicio consistía en dar tu vida en redención de muchos.

De nuevo en la mesa, añadiste: ¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis el Maestro y el Señor, y tenéis razón, porque lo soy. Pues si yo, que soy el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros. Os he dado ejemplo para que como yo he hecho con vosotros, también lo hagáis vosotros.

martes, 30 de marzo de 2010

MIÉRCOLES SANTO
SAN MATEO 26, 14-29  


Entonces, uno de los doce, llamado Judas Iscariote, fue donde los príncipes de los sacerdotes a decirles:
—¿Qué me queréis dar a cambio de que os lo entregue?
Ellos le ofrecieron treinta monedas de plata. Desde entonces buscaba una oportunidad para entregárselo.
El primer día de los Ácimos se acercaron los discípulos a Jesús y le dijeron:
—¿Dónde quieres que te preparemos la cena de Pascua?
Jesús respondió:
—Id a la ciudad, a casa de tal persona, y comunicadle: .
Los discípulos lo hicieron tal y como les había mandado Jesús y pre-pararon la Pascua.
Al anochecer se sentó a la mesa con los doce. Y cuando estaban ce-nando, dijo:
—En verdad os digo que uno de vosotros me va a entregar.
Y, muy entristecido, comenzaron a decirle cada uno:
—¿Acaso soy yo, Señor?
Pero él respondió:
—El que moja la mano conmigo en el plato, ése me va a entregar Ciertamente el Hijo del Hombre se va, según está escrito acerca de él; pero, ¡ay de aquel hombre por quien es entregado el Hijo del Hombre! Más le valdría a ese hombre no haber nacido.
Tomando la palabra Judas, el que iba a entregarlo, dijo:
—¿Acaso soy yo, Rabbí?
—Tú lo has dicho le respondió.
Mientras cenaban, Jesús tomó pan y, después de pronunciar la bendi-ción, lo partió, se lo dio a sus discípulos y dijo:
—Tomad y comed; esto es mi cuerpo.
Y tomando el cáliz y habiendo dado gracias, se lo dio diciendo:
—Bebed todos de él; porque ésta es mi Sangre de la nueva alianza, que es derramada por muchos para remisión de los pecados. Os aseguro que desde ahora no beberé de ese fruto de la vid hasta aquel día en que lo beba con vosotros de nuevo, en el Reino de mi Padre.


La traición de Judas, Señor, quizás no fue ni ocasional, ni re-pentina. Tal vez Judas la fue preparando poco a poco y al fin, un día, se hizo realidad. Antes del desenlace habían existido conversaciones con los príncipes de los sacerdotes, incluso habrían llegado a la concreción de la entrega en treinta monedas de plata. Y “desde entonces (el traidor) buscaba la ocasión propicia para entregarte”. ¡Todo un proceso de iniquidad!

Los demás discípulos vivían felices junto a Ti. Y aunque Tú les habías anunciado que te iban a entregar, que ibas a sufrir, que te iban a crucificar, seguían radiantes a tu lado. Quizás hasta habían olvidado la escena de Betania donde María había ungido tus pies con ungüento. Ahora, cercana la Pascua, la única preocupación que tenían era dónde poder celebrarla. Por eso te dijeron: ¿Dónde quieres que preparemos la cena de Pascua?

Y Tú, Señor, les diste normas concretas al respecto. Normas que obedecieron y cumplieron como les habías mandado: prepararon la cena de Pascua en una gran sala prestada. Y al anochecer, allí estabais todos, Tú y los doce, todos; sentados a la mesa. Y Tú, Señor, enseguida comenzaste a decir: “En verdad os digo que uno de vosotros me va a entregar”.

El momento debió ser tenso, angustioso. Al instante, unos y otros comenzaron a decirte: ¿acaso soy yo Señor? Y Tú, con delicadeza, dijiste: “El que moja la mano conmigo en el plato, ese me va a entregar”. Judas también te preguntó: “Acaso soy yo, Rabbí? Y Tú, con sobriedad añadiste: “tú lo has dicho”. Por momentos, en la sala no se oyó nada. Todo era emoción, inquietud.

Poco después, Tú, Señor, tomaste pan, pronunciaste la bendición, lo partiste, se lo diste a tus discípulos y dijiste: “Tomad y comed, esto es mi cuerpo”. Tomaste también el cáliz, diste gracias, lo pasaste a tus discípulos y dijiste: “Bebed todos de él, porque ésta es mi sangre de la nueva alianza, que es derramada por muchos para remisión de los pecados”.

Y así, con la emoción de la entrega y con la sencillez de lo sublime, instituiste el Sacramento del amor. Luego dijiste: “Haced esto en memoria mía”. Y Te quedaste con nosotros para siempre. Gracias, Señor.

http://www.opusdei.es/art.php?p=25883

lunes, 29 de marzo de 2010


Martes Santo
San Juan 13, 21-33. 36-38


Cuando dijo esto Jesús se turbó en su espíritu, y declaró:
—En verdad, en verdad os digo que uno de vosotros me va a entregar.
Los discípulos se miraban unos a otros sin saber a quién se refería. Estaba recostado en el pecho de Jesús uno de los discípulos, el que Jesús amaba. Simón Pedro le hizo señas y le dijo:
—Pregúntale quién es ése del que habla.
Él, que estaba recostado sobre el pecho de Jesús, le dice:
—Señor, ¿quién es?
Jesús le responde:
—Es aquel a quien dé el bocado que voy a mojar.
Y después de mojar el bocado, se lo da a Judas, hijo de Simón Iscariote. Entonces, tras el bocado, entró en él Satanás. Y Jesús le dijo:
—Lo que vas a hacer, hazlo pronto.
Pero ninguno de los que estaban a la mesa entendió con qué fin le dijo esto, pues algunos pensaban que, como Judas tenía la bolsa, Jesús le decía: “Compra lo que necesitamos para la fiesta” o “da algo a los pobres”. Aquél, después de tomar el bocado, salió enseguida. Era de noche.
Cuando salió, Jesús dijo:
—Ahora es glorificado el Hijo del Hombre y Dios es glorificado en él. Si Dios es glorificado en él, también Dios le glorificará a él en sí mismo, y pronto le glorificará.
»Hijos, todavía estoy un poco con vosotros. Me buscaréis y como dije a los judíos: “Adonde yo voy, vosotros no podéis venir”; lo mismo os digo ahora a vosotros. Un mandamiento nuevo os doy, que os améis unos a otros. Como yo os he amado, amaos también unos a otros. En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os tenéis amor unos a otros.
Le dijo Simón Pedro:
—Señor, ¿adónde vas?
Jesús respondió:
—A donde yo voy, tú no puedes seguirme ahora, me seguirás más tarde.
Pedro le dijo:
—Señor, ¿por qué no puedo seguirte ahora? Yo daré mi vida por ti.
Respondió Jesús:
—Tú darás la vida por mí? En verdad, en verdad te digo que no cantará el gallo antes de que me hayas negado tres veces.

Te encontrabas, Señor, profundamente conmovido. No era para menos. Y también lleno de pena; lo manifestaste diciendo: “os aseguro que uno de vosotros me va a entregar”. Los discípulos se sobrecogieron. ¿Quién sería el traidor? Entonces, Juan, instado por Pedro, te preguntó: Señor, ¿quién es ? Y Tú le contestaste: Aquel a quien yo le dé este trozo de pan untado. Y untando el pan, se lo diste a Judas, hijo de Simón el Iscariote.

Judas era uno de “los tuyos”. ¡Cuántos ratos pasados junto a Ti, Señor! ¡Cuántas cosas maravillosas había oído de tus labios! ¡Cuántos milagros realizados por Ti, fueron contemplados por sus ojos! Quizás alguna vez te había manifestado su afán por el dinero y Tú le habías dicho que podría superarlo; que basta que creyera.

Y detrás del pan, entró en él Satanás. Y entonces Tú, Señor, le dijiste: “lo que vas a hacer hazlo enseguida”. Y Judas, después de tomar el pan, salió inmediatamente. Era de noche.

Y cuando Judas salió, comenzaste a decir cosas maravillosas. Dijiste que iba a ser glorificado, que tenías que irte, que estaba próxima tu hora. Entonces, Pedro te preguntó: Señor, ¿a dónde vas? Y Tú le dijiste que ahora no podían seguirte, que te seguirían más tarde. Y Pedro, ¿y por qué no ahora?, estoy dispuesto a dar la vida. Y Tú le dijiste: sí, sí, la vida; antes de que cante el gallo, me habrás negado tres veces.

Ayúdanos a permanecer siempre a tu lado.

domingo, 28 de marzo de 2010


Lunes Santo
San Juan 12, 1-11


Jesús, seis días antes de la Pascua, marchó a Betania, donde estaba Lázaro, al que Jesús había resucitado de entre los muertos. Allí le prepararon una cena. Marta servía, y Lázaro era uno de los que estaban a la mesa con él.
María, tomando una libra de perfume de nardo puro, muy caro, ungió los pies de Jesús y los secó con sus cabellos. La casa se llenó de la fragancia del perfume. Dijo Judas Iscariote, uno de los discípulos, el que iba a entregar:
—¿Por qué no se ha vendido este perfume por trescientos denarios y se ha dado a los pobres?
Pero esto lo dijo no porque él se preocupara de los pobres, sino porque era ladrón, y como tenía la bolsa, se llevaba lo que echaban en ella. Entonces dijo Jesús:
—Dejadle que lo emplee para el día de mi sepultura; pues a los pobres los tenéis siempre con vosotros, pero a mí no siempre me tenéis.
Una gran multitud de judíos se enteró de que estaba allí, y fueron no sólo por Jesús, sino también por ver a Lázaro, al que había resucitado de entre los muertos. Los príncipes de los sacerdotes decidieron dar muerte también a Lázaro, porque muchos, por su causa, se apartaban de los judíos y creían en Jesús.

Volviste, Señor, a Betania. Faltaban seis días para la Pascua y quisiste despedirte de tus buenos amigos: Lázaro, Marta y María. ¡Qué emocionante debió ser aquel encuentro! Te obsequiaron, Señor, con una cena. Marta servía, Lázaro estaba contigo en la mesa y María te ungió los pies y te los enjugó con su cabellera. La casa se llenó de la fragancia del perfume.

También estaban a la mesa, tus Apóstoles, tus escogidos. Judas Iscariote durante la cena, o quizás después, ante el frasco derramado, comentó que no entendía aquel despilfarro; ¿por qué no se había vendido aquel perfume por trescientos denarios para dárselos a los pobres en vez de usarlo allí, de aquella manera tan innecesaria?

Tú, Señor, con agradecimiento saliste al paso del gesto de María. Y dijiste a Judas: déjala; lo tenía guardado para el día de mi sepultura; para el día de mi muerte. Marta, María y Lázaro, tus amigos, sabían que te iban a entregar, que te iban a condenar, que iban a crucificarte y que te enterrarían como mandaba la Ley, por eso quisieron agradecerte tantos favores y compraron ungüento para tu sepultura.

Se adelantaron. El amor siempre se adelanta. Y en esta ocasión también. Y Marta te enjugó los pies y se llenó de perfume, de emoción. Sólo Judas el apegado a las cosas materiales no supo ver, ni entender esta acción agradecida.

De nuevo Tú, Señor, dirigiéndote a todos, dijiste: A los pobres los tendréis siempre con vosotros; pero a Mí no siempre me tendréis.

En esto, muchos judíos se enteraron que estabas allí y vinieron a verte, había también expectación por ver a Lázaro, resucitado. Pero también los sacerdotes supieron que estabas allí y decidieron matar también a Lázaro, porque muchos judíos, por su causa, se les iban y creían en Ti, Señor.

Nosotros también creemos en Ti, Señor.

sábado, 27 de marzo de 2010


Pasión de Nuestro Señor Jesucristo

según San Lucas 22,14-23,56.


C. [Llegada la hora, se sentó Jesús con sus discípulos, y les dijo:
+ -He deseado enormemente comer esta comida pascual con vosotros antes de padecer, porque os digo que ya no la volveré a comer hasta que se cumpla en el Reino de Dios.
C. Y tomando una copa, dio gracias y dijo:
+ -Tomad esto, repartidlo entre vosotros; porque os digo que no beberé desde ahora del fruto de la vid hasta que venga el Reino de Dios.
C. Y tomando pan, dio gracias; lo partió y y se lo dio diciendo:
+ -Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros; haced esto en memoria mía. Después de cenar, hizo lo mismo con la copa diciendo:
+ -Esta copa es la Nueva Alianza sellada con mi sangre, que se derrama por vosotros.
Pero mirad: la mano del que me entrega está con la mía en la mesa. Porque el Hijo del Hombre se va según lo establecido; pero ¡ay de ése que lo entrega!
C. Ellos empezaron a preguntarse unos a otros quién de ellos podía ser el que iba a hacer eso.
Los discípulos se pusieron a disputar sobre quién de ellos debía ser tenido como el primero. Jesús les dijo:
+ -Los reyes de los gentiles los dominan y los que ejercen la autoridad se hacen llamar bienhechores. Vosotros no hagáis así, sino que el primero entre vosotros pórtese como el menor, y el que gobierne, como el que sirve.
Porque, ¿quién es más, el que está en la mesa o el que sirve?, ¿verdad que el que está en la mesa? Pues yo estoy en medio de vosotros como el que sirve.
Vosotros sois los que habéis perseverado conmigo en mis pruebas, y yo os transmito el Reino como me lo transmitió mi Padre a mí: comeréis y beberéis a mi mesa en mi Reino, y os sentaréis en tronos para regir a las doce tribus de Israel.
C. Y añadió:
+ -Simón, Simón, mira que Satanás os ha reclamado para cribaron como trigo. Pero yo he pedido por ti para que tu fe no se apague.
Y tú, cuando te recobres, da firmeza a tus hermanos.
C. El le contestó:
S. -Señor, contigo estoy dispuesto a ir incluso a, la cárcel y a la muerte.
C. Jesús le replicó:
+ -Te digo, Pedro, que no cantará hoy el gallo antes que tres veces hayas negado conocerme.
C. Y dijo a todos:
+ -Cuando os envié sin bolsa ni alforja, ni sandalias, ¿os faltó algo?
C. Contestaron:
S. -Nada:
C. El añadió:
+ -Pero ahora, el que tenga bolsa que la coja, y lo mismo la alforja; y el que no tiene espada que venda su manto y compre una. Porque os aseguro que tiene que cumplirse en mí lo que está escrito : «fue contado con los malhechores». Lo que se refiere a mí toca a su fin.
C: Ellos dijeron:
S. -Señor, aquí hay dos espadas.
C. El les contestó:
+ -Basta.
C. Y salió Jesús como de costumbre al monte de los Olivos, y lo siguieron los discípulos. Al llegar al sitio, les dijo:
-Orad, para no caer en la tentación.
C. El se arrancó de ellos, alejándose como a un tiro de piedra y arrodillado, oraba diciendo:
+ -Padre, si quieres, aparta de mí ese cáliz. Pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya.
C. Y se le apareció un ángel del cielo que lo animaba. En medio de su angustia oraba con más insistencia. Y le bajaba el sudor a goterones, como de sangre, hasta el suelo. Y, levantándose de la oración, fue hacia sus discípulos, los encontró dormidos por la pena, y les dijo:
+ -¿Por qué dormís? Levantaos y orad, para no caer en la tentación.
C. Todavía estaba hablando, cuando aparece gente: y los guiaba el llamado Judas, uno de los Doce. Y se acercó a besar a Jesús.
Jesús le dijo:
+ -Judas, ¿con un beso entregas al Hijo del Hombre?
C. Al darse cuenta los que estaban con él de lo que iba a pasar, dijeron:
S. -Señor, ¿herimos con la espada?
C. Y uno de ellos hirió al criado del Sumo Sacerdote, y le cortó la oreja derecha.
Jesús intervino diciendo:
+ -Dejadlo, basta.
C. Y, tocándole la oreja, lo curó. Jesús dijo a los sumos sacerdotes y a los oficiales del templo, y a los ancianos que habían venido contra él:
+ -¿Habéis salido con espadas y palos a caza de un bandido? A diario estaba en el templo con vosotros, y no me echasteis mano. Pero ésta es vuestra hora: la del poder de las tinieblas.
C. Ellos lo prendieron, se lo llevaron y lo hicieron entrar en casa del sumo sacerdote. Pedro lo seguía desde lejos. Ellos encendieron fuego en medio del patio, se sentaron alrededor y Pedro se sentó entre ellos.
Al verlo una criada sentado junto a la lumbre, se le quedó mirando y le dijo:
S. -También éste estaba con él.
C. Pero él lo negó diciendo:
S. -No lo conozco, mujer.
C. Poco después lo vio otro y le dijo:
S. -Tú también eres uno de ellos.
C. Pedro replicó:
S. -Hombre, no lo soy.
C. Pasada cosa de una hora, otro insistía:
S. -Sin duda, también éste estaba con él, porque es galileo.
C. Pedro contestó:
S. -Hombre, no sé de qué hablas.
C. Y estaba todavía hablando cuando cantó un gallo. El Señor, volviéndose, le echó una mirada a Pedro, y Pedro se acordó de la palabra que el Señor le había dicho: «Antes de que cante hoy el gallo, me negarás tres veces.» Y, saliendo afuera, lloró amargamente.
Y los hombres que sujetaban a Jesús se burlaban de él dándole golpes.
Y, tapándole la cara, le preguntaban:
S. -Haz de profeta: ¿quién te ha pegado?
C: Y proferían contra él otros muchos insultos.
Cuando se hizo de día, se reunió el senado del pueblo, o sea, sumos sacerdotes y letrados, y, haciéndole comparecer ante su Sanedrín, le dijeron:
S. -Si tú eres el Mesías, dínoslo.
C. El les contestó:
+ -Si os lo digo, no lo vais a creer; y si os pregunto no me vais a responder.
Desde ahora el Hijo del Hombre estará sentado a la derecha de Dios todopoderoso.
C. Dijeron todos:
S. -Entonces, ¿tú eres el Hijo de Dios?
C. El les contestó:
+ -Vosotros lo decís, yo lo soy.
C: Ellos dijeron:
S. -¿Qué necesidad tenemos ya de testimonios? Nosotros mismos lo hemos oído de su boca.]
C. El senado del pueblo o sea, sumos sacerdotes y letrados, se levantaron y llevaron a Jesús a presencia de Pilato. Y se pusieron a acusarlo diciendo:
S. -Hemos comprobado que éste anda amotinando a nuestra nación, y oponiéndose a que se paguen tributos al César, y diciendo que él es el Mesías rey.
C. Pilato preguntó a Jesús:
S. -¿Eres tú el rey de los judíos?
C. El le contestó:
+ -Tú lo dices.
C. Pilato dijo a los sumos sacerdotes y a la turba:
S. -No encuentro ninguna culpa en este hombre.
C. Ellos insistían con más fuerza diciendo:
S. -Solivianta al pueblo enseñando por toda Judea, desde Galilea hasta aquí.
C, Pilato, al oírlo, preguntó si era galileo; y al enterarse que era de la jurisdicción de Herodes se lo remitió. Herodes estaba precisamente en Jerusalén por aquellos días.
Herodes, al ver a Jesús, se puso muy contento; pues hacía bastante tiempo que quería verlo, porque oía hablar de él y esperaba verlo hacer algún milagro.
Le hizo un interrogatorio bastante largo; pero él no le contestó ni palabra.
Estaban allí los sumos sacerdotes y los letrados acusándolo con ahínco.
Herodes, con su escolta, lo trató con desprecio y se burló de él; y, poniéndole una vestidura blanca, se lo remitió a Pilato. Aquel mismo día se hicieron amigos Herodes y Pilato, porque antes se llevaban muy mal.
Pilato, convocando a los sumos sacerdotes, a las autoridades y al pueblo, les dijo:
S. -Me habéis traído a este hombre, alegando que alborota al pueblo; y resulta que yo le he interrogado delante de vosotros, y no he encontrado en este hombre ninguna de las culpas que le imputáis; ni Herodes tampoco, porque nos lo ha remitido: ya veis que nada digno de muerte se le ha probado. Así que le daré un escarmiento y lo soltaré.
C. Por la fiesta tenía que soltarles a uno. Ellos vociferaron en masa diciendo:
S. -¡Fuera ése! Suéltanos a Barrabás.
C. (A éste lo habían metido en la cárcel por una revuelta acaecida en la ciudad y un homicidio.)
Pilato volvió a dirigirles la palabra con intención de soltar a Jesús. Pero ellos seguían gritando:
S. -¡Crucifícalo, crucifícalo!
C. El les dijo por tercera vez:
S. -Pues, ¿qué mal ha hecho éste? No he encontrado en él. ningún delito que merezca la muerte. Así es que le daré un escarmiento y lo soltaré.
C. Ellos se le echaban encima pidiendo a gritos que lo crucificara; e iba creciendo el griterío.
Pilato decidió que se cumpliera su petición: soltó al que le pedían (al que había metido en la cárcel por revuelta y homicidio), y a Jesús se lo entregó a su arbitrio.
Mientras lo conducían, echaron mano de un cierto Simón de Cirene, qué volvía del campo, y le cargaron la cruz para que la llevase detrás de Jesús.
Lo seguía un gran gentío del pueblo, y de mujeres que se daban golpes y lanzaban lamentos por él.
Jesús se volvió hacia ellas y les dijo:
+ -Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, llorad por vosotras y por vuestros hijos, porque mirad que llegará el día en que dirán: «dichosas las estériles y los vientres que no han dado a luz y los pechos que no han criado». Entonces empezarán a decirles a los montes: «desplomaos sobre nosotros», y a las colinas: «sepultadnos»; porque si así tratan al leño verde, ¿qué pasará con el seco?
C. Conducían también a otros dos malhechores para ajusticiarlos con él.
Y cuando llegaron al lugar llamado «La Calavera», lo crucificaron allí, a él y a los malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda.
Jesús decía:
+ -Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.
C. Y se repartieron sus ropas, echándolas a suerte.
El pueblo estaba mirando.
Las autoridades le hacían muecas diciendo:
S. -A otros ha salvado; que se salve a sí mismo, si él es el Mesías de Dios, el Elegido.
C. Se burlaban de él también los soldados, ofreciéndole vinagre y diciendo:
S. -Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo.
C. Había encima un letrero en escritura griega, latina y hebrea: ESTE ES EL REY DE LOS JUDIOS.
Uno de los malhechores crucificados lo insultaba diciendo:
S. -¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros.
C. Pero el otro le increpaba:
S. -¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en el mismo suplicio? Y lo nuestro es justo, porque recibimos el pago de lo que hicimos; en cambio, éste no ha faltado en nada.
C. Y decía:
S. -Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino.
C. Jesús le respondió:
+ -Te lo aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso.
C. Era ya eso de mediodía y vinieron las tinieblas sobre toda la región, hasta la media tarde; porque se oscureció el sol. El velo del templo se rasgó por medio. Y Jesús, clamando con voz potente, dijo:
+ -Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu.
C. Y dicho esto, expiró.
El centurión, al ver lo que pasaba, daba gloria a Dios diciendo:
S. -Realmente, este hombre era justo.
C. Toda la muchedumbre que había acudido a este espectáculo, habiendo visto lo que ocurría, se volvían dándose golpes de pecho.
Todos sus conocidos se mantenían a distancia, y lo mismo las mujeres que lo habían seguido desde Galilea y que estaban mirando.
[Un hombre llamado José, que era senador, hombre bueno y honrado (que no había votado a favor de la decisión y del crimen de ellos), que era natural de Arimatea y que aguardaba el Reino de Dios, acudió a Pilato a pedirle el cuerpo de Jesús. Y, bajándolo, lo envolvió en una sábana y lo colocó en un sepulcro excavado en la roca, donde no habían puesto a nadie todavía.
Era el día de la Preparación y rayaba el sábado. Las mujeres que lo habían acompañado desde Galilea fueron detrás a examinar el sepulcro y cómo colocaban su cuerpo. A la vuelta prepararon aromas y ungüentos. Y el sábado guardaron reposo, conforme al mandamiento.]

Acabamos de escuchar con religiosa emoción el relato de la Pasión de Cristo que constituye la expresión más elocuente de su amor por los hombres.

Para el interés histórico profano, la muerte de Jesús no pasó de ser un drama de odios y celos provincianos, de crueldad y mezquindades de gente fanática que habitaba en una pequeña región alejada de las grandes rutas de entonces. A los ojos de Dios, verdadero artífice de la Historia, era el acontecimiento hacia el que converge todo y del cual irradia todo.

Todo pecado tiene -como el de Adán y Eva- su raíz en la soberbia, en el equivocado deseo de independencia. Jesús, en cambio y como nuevo Adán, se hizo obediente "hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz" (2ª Lectura).

De esta forma y como reza la Liturgia: "de donde salió la muerte de allí surgió la vida; y el que venció en un árbol fue en un árbol vencido" (Prefacio de la Sta Cruz).

Se roza aquí, en la Pasión de Cristo, un misterio insondable que, no obstante pone de relieve la gravedad del pecado y la hondura del amor de Dios.

Amor que brota, como un río caudaloso de arrolladora fuerza, del Corazón de Cristo y que llevó a escribir al Apóstol: "Después de esto, ¿qué diremos ahora? Si Dios está por nosotros, ¿quién contra nosotros? El que ni a su propio Hijo perdonó, sino que le entregó a la muerte por nosotros, ¿cómo después de habérnosle dado, dejará de darnos cualquier otra cosa? Y ¿quién puede acusar a los elegidos de Dios? Dios mismo es el que los justifica. ¿Quién osará condenarlos? (Rom 8,31).
"Es el amor lo que ha llevado a Jesús al Calvario. Y ya en la Cruz, todos sus gestos y todas sus palabras son de amor, de amor sereno y fuerte", afirma S. Josemaría, y añade: "Es muy posible que en alguna ocasión, a solas con un crucifijo, se te vengan las lágrimas a los ojos. No te domines... Pero procura que ese llanto acabe en un propósito".

Esta increíble manifestación del Amor de Dios por nosotros está reclamando por nuestra parte algo más que un desleído entusiasmo por la causa del Evangelio. Quien no se entregara de corazón a Dios y a los demás por Él pondría de manifiesto que tiene un interior muy rústico y se haría merecedor de aquella acusación de Séneca: "No ha producido la tierra peor planta que la ingratitud".



viernes, 26 de marzo de 2010


Quinta Semana de Color del textoCuaresma
SÁBADO
San Juan 11, 45-57


Muchos judíos que habían venido a casa de María, al ver lo que hizo Jesús, creyeron en él. Pero algunos de ellos fueron a los fariseos y les contaron lo que Jesús había hecho. Entonces los pontífices de los sacerdotes y los fariseos convocaron el Sanedrín:
—¿Qué hacemos, puesto que este hombre realiza muchos signos? —de-cían— Si le dejamos así, todos creerán en él; y vendrán los romanos y destruirán nuestro lugar y nuestra nación.
Uno de ellos, Caifás, que aquel año era sumo sacerdote, les dijo:
—Vosotros no sabéis nada, ni os dais cuenta de que os conviene que un solo hombre muera por el pueblo y no que perezca toda la nación —pero esto no lo dijo por sí mismo, sino que, siendo sumo sacerdote aquel año, profetizó que Jesús iba a morir por la nación; y no sólo por la nación, sino para reunir a los hijos de Dios que estaban dispersos. Así, desde aquel día decidieron darle muerte. Entonces Jesús ya no andaba en público entre los judíos, sino que se marchó de allí a una región cercana al desierto, a la ciudad llamada Efraín, donde se quedó con sus discípulos.
Pronto iba a ser la Pascua de los judíos, y muchos subieron de aquella región a Jerusalén antes de la Pascua para purificarse. Los que estaban en el Templo buscaban a Jesús, y se decían unos a otros:
—¿Qué os parece, no vendrá a la fiesta?
Los príncipes de los sacerdotes y los fariseos habían dado órdenes de que si alguien sabía dónde estaba, lo denunciase, para poder prenderlo.

Tú, Señor, habías resucitado a Lázaro. Muchos judíos habían llegado al lugar de los hechos: la casa de Marta y María. Y, al comprobar el suceso, creyeron en Ti, Señor. Otros, por el contrario, enterados del acontecimiento fueron a contárselo a los fariseos en plan de acusación y reproche. A éstos tanto les debió inquietar el hecho, que convocaron al Sanedrín. Reunidos, el responsable del grupo dijo: ¿Qué estamos haciendo? Este hombre hace muchos milagros; este hombre es un peligro. Si le siguen tantos, vendrán los romanos y nos destruirán el Templo y la nación. La cosa es preocupante; no se puede permanecer inactivos.

Entonces tomó la palabra Caifás, sumo sacerdote aquel año, y dijo: no tenéis ni idea, ¿no comprendéis que conviene que muera uno por el pueblo y no perezca la nación entera? Así era en verdad, convenía que Tú, Señor, murieras por el pueblo Israel y por todos los hombres. Caifás hablaba proféticamente. Y en aquel momento, decidieron darte muerte.

Tú, Señor, por aquellos días cuidabas de no dejarte ver. Más aún, te retiraste a Efraín y allí pasabas el tiempo con tus discípulos. ¡Qué días aquellos tan intensos! ¡Qué conversaciones tan íntimas y también tan tensas con “los tuyos”! ¡Qué naturalidad! ¡Qué misterio!

El tiempo corría. Se acercaba la Pascua y la gente subía hacia Jerusalén para purificarse. Algunos te buscaban; otros preguntaban si subirías Tú también a la fiesta. Querían escucharte y estar contigo. Tus palabras eran convincentes. Pero los sumos sacerdotes, atolondrados, inquietos habían dado órdenes de que les avisaran, tan pronto aparecieras, para prenderte.

Tú, Señor, te entregaste voluntariamente. Cuando llegó tu hora.

jueves, 25 de marzo de 2010


Quinta Semana de Cuaresma
VIERNES
San Juan 10, 31-42

Los judíos cogieron de nuevo piedras para lapidarle. Jesús les replicó:
—Os he mostrado muchas obras buenas de parte del Padre, ¿por cuál de estas obras queréis lapidarme?
—No queremos lapidarte por obra buena alguna sino por blasfemia; y porque tú, siendo hombre, te haces Dios —le respondieron los judíos.
Jesús les contestó:
—¿No está escrito en vuestra Ley: Yo dije: Sois dioses ? Si llamó dioses a aquellos a quienes se dirigió la palabra de Dios, y la Escritura no puede fallar, ¿a quien el Padre santificó y envió al mundo, decís vosotros que blasfema porque dije que soy Hijo de Dios? Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis; pero si las hago, creed en las obras, aunque no me creáis a mí, para que conozcáis y sepáis que el Padre está en mí y yo en el Padre.
Intentaban entonces prenderlo otra vez, pero se escapó de sus manos. Y se fue de nuevo al otro lado del Jordán, donde Juan bautizaba al principio, y allí se quedó. Y muchos acudieron a él y decían:
—Juan no hizo ningún signo, pero todo lo que Juan dijo de él era verdad.
Y muchos allí creyeron en él.

Los judíos se habían ido enfureciendo. Tu doctrina no se ajustaba a sus creencias. Por eso, al fin, decidieron tratarte como un enemigo, un blasfemo, un usurpador que quería hacerse pasar por Hijo de Dios. Y para ello, “agarraron piedras para apedrearte”.

Tú les dijiste: Os he enseñado una doctrina nueva, sí, pero hermosa; he realizado milagros ante vuestros ojos, de acuerdo; os he hecho ver cosas buenas por encargo de mi Padre, ciertamente; ¿por cuál de estas cosas me queréis apedrear? Decídmelo, ¿por cuál de ellas?

Dijeron: “no te queremos “apedrear” por una obra buena, sino por una blasfemia: porque Tú, siendo hombre, te haces Dios”.
La cosa era clara: Tú eras para ellos un hombre como los demás: sabían que te cansabas; que sentías sed; que necesitabas dormir. Es más, te veían como hombre judío, con unas facciones concretas, con larga barba, con ojos negros, con faz morena. Y, Tú, sin embargo, decías que eras Hijo de Dios.
¡Misterio!

A sus argumentos replicaste: Atended a lo que está escrito: la Escritura llama dioses a los que recibieron la Palabra de Dios (y la Escritura no puede fallar), pues yo he sido enviado por Dios como Mesías, como Salvador. ¿No estáis viendo las obras que hago? ¿No estáis palpando una nueva doctrina y unos nuevos modos? ¿sí o no? Si las hago, creed en ellas. Creed que el Padre está en Mi y Yo en el Padre. Haced ese esfuerzo: sed humildes.

Pero los judíos estaban ciegos: No veían más que con los ojos de la cara. Les faltaba la visión de la fe. A tal llegó su enfado que intentaron detenerte. Mas Tú, Señor, te escabulliste de sus manos. Te marchaste al otro lado del Jordán: al lugar donde antes Juan había bautizado, y te quedaste allí, sereno, paciente.

Algunos acudieron a Ti y te dijeron: Juan no hizo ningún signo, pero todo lo que Juan había dicho de Ti era verdad.

Y muchos creyeron en Ti, Señor. Nosotros también creemos.

miércoles, 24 de marzo de 2010


QUINTA SEMANA DE CUARESMA
JUEVES
SAN JUAN 8, 51-59


En verdad, en verdad os digo: si alguno guarda mi palabra jamás verá la muerte.
Los judíos le dijeron:
—Ahora sabemos que estás endemoniado. Abrahán murió y también los profetas, y tú dices: Si alguno guarda mi palabra, jamás experimentará la muerte. ¿Es que tú eres más que nuestro padre Abrahán, que murió? También los profetas murieron. ¿Por quién te tienes tú?
Jesús respondió:
—Si yo me glorifico a mí mismo, mi gloria nada vale. Mi Padre es el que me glorifica, el que decís que es vuestro Dios, y no lo conocéis; yo, sin embargo, lo conozco. Y si dijera que no lo conozco mentiría como vosotros, pero lo conozco y guardo su palabra. Abrahán, vuestro padre, se llenó de alegría porque iba a ver mi día; lo vio y se alegró.
Los judíos le dijeron:
—¿Aún no tienes cincuenta años y has visto a Abrahán?
Jesús les dijo:
—En verdad, en verdad os digo: antes que Abrahán naciese, yo soy.
Entonces tomaron piedras para tirárselas; pero Jesús se escondió y salió del Templo.


Señor, con tu enseñanza siempre clara, diáfana no sólo exigías, sino que también prometías. Al final de un duro diálogo que mantuviste con algunos judíos de tu tiempo, prometiste la vida eterna a quienes cumplieran con exactitud tus palabras. ¡Hermosa promesa!

Pero los judíos, aferrados fuertemente a la letra, no lo admitieron. Se revolvieron contra Ti y te trataron de endemoniado, de incongruente. Tú habías dicho que “si alguno guarda tu palabra ja-más verá la muerte”. Y ellos te contestaron: si Abraham murió, si murieron los profetas, cómo no van a morir los demás. Mantener lo contrario les parecía una locura.

Y como para afianzar sus argumentos Te preguntaron: ¿Por quién Te tienes? ¿Es que eres más que Abraham? ¿Es qué eres ma-yor que los profetas? Si ellos murieron, los demás también han de morir. Decir lo contrario —vinieron a decir— es un disparate. Sólo un endemoniado puede hablar así.

Tú, Señor, hablabas con autoridad, cosa poco frecuente entre los maestros de Israel de tu tiempo. Dijiste que tu gloria venía del Padre, y por lo tanto, era válida; dijiste que le conocías bien, no como ellos que no le conocían; dijiste que Tú eras verdad, no como ellos que mentían, dijiste que Tú guardabas su palabra, no como ellos que sólo aparentaban; dijiste que Abraham vio tu día y se alegró de tu existencia.

De nuevo los judíos, quedándose con la literalidad de las cosas, te echaron en cara tu incongruencia: cómo te atrevías a comparar tu edad con la de Abraham. Mas Tú insististe de nuevo: “Antes de que Abraham naciese ya existía Yo”.

“Entonces recogieron piedras para tirártelas”. Cuando la razón no entiende, acude a la fuerza, al poder. Pero Tú, Señor, te escondiste. Y los judíos dejaron de verte.

martes, 23 de marzo de 2010


Quinta Semana de Cuaresma
MIÉRCOLES
San Juan 8, 31-42

Decía Jesús a los judíos que habían creído en él:
—Si vosotros permanecéis en mi palabra, sois en verdad discípulos míos, conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres.
Le respondieron:
—Somos linaje de Abrahán y jamás hemos sido esclavos de nadie. ¿Cómo dices tú: Os haréis libres?
Jesús les respondió:
—En verdad, en verdad os digo: todo el que comete pecado, esclavo es del pecado. El esclavo no se queda en casa para siempre; mientras que el hijo queda para siempre; por eso, si el Hijo os da la libertad, seréis verdaderamente libres. Yo sé que sois linaje de Abrahán y, sin embargo, intentáis matarme porque mi palabra no tiene cabida en vosotros.
»Yo hablo lo que vi en mi Padre, y vosotros hacéis lo que oísteis a vuestro padre.
Le respondieron:
—Nuestro padre es Abrahán.
—Si fueseis hijos de Abrahán —les dijo Jesús— haríais las obras de Abrahán. Pero ahora queréis matarme, a mí que os he dicho la verdad que oí de Dios; Abrahán no hizo esto. Vosotros hacéis las obras de vuestro padre.
Le respondieron:
Nosotros no hemos nacido de fornicación, tenemos un solo padre, que es Dios.
—Si Dios fuese vuestro padre, me amaríais —les dijo Jesús—; pues yo he salido de Dios y he venido aquí. Yo no he salido de mí mismo sino que Él me ha enviado.

Algunos judíos, Señor, sí creyeron en Ti. A estos un día les dijiste que si se mantenían en tu palabra, serían de verdad tus discípulos, conocerían la verdad y la verdad les haría libres.

Más ellos te replicaron: que si eran linaje de Abrahán, que si siempre habían sido libres, a qué venía ahora hablar de libertad, de verdad y demás zarandajas. Y Tú, Señor, les contestaste: quien comete pecado es esclavo y el esclavo no se queda en casa para siempre; el hijo sí se queda en casa para siempre.

Y dijiste además que el pecado trae esclavitud, ausencia de la casa del Padre. Y que Tú al contrario, prometías libertad, permanencia en la casa del Padre; como los hijos. Y dijiste: si el Hijo os hace libres seréis realmente libres. Y a continuación te desahogaste: vosotros sois linaje de Abrahán, pero queréis matarme; sois linaje de Abrahán, y no me creéis. Yo hablo lo que me dice el Padre y vosotros hacéis lo que dice vuestro padre.

Ellos replicaron: Somos hijos de Abrahán. Y Tú, Señor, dijiste: si fuerais hijos de Abrahán, haríais lo que hizo Abrahán; os he hablado de la verdad y no queréis oírla y eso no hizo Abrahán. Vosotros seguís a vuestro padre. Dijeron: nuestro padre es Dios. Y Tú: Si Dios fuera vuestro padre me amaríais, porque yo salí de Dios y aquí estoy. Pues no he venido por mi cuenta, sino que Él me envió.

Tú, Señor, lo sabías todo.

lunes, 22 de marzo de 2010




Quinta Semana de Cuaresma
MARTES
San Juan 8, 21-30

Jesús les dijo de nuevo:
—Yo me voy y me buscaréis, y moriréis en vuestro pecado; adonde yo voy vosotros no podéis venir.
Los judíos decían:
—¿Es que se va a matar y por eso dice: “Adonde yo voy a vosotros no podéis venir”?
Y les decía:
—Vosotros sois de abajo; yo soy de arriba. Vosotros sois de este mundo; yo no soy de este mundo. Os he dicho que moriréis en vuestros pecados, porque si no creéis que yo soy, moriréis en vuestros pecados.
Entonces le decían:
—¿Tú quién eres?
Jesús les respondió:
—Ante todo, lo que os estoy diciendo. Tengo muchas cosas que hablar y juzgar de vosotros, pero el que me ha enviado es veraz, y yo, lo que le he oído, eso hablo al mundo.
Ellos no entendieron que les hablaba del Padre. Les dijo por eso Jesús:
—Cuando hayáis levantado al Hijo del Hombre, entonces conoceréis que yo soy, y que nada hago por mí mismo, sino que como el Padre me enseñó así hablo. Y el que me ha enviado está conmigo; no me ha dejado solo, porque yo hago siempre lo que le agrada.
Al decir estas cosas, muchos creyeron en él.

Otra vez te dirigiste a los fariseos. Ahora les dices que te vas, que después te buscarán y que morirán en su pecado; que a donde Tú vas, ellos no pueden ir. La respuesta de los fariseos a tus afirmaciones no pudo ser más descabellada: ¿Será que se va a suicidar?

Tú continuaste: Vosotros sois de abajo; yo soy de arriba; vosotros sois de este mundo, yo soy de otro mundo. Con qué dolor debiste decir las siguientes palabras: moriréis por vuestros pecados, no me creéis, estáis en otros asuntos.

Pero ellos, altaneros, contraatacan: ¿Quién eres Tú? Atrevida pregunta; y a la vez, qué desprecio encierran sus palabras. Es como si dijeran: Nosotros somos los sabios y ¿Tú nos quieres enseñar?; nosotros somos los entendidos y ¿Tú nos vienes a dar lecciones? y terminan: ¿quién te crees que eres?

Tú, Señor, contestaste: podría acusaros de muchas cosas; yo soy la verdad y el que me envió es también veraz; pero ¿para qué seguir hablando? Y ellos siguieron sin enterarse.

Y entonces Tú, Señor, dijiste: “Cuando levantéis al Hijo del Hombre sabréis que Yo soy, que no hago nada por mi cuenta, que siempre hago lo que a mi Padre le agrada; para eso he venido, para hacer su voluntad”.

Debiste poner una cara tan amable, debiste trasmitir una paz tan grande cuando dijiste estas cosas, que “muchos creyeron en Ti”. Y te siguieron. Y te seguimos: porque sólo Tú, Señor, tienes palabras de vida eterna.

domingo, 21 de marzo de 2010


Quinta Semana de Cuaresma
LUNES
San Juan 8, 12-20

De nuevo les dijo Jesús:
—Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida.
Le dijeron entonces los fariseos:
—Tú das testimonio de ti mismo; tu testimonio no es verdadero.
Jesús les respondió:
—Aunque yo doy testimonio de mí mismo, mi testimonio es verdadero porque sé de dónde vengo y adónde voy; pero vosotros no sabéis de dónde vengo ni adónde voy. Vosotros juzgáis según la carne, yo no juzgo a nadie; y si yo juzgo, mi juicio es verdadero porque no estoy solo, sino yo y el Padre que me ha enviado. En vuestra Ley está escrito que el testimonio de dos personas es válido. Yo soy el que doy testimonio de sí mismo, y el Padre, que me ha enviado, también da testimonio de mí.
Entonces le decían:
—¿Dónde está tu Padre?
—Ni me conocéis a mí ni a mi Padre —respondió Jesús—; si me conocierais a mí conoceríais también a mi Padre.
Estas palabras las dijo Jesús en el gazofilacio, enseñando en el Templo; y nadie le prendió porque aún no había llegado su hora.


De nuevo volviste a hablar a los fariseos. Les dijiste que Tú eras la luz del mundo, que el que te sigue a Ti no camina en tinieblas, que el que te sigue a Ti tendrá la luz de la vida.

Pero los fariseos no entendieron. Dijeron que dabas testimonio de Ti mismo y que, por lo tanto, tu testimonio no era válido. Eras Tú la luz, pero ellos no percibían la luz; eras Tú la verdad, pero ellos no te creían.

Entonces Tú contestaste. Mi testimonio es válido porque sé de dónde vengo y a dónde voy, cosa que no sabéis vosotros. Vosotros juzgáis por lo exterior, yo no; vosotros no sabéis que el Padre me ha enviado, yo sí; vosotros pensáis que estoy solo y no lo estoy; vosotros sabéis que la ley dice que el testimonio de dos es válido, yo también lo sé; vosotros no sabéis que yo doy testimonio con el Padre, yo sí lo sé; vosotros sabéis muchas cosas, pero no conocéis al Padre.

Ellos inmediatamente preguntaron: ¿Dónde está tu Padre? Y Tú contestaste: “Ni me conocéis a Mi ni a mi Padre: si me conocierais a Mi, conoceríais también a mi Padre”.

Tuviste esta conversación, Señor, junto al arca de las ofrendas. Pero nadie te prendió porque no había llegado tu hora.
Tú, Señor de estos tiempos y de todos los tiempos, tenías una hora: la hora del misterio, la hora de la iniquidad, la hora de la entrega, la hora del amor, de la misericordia, de la justicia, de la luz.

sábado, 20 de marzo de 2010


V Domingo de Cuaresma

San Juan 8,1-11.


En aquel tiempo, Jesús se retiró al monte de los Olivos. Al amanecer se presentó de nuevo en el templo y todo el pueblo acudía a él, y, sentándose, les enseñaba.
Los letrados y los fariseos le traen una mujer sorprendida en adulterio, y, colocándola en medio, le dijeron:
-Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. La ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras: tú, ¿qué dices?
Le preguntaban esto para comprometerlo y poder acusarlo.
Pero Jesús, inclinándose, escribía con el dedo en el suelo.
Como insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo:
-El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra.
E inclinándose otra vez, siguió escribiendo.
Ellos, al oírlo, se fueron escabullendo uno a uno, empezando por los más viejos, hasta el último. Y quedó solo Jesús y la mujer en medio, de pie.
Jesús se incorporó y le preguntó:
-Mujer, ¿dónde están tus acusadores?, ¿ninguno te ha condenado?
-Ella contestó:
-Ninguno, Señor.
Jesús dijo:
-Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más.


El pasaje evangélico que acabamos de escuchar nos narra aquel episodio, triste, malintencionado en el que los fariseos presentan delante de Jesús a una mujer acusada de adulterio, con intención de comprometerle y poder acusarlo.

En este pasaje se contiene un interesante diálogo: entre los acusadores de aquella mujer y el propio Jesús. Dicen los acusadores: «Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. La ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras; tú, ¿qué dices?» Jesús, sin mediar palabra, inclinándose, “escribía con el dedo en el suelo”. Y como ellos insistían en acusarle, a continuación les dijo: «El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra.» “Y ellos, al oírlo, se fueron escabullendo uno a uno, empezando por los más viejos”. Quedó solo Jesús y la mujer acusada. El pecado y la misericordia.

Y fue entonces cuando el Señor alzando los ojos y encontrarse con los de la mujer, lejos de pedirle explicaciones de su pecado, le pregunta: "Mujer, ¿dónde están tus acusadores? ¿Nadie te ha condenado?" (Jn 8, 10). Contesta ella: «Ninguno, Señor.»

Pues yo "tampoco yo te condeno. Vete, y en adelante no peques más" (Jn 8, 11). Y quedó esculpida en el aire esta respuesta conmovedora de Jesús, tantas veces repetida a lo largo de la historia.

San Agustín, en su comentario, observa: "El Señor condena el pecado, no al pecador. En efecto, si hubiera tolerado el pecado, habría dicho: "Tampoco yo te condeno; vete y vive como quieras... Por grandes que sean tus pecados, yo te libraré de todo castigo y de todo sufrimiento". Pero no dijo eso" (In Io. Ev. tract. 33, 6). Dice: "Vete y no peques más.

Al Señor no le interesa ganar una disputa académica a propósito de una interpretación de la ley mosaica; su objetivo es salvar un alma y revelar que la salvación sólo se encuentra en el amor de Dios. Para esto vino a la tierra, por esto morirá en la cruz y el Padre lo resucitará al tercer día.

En el camino cuaresmal que estamos recorriendo y que se acerca rápidamente a su fin, nos debe acompañar la certeza de que Dios no nos abandona jamás y que su amor es manantial de alegría y de paz; es la fuerza que nos impulsa poderosamente por el camino de la santidad y, si es necesario, también hasta el martirio (cf. Benedicto XVI, Homilía en la visita pastoral a la parroquia romana de Santa Felicidad e hijos, mártires, 25-III-2007)

viernes, 19 de marzo de 2010




Cuarta Semana de Cuaresma
SÁBADO
San Juan 7, 40-53


De entre la multitud que escuchaba estas palabras, unos decían:
—Éste es verdaderamente el profeta.
Otros:
—Éste es el Cristo.
En cambio, otros replicaban:
—¿Acaso el Cristo viene de Galilea? ¿No dice la Escritura que el Cristo viene de la descendencia de David y de Belén, la aldea de donde era David?
Se produjo entonces un desacuerdo entre la multitud por su causa. Algunos de ellos querían prenderle, pero nadie puso las manos sobre él.
Volvieron los alguaciles a los príncipes de los sacerdotes y fariseos, y éstos les dijeron:
—¿Por qué no lo habéis traído?
Respondieron los alguaciles:
—Jamás habló así hombre alguno.
Les replicaron entonces los fariseos:
—¿También vosotros habéis sido engañados? ¿Acaso alguien de las autoridades o de los fariseos ha creído en él? Pero esta gente, que desconoce la Ley, son unos malditos.
Nicodemo, aquel que ya había ido antes adonde Jesús y que era uno de ellos, les dijo:
—¿Es que nuestra Ley juzga a un hombre sin haberle oído antes y conocer lo que ha hecho?
Le respondieron:
—¿También tú eres de Galilea? Investiga y te darás cuenta de que ningún profeta surge de Galilea.
Y se volvió cada uno a su casa.

Predicabas asiduamente a la gente. Y la gente te escuchaba con gusto. A veces, te criticaron. Pero en otras ocasiones, como en esta, el comentario fue positivo: Unos decían que eras un profeta. Otros que eras el Cristo, el que tenía que llegar. Aunque otros, asombrados, se preguntaban: ¿Pero el Cristo va a venir de Galilea? ¿No está escrito que vendrá de Belén, el pueblo de donde era David?

Al fin hubo división de opiniones: Unos, que eras un profeta, y otros, que querían detenerte. Hasta los guardias que habían llegado con orden de llevarte a los sumos sacerdotes y fariseos, estaban asombrados. ¡Nunca habían visto hablar a nadie así!

Incluso entre los fariseos se produjo una clara división: Unos decían, nadie de los nuestros se ha dejado convencer por Él; otros: estos guardias son unos malditos; hay que juzgar a ese tal Jesús. Ante tal discusión terció Nicodemo: Nuestra Ley no juzga a nadie sin haberle antes oído y sin saber lo que ha hecho. No basta lo que se dice y se cuenta, hay que poseer datos.

Así las cosas, hasta a Nicodemo le llegaron los reproches: indaga y verás que de Galilea no sale ningún profeta.

Seguía la tensión. Al fin, cada uno se volvió a su casa.

Y mientras, Tú, Señor, realizabas la Redención de los hombres.

UNA BUENA OPORTUNIDAD: http://www.opusdei.es/art.php?p=29507

jueves, 18 de marzo de 2010


Cuarta Semana de Cuaresma
VIERNES
San Juan 7, 1-2.10.25-30


Después de esto caminaba Jesús por Galilea, pues no quería andar por Judea, ya que los judíos le buscaban para matarle.
Pronto iba a ser la fiesta judía de los Tabernáculos. (...)
Pero una vez que sus hermanos subieron a la fiesta, entonces él también subió, no públicamente sino como a escondidas. (...)
Entonces, algunos de Jerusalén decían:
—¿No es éste al que intentan matar? Pues mirad cómo habla con toda libertad y no le dicen nada. ¿Acaso habrán reconocido las autoridades que éste es el Cristo? Sin embargo sabemos de dónde es éste, mientras que cuando venga el Cristo nadie conocerá de dónde es.
Jesús enseñando en el Templo clamó:
—Me conocéis y sabéis de dónde soy; en cambio, yo no he venido de mí mismo, pero el que me ha enviado, a quien vosotros no conocéis, es veraz. Yo le conozco, porque de Él vengo y Él mismo me ha enviado.
Intentaban detenerle, pero nadie le puso las manos encima porque aún no había llegado su hora.

No era nuevo el afán de persecución que existía contra Ti, Señor. Eras todavía un infante cuando tus padres tuvieron que huir a Egipto para salvarte de Herodes que pretendía matarte. No lo logró, como tampoco después lo lograron los judíos “que te buscaban para matarte”. Te habías ido a Galilea, pues Judea te resultaba peligrosa.

Por aquellos días iba a ser la fiesta judía de los tabernáculos. Fiesta importante en Jerusalén. A ella acudían muchas gentes. Tú mismo, insististe a “los tuyos”, a tus parientes, para que subieran a la fiesta. Tú en principio te negaste a subir, pero una vez que tus hermanos salieron a la fiesta, también subiste Tú, no públicamente, “sino como a escondidas”.

Tú, Señor, dueño del aire y del sol, de la tierra y del mar, de las aves y los peces, “de todo lo creado, visible e invisible”, te viste obligado a esconderte, a pasar oculto, a pasar por entre la gente como un suave viento invisible; sin hacer ruido, sin llamar la atención. No querías que lo supieran.

Pero algunos Te vieron, y al reconocerte se preguntaban “¿no es éste al que intentan matar?”, y no acababan de explicárselo. Se extrañaban que no te dijeran nada, que caminases libre y tranquilo. Hasta llegaron a preguntarse “¿Acaso habrán reconocido las autoridades que éste es el Cristo”? Pero decían, no puede ser, éste sabemos de dónde viene.

Tú mismo enseñando en el Templo, les dijiste: “Sabéis de dónde vengo, pero no conocéis quien me ha enviado; Yo sí lo conozco y sé de dónde vengo y quien me envió. Ante estas palabras, algunos “intentaban detenerte”. Pero nadie puso las manos sobre Ti, Señor. Aún no había llegado tu hora. Llegaría más tarde.
UNA BUENA OPORTUNIDAD

miércoles, 17 de marzo de 2010


Cuarta Semana de Cuaresma
JUEVES
San Juan 5, 31-47
http://www.unav.es/

»Si yo diera testimonio de mí mismo, mi testimonio no sería verdadero. Otro es el que da testimonio de mí, y sé que es verdadero el testimonio que da de mí. Vosotros habéis enviado mensajeros a Juan y él ha dado testimonio de la verdad. Pero yo no recibo el testimonio de hombre, sino que os digo esto para que os salvéis. Aquel era la antorcha que ardía y alumbraba, y vosotros quisisteis alegraros por un momento con su luz. Pero yo tengo un testimonio mayor que el de Juan, pues las obras que me ha dado mi Padre para que las lleve a cabo, las mismas obras que yo hago, dan testimonio acerca de mí, de que el Padre me ha enviado. Y el Padre que me ha enviado, Él mismo ha dado testimonio de mí. Vosotros no habéis oído nunca su voz ni habéis visto su rostro; ni permanece su palabra en vosotros, porque no creéis en éste a quien Él envió. Examinad las Escrituras, ya que vosotros pensáis tener en ellas la vida eterna: ellas son las que dan testimonio de mí. Y no queréis venir a mí para tener vida.
»Yo no busco recibir gloria de los hombres; pero os conozco y sé que no hay amor de Dios en vosotros. Yo he venido en nombre de mi Padre y no me recibís; si otro viniera en nombre propio a ése lo recibiríais. ¿Cómo podéis creer vosotros, que recibís gloria unos de otros, y no queréis la gloria que procede del único Dios? No penséis que yo os acusaré ante el Padre; hay quien os acusa: Moisés, en quien vosotros tenéis puesta la esperanza. En efecto, si creyeseis a Moisés, tal vez me creeríais a mí, pues él escribió sobre mí. Pero si no creéis en sus escritos, ¿cómo vais a creer en mis palabras?

Seguías, Señor, pronunciando tu discurso. Ahora insistías sobre la verdad del testimonio. Decías que el valor del testimonio no se funda en uno mismo sino en la palabra de otro. Y que eso era lo que habían intentado conseguir los judíos enviando mensajeros a Juan para que éste hablase sobre Ti. Y, en efecto, Juan habló con verdad.

Pero tu decías que por encima del testimonio humano está el testimonio divino. Juan era la antorcha que ardía y alumbraba, pero que más fuerza que Juan tenían tus obras y el testimonio del Padre que Te envió. Por eso, éste era un testimonio mayor.

También les decías que ellos no habían examinado ni tus obras, ni habían escuchado la voz de tu Padre, ni habían visto su rostro; ni habían aceptado su palabra, ni habían creído en Él. Examinad las escrituras (...) ellas son las que dan testimonio de mi.

Y que habían acudido a la Escritura a buscar vida, pero habían despreciado la vida que eras Tú; que les conocías bien y sabías que el amor de Dios no estaba en ellos; que no te habían querido recibir a pesar de venir del Padre. Y sin embargo, habían recibido a otros que llegaban predicando en su nombre; que buscaban gloria humana y no la gloria de Dios; que no era que Tú, Señor, les acusases, sino que era Moisés quien los acusaba. En definitiva, que no eran coherentes. Decían creer en Moisés y te rechazaban a Ti: Moisés en cambia te había recibido.

Examinad las escrituras (...) ellas son las que dan testimonio de mi. Pero si no dais fe a esos escritos ¿cómo vais a dar fe en mi palabras? ¡A esto nadie decía nada!
UN CLIC, UNA OPORTUNIDAD:

martes, 16 de marzo de 2010


Cuarta Semana de Cuaresma
MIÉRCOLES
San Juan 5, 17-30


Jesús les replicó:
—Mi Padre trabaja no deja de trabajar, y yo también trabajo.
Por esto los judíos con más ahínco intentaban matarle, porque no sólo quebrantaba el sábado, sino que también llamaba a Dios Padre suyo, haciéndose igual a Dios.
Respondió Jesús y les dijo:
—En verdad, en verdad os digo que el Hijo no puede hacer nada por sí mismo, sino lo que ve hacer al Padre; pues lo que Él hace, eso lo hace del mismo modo el Hijo. Porque el Padre ama al Hijo y le muestra todo lo que Él hace, y le mostrará obras mayores que éstas para que vosotros os maravilléis. Pues así como el Padre resucita a los muertos y les da vida, del mismo modo el Hijo da vida a quienes quiere. El Padre no juzga a nadie, sino que todo juicio lo ha dado al Hijo, para que todos honren al Hijo como honran al Padre. El que no honra al Hijo no honra al Padre que lo ha enviado.
»En verdad, en verdad os digo que el que oye mi palabra y cree en el que me envió tiene vida eterna, y no viene a juicio sino que de la muerte pasa a la vida. En verdad, en verdad os digo que llega la hora, y es ésta, en la que los muertos oirán la voz del Hijo de Dios; y los que la oigan vivirán, pues como el Padre tiene vida en sí mismo, así ha dado al Hijo tener vida en si mismo. Y le dio potestad de juzgar, ya que es el Hijo del Hombre. No os maravilléis de esto, porque viene la hora en la que todos los que están en los sepulcros oirán su voz; y los que hicieron el bien saldrán para la resurrección de la vida; y los que practicaron el mal, para la resurrección del juicio. Yo no puedo hacer nada por mí mismo: según oigo, así juzgo; y mi juicio es justo, porque no busco mi voluntad sino la voluntad del que me envió.

Un día hablaste, Señor, a los judíos. Les dijiste algo aparentemente simple, pero lleno de una carga religiosa importante. “Mi Padre sigue actuando y yo también actúo”. Te manifestaste, Señor, Hijo de Dios. El Padre actuaba. Así Tú, Señor, también actuabas. ¿Era esto una blasfemia?Así lo entendieron los judíos. Y por eso decidieron quitarte del medio. Para ellos, Señor, no sólo quebrantabas el sábado, sino que te llamabas Hijo de Dios. Te hacías igual a Dios.

Y entonces Tú, Señor, comenzaste a hablar de forma extraordinaria; dijiste unas cosas maravillosas. Dijiste que no actuabas por tu cuenta: que hacías y haces lo que el Padre hace; que Él te ama; que Él te quiere y se sirve de Ti para llegar a los hombres; que como Él, Tú también das vida; que El te ha constituido juez; que quiere que los hombres te honren y honren también al Padre; que quiere que escuchen tu Palabra que es la suya; que te amen para amarle a Él; que para vivir vida verdadera hay que oírle a Él; que para amarle hay que dar la vida. ¡Maravilloso todo!

Y además, anunciaste hechos extraordinarios: resucitar muertos; promesa de vida eterna y anuncio de resurrección, de condena. Y otra vez dijiste que Tú hacías lo mandado, que no buscabas tu voluntad sino la voluntad del que te envió. Había sido aquella una escena llena de tensión, de anuncios, de promesas.

lunes, 15 de marzo de 2010


Cuarta Semana de Cuaresma
MARTES
San Juan 5, 1-3.5-16


Después de esto se celebraba una fiesta de los judíos, y Jesús subió a Jerusalén. Hay en Jerusalén, junto a la puerta de las ovejas, una piscina, llamada en hebreo Betzata, que tiene cinco pórticos, bajo los que yacía una muchedumbre de enfermos, ciegos, cojos y paralíticos.
Había allí un hombre que padecía una enfermedad desde hacía treinta y ocho años. Jesús, al verlo tendido y sabiendo que llevaba ya mucho tiempo, le dijo:
—¿Quieres curarte?
El enfermo le contestó:
—Señor, no tengo a nadie que me meta en la piscina cuando se mueve el agua; mientras voy, desciende otro antes que yo.
Le dijo Jesús:
—Levántate, toma tu camilla y ponte a andar.
Al instante aquel hombre quedó sano, tomó su camilla y echó a andar.
Aquel día era sábado. Entonces dijeron los judíos al que había sido curado:
—Es sábado y no te es lícito llevar la camilla.
Él les respondió:
—El que me ha curado es el que me dijo: “Toma tu camilla y anda”.
Le interrogaron:
—¿Quién es el hombre que te dijo: “Toma tu camilla y anda?.
El que había sido curado no sabía quién era, pues Jesús se había apartado de la muchedumbre allí congregada.
Después de esto lo encontró Jesús en el Templo y le dijo:
—Mira, estás curado; no peques más para que no te ocurra algo peor.
Se marchó aquel hombre y les dijo a los judíos que era Jesús el que le había curado. Por eso perseguían los judíos a Jesús, porque había hecho esto en sábado. Jesús les replicó:
—Mi Padre no deja de trabajar, y yo también trabajo.
Por esto los judíos con más ahínco intentaban matarle, porque no sólo quebrantaba el sábado, sino que también llamaba a Dios Padre suyo, haciéndose igual a Dios.


Fiesta de los judíos en Jerusalén. Allí estabas Tú, Señor, entre la gente, con las gentes. Cumpliendo la Ley como un buen judío. Y junto a la piscina de Betzata, muchos enfermos, ciegos, cojos y paralíticos, esperando que las aguas se movieran. Uno de aquellos llevaba allí treinta y ocho años. ¡Qué perseverancia! Y Tú, Señor, te fijaste en aquel hombre. Y le preguntaste ¿quieres quedar sano? Y él: “no tengo a nadie...” Y Tú: “levántate, toma tu camilla y echa a andar”. Y, al instante, quedó sano el hombre, y tomó su camilla y echó a andar”. ¡Qué alegría! ¡Qué gozo! ¡Qué júbilo!

Pero aquel día era sábado. Y los judíos dijeron a aquel hombre que no le estaba permitido llevar la camilla. Y el curado, contraatacó: pues el que me curó me ordenó que tomase la camilla. Y ellos: ¿y quién es ése? Y él: no lo sé. Y mientras, Tú, Señor, “aprovechando el barullo” que habían montado, te alejaste. Hiciste el bien y desapareciste. Y los hombres, mientras, discutiendo leyes, normas, costumbres. “Habla Señor...”.

Y aquel buen hombre —con camilla o sin camilla, no lo sé— se fue al Templo. A buen seguro que para agradecer el regalo recibido. Y allí te lo encontraste de nuevo; y, a solas o quizás en compañía de otros, le dijiste: “Amigo, has quedado sano, no peques más, no sea que te ocurra algo peor”.

Y aquel hombre entendió que era Jesús quien le había curado. Y así lo dijo a los judíos, que furiosos querían acorralar a Jesús porque hacías tales cosas.

domingo, 14 de marzo de 2010


Cuarta Semana de Cuaresma
LUNES
San Juan 4, 43-54


Dos días después marchó de allí hacia Galilea. Pues Jesús mismo había dado testimonio de que un profeta no es honrado en su patria. Cuando vino a Galilea, le recibieron los galileos porque habían visto todo cuanto hizo en Jerusalén durante la fiesta, pues también ellos habían ido a la fiesta.
Entonces vino de nuevo a Caná de Galilea, donde había convertido el agua en vino. Había allí un funcionario real, cuyo hijo estaba enfermo en Cafarnaún, el cual, al oír que Jesús venía de Judea hacia Galilea, se le acercó para rogarle que bajase y curara a su hijo, porque estaba a punto de morir. Jesús le dijo:
—Si no veis signos y prodigios, no creéis.
Le respondió el funcionario real:
—Señor, baja antes de que se muera mi hijo.
Jesús le contestó:
—Vete, tu hijo está vivo.
Aquel hombre creyó en la palabra que Jesús le dijo y se marchó.
Mientras bajaba, sus siervos le salieron al encuentro diciendo que su hijo estaba vivo. Les preguntó la hora en que empezó a mejorar. Le respondieron:
—Ayer a la hora séptima le dejó la fiebre.
Entonces el padre cayó en la cuenta de que aquélla era la hora en que Jesús le había dicho: “Tu hijo está vivo”. Y creyó él y toda su casa. Este segundo milagro lo hizo Jesús cuando vino de Judea a Galilea.


De Samaría decidiste ir a Galilea. Habías dicho aquello de que un profeta no es bien recibido en su patria, pero fuiste... Y cuando llegaste a Galilea te recibieron bien; sabían los galileos lo que habías dicho en Jerusalén, pues también algunos habían subido a la fiesta. Y pasaste por Caná de Galilea. Todavía se acordaban del milagro en la boda de aquellos jóvenes esposos. ¡Había sido tan extraordinario!

Y fue en esos días, cuando un funcionario que vivía en Cafarnaún, al enterarse de que estabas en Galilea, fue a verte. Y te pidió que bajases a curar a su hijo que estaba enfermo. Y Tú, Señor, le dijiste a él y a otros, “como no veáis signos y prodigios, no creéis”.

Señor, no te ofendas; ¿no es natural que te pidamos ayuda? ¿no es natural que te roguemos curaciones? ¿no habías dicho Tú, Señor, aquello de “pedid y recibiréis, llamad y se os abrirá”? ¿Entonces qué querías decirnos con eso de si no veis los signos y prodigios no creéis?

El funcionario, que no se enteraba de nada, insistió: Señor, si vas a ir a curar a mi hijo baja antes de que muera. Y Tú, sin más preguntas dijiste: “anda, tu hijo está curado”. ¡Qué maravilla! ¡Qué fe la de aquel hombre! ¡Qué poder el tuyo! Señor, aumenta nuestra fe.

Y aquel funcionario se puso en camino y cuando ya llegaba cerca, sus criados vinieron a decirle que su hijo estaba curado. Les preguntó que a qué hora había empezado a mejorar, le dijeron que a la una, y él se dio cuenta que era ésa la hora en que Tú, Señor, le habías dicho: “tu hijo está curado”.

Y, ¡qué bonito!, aquel día creyeron en Ti, él y toda su familia. Y tengo la corazonada que siguieron creyendo a lo largo de sus vidas. ¡Cómo nos hubiera gustado saber quién era aquel funcionario, su nombre, su apellido! Cómo se llamaba su hijo, quién era su madre, quienes sus hermanos, sus abuelos, sus tíos, sus tías: toda la familia. pero lo fundamental no era esto, sino la fe y tu fuerza. ¡Auméntanos la fe!.

sábado, 13 de marzo de 2010


IV DOMINGO DE CUARESMA

San Lucas 15,1-3. 11-32

En aquel tiempo, se acercaban a Jesús los publicanos y los pecadores a escucharlo. Y los fariseos y los letrados murmuraban entre ellos: —Ese acoge a los pecadores y come con ellos.
Jesús les dijo esta parábola: Un hombre tenía dos hijos: el menor de ellos dijo a su padre: —Padre, dame, la parte que me toca de la fortuna. El padre les repartió los bienes. No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, emigró a un país lejano, y allí derrochó su fortuna, viviendo perdidamente. Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad. Fue entonces y tanto le insistió a un habitante de aquel país, que lo mandó a sus campos a guardar cerdos. Le entraban ganas de llenarse el estómago de las algarrobas que comían los cerdos; y nadie le daba de comer. Recapacitando entonces se dijo: —Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. Me pondré en camino adonde está mi Padre, y le diré: «Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros.» Se puso en camino adonde estaba su padre: cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió; y echando a correr, se le echó al cuello y se puso a besarlo. Su hijo le dijo: —Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo. Pero el padre dijo a sus criados: —Sacad en seguida el mejor traje y vestidlo; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y matadlo; celebremos un banquete; porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado. Y empezaron el banquete.
Su hijo mayor estaba en el campo. Cuando al volver se acercaba a la casa, oyó la música y el baile, y, llamando a uno de los mozos, le preguntó qué pasaba. Este le contestó: —Ha vuelto tu hermano; y tu padre ha matado el ternero cebado, porque lo ha recobrado con salud. El se indignó y se negaba a entrar; pero su padre salió e intentaba persuadirlo. Y él replicó a su padre: —Mira: en tantos años cómo te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos; y cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con malas mujeres, le matas el ternero cebado. El padre le dijo: —Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo: deberías alegrarte, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido, estaba perdido, y lo hemos encontrado.

Decíamos la semana pasada que a veces vivimos en una actitud de soberbia: creemos que todo lo hacemos bien y que nadie tiene por qué meterse en nuestra vida. Sin embargo, si somos un poco humildes y realistas, con facilidad nos damos cuenta de que nuestra vida no es así: que no lo hacemos todo bien, ni mucho menos.

Todos tenemos experiencia del pecado, todos somos pecadores. Y aunque sabemos que hay cosas que no debemos hacer, sin embargo las hacemos. ¡Somos débiles! Necesitamos por tanto de la misericordia de Dios.

Pues bien, de esa misericordia divina nos habla hoy la Palabra de Dios a través de la hermosa parábola del hijo pródigo o como le gusta decir al Papa, del Padre Bueno, misericordioso.

Sin duda ninguna, el mensaje más importante del evangelio de hoy es que Dios es un Padre Misericordioso, que nos quiere más que nadie, que nos espera siempre, que quiere lo mejor para nosotros, que está siempre dispuesto a acogernos y perdonarnos. El evangelio de hoy es una clara llamada a la reconciliación con Dios, una clara llamada a volver a la casa del Padre.

No importa que nuestros pecados hayan sido o sean muchos, no importa que haga mucho tiempo que hemos abandonado la casa del Padre: lo que importa es que volvamos, porque El siempre nos espera con los brazos abiertos.

Lo que importa, pues, es que seamos humildes, sencillos, que nos reconozcamos pecadores, que nos pongamos en camino, que nos reconciliemos con Dios, nuestro Padre, que nos quiere y se alegra de nuestro regreso. Para eso, el Señor nos ha dejado un medio muy hermoso: el Sacramento de la Penitencia.

Acercarse al Sacramento de la Penitencia, a la Confesión, es el medio ordinario por el cual manifestamos nuestra voluntad de volver a Dios y reconciliarnos con Él. En el sacramento de la Confesión podemos recomenzar siempre de nuevo: él nos acoge, nos devuelve la dignidad de hijos suyos. Por tanto, redescubramos este sacramento del perdón, que hace brotar la alegría en un corazón que renace a la vida verdadera.

Queridos hermanos, estamos en el tiempo de la Cuaresma, de los cuarenta días antes de la Pascua. En este tiempo de Cuaresma la Iglesia nos ayuda a recorrer este camino interior y nos invita a la conversión, nos brinda una oportunidad para decidir levantarnos y recomenzar, es decir, abandonar el pecado y elegir volver a Dios (cf. Benedicto XVI, Homilía, 18-III-2007).
¡No tengamos miedo!

Por muchos que sean nuestros pecados, por lejos que hayamos estado o estemos de la casa del padre, Dios nos espera siempre con los brazos abiertos dispuesto al perdón.. ¡Dejémonos amar por Él!

viernes, 12 de marzo de 2010


Tercera Semana de Cuaresma
SÁBADO
San Lucas 18, 9-14

Dijo también esta parábola a algunos que confiaban en sí mismos teniéndose por justos y despreciaban a los demás:
—Dos hombres subieron al Templo a orar: uno era fariseo y el otro publicano. El fariseo, quedándose de pie, oraba para sus adentros: “Oh Dios, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana, pago el diezmo de todo lo que poseo”. Pero el publicano, quedándose lejos, ni siquiera se atrevía a levantar sus ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: “Oh Dios, ten compasión de mi, que soy un pecador”. Os digo que éste bajó justificado a su casa, y aquél no. Porque todo el que se ensalza será humillado, y todo el que se humilla será ensalzado.


Señor, te preocupabas de todos. De los justos y de los pecadores; de los ricos y de los pobres; de los judíos y de los samaritanos; de los sabios y de los sencillos. Para Ti, Señor, todos eran hijos de Dios. Aquel día quisiste hablar a los que se creían perfectos y despreciaban a los demás, y les contaste una parábola. ¡Qué bien nos conviene a todos recordarla!

Dos hombres subieron al Templo a orar. Uno era fariseo, el otro publicano. El fariseo se colocó adelante, el publicano se quedó atrás. El fariseo daba gracias a Dios porque no era del grupo de los malos; porque pertenecía al grupo de los cumplidores; el publicano al contrario ni siquiera se atrevía a levantar los ojos al cielo: se consideraba indigno; al fin y al cabo, se decía, todo el mundo sabe lo que soy y lo que he sido: un estafador, un mal hombre y un pendenciero. Y así, en su humildad, se golpeaba el pecho y pedía perdón.

La lección era clara. La entendieron todos: los destinatarios inmediatos y los indirectos. ¿Quién no se ha considerado alguna vez el mejor en algo? ¿Quién no ha pensado que los otros son los malos? ¿Quién no ha dicho alguna vez: ¿si todos fueran como yo? Por eso, todos se aplicaron la parábola en sus adentros.

Para mayor claridad Tú, Señor, sacaste una lección y la plasmaste en esta doble sentencia: “Os digo que el publicano bajó justificado a su casa y el fariseo no”. “Porque todo el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido”.

Interesa, pues, saber ser humilde, saber humillarse, saber conocer la verdad: si en nuestra vida existen luces, reconocer que vienen de Dios; y si existen sombras, reconocer que son nuestras. Y a los demás, disculparlos; y con los demás no establecer comparaciones. “No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados; no os comparéis y no seréis rechazados”.

jueves, 11 de marzo de 2010


Tercera Semana de Cuaresma
VIERNES
San Marcos 12, 28-34

Se acercó uno de los escribas, que había oído la discusión y, al ver lo bien que les había respondido, le preguntó:
—¿Cuál es el primero de todos los mandamientos?
Jesús respondió:
—El primero es: Escucha, Israel, el Señor Dios nuestro es el único Señor; y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente y con todas tus fuerzas. El segundo es éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay otro mandamiento mayor que éstos.
Y le dijo el escriba:
—¡Bien Maestro! Con verdad has dicho que Dios es uno solo y no hay otro fuera de Él; y amarle con todo el corazón y con toda la inteligencia y con toda la fuerza, y amar al prójimo a como a sí mismo, vale más que todos los holocaustos y sacrificios.
Viendo Jesús que le había respondido con sensatez, le dijo:
—No estás lejos del Reino de Dios.
Y ninguno se atrevía ya a hacerle preguntas.

Los escribas también te seguían. Algunos con malas intenciones, otros con buenas. Ocurrió, pues, un día que estabas Tú, Señor, hablando con un grupo de discípulos, cuando se acercó un escriba, de los de buenas intenciones, y te preguntó: ¿Qué mandamiento es el primero de todos? La pregunta tenía interés.

Tú, Señor, respondiste al instante. Te oyeron todos: el escriba y los demás. El primer mandamiento es: “escucha, Israel, el Señor nuestro Dios es el único Señor, y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser”. Y, sin dejarlos respirar, seguiste: “El segundo es éste: amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay mandamiento mayor que estos”.

Estas palabras quedaron marcadas de modo especial en las mentes de aquellos hombres: El único Señor..., amarás con todo tu corazón..., alma..., mente..., con todo tu ser..., al prójimo...; como a ti mismo... ¡Qué tratado de moral, de filosofía, de antropología, de escritura! ¡Aquí está todo encerrado, dibujado, contenido!

Y el letrado replicó: Muy bien, Maestro, tienes razón. La Antigua Ley y la Nueva se dan la mano. El antiguo pueblo que se está acabando y el nuevo pueblo que comienza se han puesto de acuerdo o, para mejor decir, siguen en la misma senda.

Y Tú, Señor, respondiste: No estás lejos del Reino de los Cielos. Es como decir: No está lejos, pero aún no posees el Reino, pero el fruto está muy cerca. Y aunque estar cerca es no haberlo conseguido todavía, la consecución es posible, probable, casi segura.

Y aquí terminó todo. “Nadie se atrevió, Señor, a hacerte más preguntas”. Todos se alejaron pensando en la importante pregunta del escriba y, sobre todo, meditando tu acertada respuesta.
Una y otra vez, tus palabras siguen golpeando en mi alma: con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente, con todo el ser. Este es el primer mandamiento; y el segundo: amar a los demás como a uno mismo. Todo un programa: Ayúdanos, Señor, a seguirlos.