TÚ, ¡QUÉ OPINAS DE LAS HOMILÍAS?
Cambio de
iglesia según el programa que tenga cada domingo y aún los días de labor, y no
encuentro, en la gran mayoría de ellas, un celebrante con algo de estilo que
haga atractiva la homilía. Al final todo queda en un run-run repetitivo o
insustancial de las lecturas de la misa del día. Ya las lecturas las hacen
normalmente seglares con más voluntad que acierto, sin una buena dicción o una
voz agradable que atraiga la atención de los asistentes. Es un problema, o más
bien una grave deficiencia, muy extendida en la Iglesia española. Incluso el
arzobispo de Madrid, cardenal Rouco, lee mal –y me duele decirlo porque soy
oveja de su rebaño y le tengo en gran estima y respeto- sus pláticas o charlas
que transmite todos los domingos en la cadena COPE. La voz, fosca, no le
acompaña. Su dicción resulta, además, monocorde, apagada, sin las necesarias
pausas, sin énfasis. Estoy seguro que nadie le enseñó técnicas de comunicación,
ni él se preocupó de adquirirlas.
De esta manera, la liturgia de la palabra, tan importante y necesaria en una
catequesis permanente de los fieles, se desperdicia, se desaprovecha. Cierto
que no todos los ordenados tienen el don de la palabra, pero al menos podrían
preparar con algún interés lo que corresponda decir. No sé, siquiera, si en los
seminarios se enseña retórica, como se hacía antiguamente en el bachillerato
argentino –de ahí el buen rollo de las gentes de aquel gran país gobernado por
mangantes-, o dialéctica, como imparten en los institutos de enseñanza media
estadounidenses, o, como se dice modernamente, técnicas de comunicación, de las
que algo sé porque me preocupé de aprenderlas y luego explicarlas en ciertos
medios políticos. De ahí también que, aún sin querer, repare en los fallos de
los “comunicadores”, y si estoy en alguna reunión o en misa, note la reacción
de los “escuchantes”. Por lo general, cuando la perorata resulta aburrida, los
asistentes desconectan el chip y se aíslan en su mundo particular sin prestar
ninguna atención al bla-bla que les llega del exterior.
A lo largo de mis años he conocido a más de un homilista excelente: el
sacerdote-periodista José Luis Martín Descalzo; el carmelita también
periodista, Eduardo Gil de Muro; el arzobispo Mons. Antonio Montero, asimismo
periodista; el cura José Manuel de Córdoba, todos ellos entrañables amigos
míos, y el padre Federico Sopeña, que entre otras importantes funciones fue, en
algún período de su vida, director del Museo del Prado (cesado por Felipe
González) y director del Real Conservatorio de Bellas Artes de San Fernando.
Martín Descalzo solía decir misa los domingos al mediodía en una parroquia
nueva sita en la calle Sanjenjo de Madrid, por donde vivía, próxima a la Ciudad
de los Periodistas. La iglesia se ponía de bote en bote, muchos de los
asistentes iban sólo por oírle predicar. Gil de Muro dirigió durante años, con
muy buena mano y una insuperable dicción riojana, el programa religioso que
emitía Televisión Española, y además hacía crítica, precisamente homilítica, en
ABC.
El padre Sopeña, vocación tardía, musicólogo, crítico de arte, doctor en
Teología, de una vastísima cultura, oficiaba los domingos también a las doce,
en el monasterio de la Encarnación, junto al Senado, en cuyo templo conservan
la reliquia de la sangre de San Pantaleón. Hacía unas homilías muy breves,
deteniéndose únicamente en la almendra de las lecturas, pero con tal claridad y
profundidad, que uno salía de allí plenamente “convencido”. Además, al concluir
la eucaristía, siempre ofrecía un pequeño concierto de órgano a cargo de alguno
de los grandes organistas amigos suyos. Con estas referencias a nadie puede
extrañar que en el templo se llenara hasta la bandera.
El oscense José Manuel de Córdoba, otra vocación tardía, alguna vez consiliario
de la Acción Católica Rural, culo de mal asiento, pozo sin fondo de chistes
verdes, embobaba al personal con sus pláticas de expresión un tanto rústica
pero incisivas y brillantes. Ahora me llegan noticias desde Norteamérica muy
elogiosas del joven obispo de Ciudad Rodrigo, Raúl Berzosa, hermano de la madre
Verónica, que, según me dicen, ofrece unas magníficas charlas los lunes a media
mañana en la COPE, recomendándome que las oiga, recomendación que trasmito a
mis lectores.
Bueno, ¿pero qué puede hacerse para mejorar las deficiencias expuestas? Desde luego
una cosa es cierta y perentoria: hay que “poner en valor”, como dicen los
políticos cursis de nuestros días, la liturgia de la palabra, ahora totalmente
devaluada por cuestiones meramente técnicas. Las lecturas son fundamentales en
toda eucaristía para alcanzar la plenitud del sacramento. Y para no aburrir ni
espantar a la feligresía. No es tiempo de malbaratar los menguantes ahorros
humanos que tenemos. Por lo tanto, lo primero que habría que hacer es instruir
mediante breves lecciones de personas competentes en la dicción, a los lectores
de las parroquias en el bien decir, en el buen leer, con apropiada entonación,
pausada, dándole el énfasis, sin exagerar, que los textos de las lecturas
litúrgicas requieren. Luego habría que ver cómo deben ser las homilías de los
celebrantes, cuestión muy complicada, porque el clero no se aviene fácilmente a
normas superiores ni a sugerencias externas. Empero, como he dicho antes, Dios
no ha concedido a todo el mundo el don de la palabra. El hecho de haber sido
ordenado sacerdote no garantiza la facultar de hablar como “Dios manda”.
Sin embargo, una cosa está clara: el escaso atractivo de no pocas homilías, no
ayuda a retener al personal ni a llamar a los alejados. Tal vez por eso, o en
parte por eso, cada vez somos menos y más viejos.
Vicente Alejandro Guillamón
(Religiónenlibertad)