“ALSERDELAPALABRA” presenta a sus seguidores, breves reflexiones nacidas de la experiencia de la vida ordinaria. Las escribiré con la frescura de lo sencillo y con la esperanza de lo sublime. Espero que mi pluma sea dócil y vuestra aceptación generosa.
domingo, 1 de agosto de 2010
ATENCIÓN:
Para llamar la atención, se suele decir: ¡cuidado con el tren!; o también: ¡ojo con la hora!.
Los que leéis el texto evangélico de cada día y la breve reflexión que lo acompaña en este blog, para seguirlo, tenéis que darle a la flechica de la derecha e ir elevando el escrito hasta llegar al día deseado. Desde mañana martes, día 3 de agosto, hasta el martes día 31 de agosto, este será el sistema a seguir. El texto evangélico va en rojo y los comentarios en negro.
Que aprovechéis bien estos días de descanso, cerca de Dios, de los vuestros, del sol y el aire. Hasta finales de agosto, si Dios quiere. Volveremos a seguir el esquema ordinario. Un saludo muy cordial.
JOSÉ AMRÍA CALVO DE LAS FUENTES
DÉCIMA OCTAVA SEMANA DEL T. O.
MARTES
SAN MATEO 14, 22-36
Y enseguida Jesús mandó a los discípulos que subieran a la barca y que se adelantaran a la otra orilla, mientras él despedía a la gente. Y, después de despedirla, subió al monte a orar a solas. Cuando se hizo de noche seguía él solo allí. Mientras tanto, la barca ya se había alejado de tierra muchos estadios, sacudida por las olas, porque el viento le era contrario. En la cuarta vigilia de la noche vino hacia ellos caminando sobre el mar. Cuando le vieron los discípulos andando sobre el mar, se asustaron y dijeron:
—Es un fantasma; y llenos de miedo empezaron a gritar.
Pero al instante Jesús les habló:
—Tened confianza, soy yo, no tengáis miedo.
Entonces Pedro le respondió:
—Señor, si eres tú, manda que yo vaya a ti sobre las aguas.
Él le dijo:
—Ven —le dijo él.
Y Pedro se bajó de la barca y comenzó a andar sobre las aguas en dirección a Jesús. Pero al ver que el viento era muy fuerte se atemorizó y, al empezar a hundirse, se puso a gritar:
—¡Señor, sálvame!
Al instante Jesús alargó la mano, lo sujetó y le dijo:
—Hombre de poca fe, ¿por qué has dudado?
Y cuando subieron a la barca calmó el viento. Los que estaban en la barca le adoraron diciendo:
—Verdaderamente eres Hijo de Dios.
Acabaron la travesía y llegaron a tierra a la altura de Genesaret. Al reconocerlo los hombres de aquel lugar mandaron aviso a toda la comarca y le trajeron a todos los que se sentían mal, y le suplicaban poder tocar aunque sólo fuera el borde su manto. Y todos los que lo tocaron quedaron sanos.
A veces tenías que tomar decisiones enérgicas y prácticas. Esta vez fue una de esas ocasiones. Con decisión mandaste a tus discípulos que subieran a la barca y que se adelantaran a la otra orilla, mientras Tú despedías a la gente. Tras la despedida, subiste Tú solo al monte a orar. Era entrada la noche y seguías allí, Tú solo.
Mientras, la barca se había alejado de la orilla. Y fue, entonces, cuando vino una gran tormenta. La noche estaba obscura, el viento era contrario. De repente, allá por la cuarta vigilia, llegaste hasta tus discípulos, andando sobre el mar. Al verte, los discípulos se asustaron, pensaban que eras un fantasma. Comenzaron a gritar.
Pero Tú, con calma, les hablaste: tened confianza, soy Yo, no tengáis miedo. Entonces, Pedro te dijo: Señor, si eres Tú, manda que yo vaya a Ti sobre las aguas. Y le dijiste: ven. Y Pedro fue, pero aterrorizado comenzó a hundirse y se puso a gritar como un niño: Señor, sálvame.
Y Tú le echaste una mano. Y luego le dijiste: Pedro, sigues si tener una fe recia: sigues dudando. Y, ya en la barca, con el viento calmado, Pedro y los demás, puestos de rodillas, te adoraron, mientras decían una y otra vez: “verdaderamente es Hijo de Dios”.
Ojalá todos los hombres y mujeres de este siglo y de todos los siglos, puestos de rodillas ante el Sagrario, digamos con fe y esperanza, adorándote: “verdaderamente Tú, Señor, eres el Hijo de Dios, el Mesías, el Salvador”.
DÉCIMA OCTAVA SEMANA DEL T. O.
MIÉRCOLES
SAN MATEO 15, 21-28
Después que Jesús partió de allí, se retiró a la región de Tiro y Sidón. En esto una mujer cananea, venida de aquellos contornos, se puso a gritar:
—¡Señor, Hijo de David, apiádate de mí! Mi hija es cruelmente atormentada por el demonio.
Pero él no le respondió palabra. Entonces, se le acercaron sus discípulos para rogarle:
—Atiéndela y que se vaya, porque viene gritando detrás de nosotros.
Él respondió:
—No he sido enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel.
Ella, no obstante, se acercó y se postró ante él diciendo:
—¡Señor, ayúdame!
Él le respondió:
—No está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perrillos.
Pero ella dijo:
—Es verdad, Señor, pero también los perrillos comen de las migajas que caen de las mesas de sus amos.
Entonces Jesús le respondió:
—¡Mujer, qué grande es tu fe! Que sea como tú quieres.
Y su hija quedó sana en aquel instante.
Tras el ajetreo de la jornada anterior o quizás después de varias jornadas sin descansar, te dirigiste, Señor, allí donde podías encontrar sosiego, tranquilidad, descanso. Esta vez, te fuiste a la tierra de Tiro y de Sidón. Algún amigo, acaso, te había ofrecido cobijo en su casa, donde podrías descansar un poco; conversar con tus discípulos con más paz y atender a otros que llegaran a saludarte; y, además, podrías programar nuevas salidas, hacer nuevos planes apostólicos.
Pero no era tan fácil descansar, Señor. Enseguida, una mujer cananea, al enterarse de que Tú andabas por allí, llegó hasta donde Tú estabas y comenzó a gritar: “Ten piedad de Mí y ten piedad de mi hija”. Las dos lo estamos pasando mal. Ella sufre y yo también sufro. Haz algo por nosotras. Tú que lo puedes todo. ¡Haz pronto algo por nosotras!
Y Tú, Señor, no le contestaste ni palabra. Cosa extraña en Ti, siempre tan educado, tan servicial, tan amable. Tus discípulos tampoco estaban por la labor. Al contrario, se encontraban molestos, tanto que se llegaron hasta Ti y te dijeron: Señor, despídela porque viene gritando detrás de nosotros. Los gritos siempre molestan y, si son gritos fuertes y duraderos, molestan más.
Más Tú, acto seguido, dirigiéndote a aquella mujer, le dijiste: No he sido enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel”. Pero la cananea, no se arrugó, tenía claro su objetivo: llegar a Ti. Y se acercó y se postró a tus pies: y te dijo: Señor, ayúdame. Y Tú: no está bien dar el pan de los hijos a los perrillos; y ella: al menos permíteme las migajas que caen de la mesa; y Tú: Mujer, qué grande es tu fe.
Y, tras los gritos de la Cananea, las protestas de los discípulos, la aparente falta de tu interés por aquella extranjera, llegó la hora de la verdad, la hora de escuchar, Señor, tu veredicto: mujer, que sea como Tú quieres. ¡Qué bonito final! ¡Qué alegría la de aquella mujer! ¡Qué sorpresa en tus discípulos!
Luego, más tarde, aquella buena madre se enteró que su hija quedó sana en aquel instante. ¡Cuánto tenemos que aprender!
DÉCIMA OCTAVA SEMANA DEL T. O.
JUEVES
SAN MATEO 16, 13-20
Cuando llegó Jesús a la región de Cesarea de Filipo, comenzó a preguntar a sus discípulos:
—¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre?
Ellos respondieron:
—Unos que Juan Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o alguno de los profetas.
Él les dijo:
—Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?
Respondió Simón Pedro:
—Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo.
Jesús le respondió:
—Bienaventurado eres, Simón, hijo de Juan, porque no te ha revelado eso ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Te daré las llaves del Reino de los Cielos; y todo lo que ates sobre la tierra quedará atado en los cielos, y todo lo que desates sobre la tierra quedará desatado en los cielos. Entonces ordenó a los discípulos que no dijeran a nadie que él era el Cristo.
Desde entonces comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos que él debía ir a Jerusalén y padecer mucho por causa de los ancianos, de los príncipes de los sacerdotes y de los escribas, y ser llevado a la muerte y resucitar al tercer día.
Pedro, tomándolo aparte, se puso a reprenderle diciendo:
—¡Dios te libre, Señor! De ningún modo te ocurrirá eso.
Pero él se volvió hacia Pedro y le dijo:
— ¡Apártate de mí, Satanás! Eres escándalo para mí, porque no sientes las cosas de Dios sino las de los hombres.
En vuestros desplazamientos, Señor, caminaríais unas veces en pequeños grupos, otras, cuando las distancias eran más largas, todos juntos llegando a la vez al lugar de destino. Esta vez, según el evangelista, parece que tus discípulos llegaron al lugar prefijado antes que Tú. Tú lo hiciste algo más tarde.
El caso es que “cuando tú llegaste a la región de Cesarea de Filipo, comenzaste a preguntar a tus discípulos”, qué decían los hombres de Ti; qué decían ellos. Fueron dos preguntas sencillas, breves: “¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre?; y vosotros, ¿quién decís que soy Yo?”
A la primera pregunta tus discípulos respondieron —quizás hablando todos a la vez— lo que habían observado a lo largo de los días que llevaban a tu lado. Diversas fueron las respuestas, parecidas, pero con distintos matices: unos, Juan el Bautista, otros, Elías, otros, Jeremías u otro profeta.
A la segunda pregunta, más complicada y comprometida, respondió sólo Pedro y dijo: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo”. Hermosa respuesta. Y aunque habló sólo Pedro, por el contexto del texto, ese era el sentir de los doce.
A continuación, Tú, Señor, pronunciaste unas importantes palabras, que aunque fueron dirigidas de modo directo a Pedro, todos las recibieron como dichas a cada uno. Y a Pedro le concediste el poder de atar y desatar en la Iglesia. Y a todos les pediste que de momento no dijeran que Tú eras el Cristo.
Sobre Ti, Señor, hoy como ayer, como entonces, unos dicen una cosa, otros opinan otra. Yo, como Pedro entonces y hoy tantos cristianos, repito con voz fuerte y vigorosa: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo.
DÉCIMA OCTAVA SEMANA DEL T. O.
VIERNES
SAN MATEO 16, 24-28
Entonces les dijo Jesús a sus discípulos:
—Si alguno quiere venir detrás de mí, que se niegue a sí mismo, que tome su cruz y que me siga. Porque el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí la encontrará. Porque, ¿de qué sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma?, o ¿qué podrá dar el hombre a cambio de su alma? Porque el Hijo del Hombre va a venir en la gloria de su Padre acompañado de sus ángeles, y entonces retribuirá a cada uno según su conducta. En verdad os digo que hay algunos de los aquí presentes que no sufrirán la muerte hasta que vean al Hijo del Hombre venir en su Reino.
Acababas de anunciar a tus discípulos, Señor, que ibas a ser condenado, que ibas a padecer mucho, que ibas a morir. Aunque también les habías anunciado que al tercer día resucitarías. Pero ellos, llevados del cariño que te tenían, trataron de convencerte para que eso no sucediera. Por lo que Tú, Señor, tuviste que ponerte serio y con energía insistir que esa era la voluntad de Dios.
En ese ambiente tenso y difícil, presentaste con claridad y brevedad, a tus discípulos, las exigencias para seguir tus pisadas, para ser tus discípulos: renunciar a la propia voluntad, tomar la cruz, caminar detrás de Ti. La propuesta era, pues, exigente, clara, precisa.
Se entiende tu exigencia porque lo que está en juego en seguirte a Ti, Señor, es algo esencial: si la respuesta es positiva está la vida; si la respuesta es negativa, está la muerte. Tú, Señor, eres el Camino para llegar a la Vida; Tú eres la Verdad, para encontrar el camino; Tú eres Vida, que exiges, para encontrarla, perderla.
¿Ante tus palabras, hubo silencio? Es posible que tus discípulos volvieran a pensar en sus bienes, en sus barcas, en sus casas, en sus posesiones. Y por eso, nadie probablemente dijo nada. Tú, Señor, insististe que lo importante es ganar la Vida aunque se pierdan las posesiones, las cosas materiales, incluso el mundo entero, la gloria, el poder, la fama.
Ayúdanos, Señor, como entonces, a reparar en la gloria del Padre, en la felicidad que durará para siempre, en la vida eterna. Y generosamente respondamos con libertad. El premio será según la conducta de cada uno. Tus discípulos, Señor, respondieron afirmativamente, te siguieron, acertaron.
Desde la debilidad de mi oración, te pido me ayudes a negarme a mí mismo, cada día, y a decidirme también cada instante a tomar mi cruz —que es la tuya— y seguirte. Tú eres ejemplo y cirineo en mi camino.
DÉCIMA OCTAVA SEMANA DEL T. O.
SÁBADO
SAN MATEO 17, 14-20
Al llegar donde la multitud, se acercó a él un hombre, se puso de rodillas, y le suplicó:
—Señor, ten compasión de mi hijo, porque está lunático y sufre mucho; muchas veces se cae al fuego y otras al agua. Lo he traído a tus discípulos y no lo han podido curar.
Jesús contestó:
—¡Oh generación incrédula y perversa! ¿Hasta cuándo tendré que estar con vosotros? ¿Hasta cuándo tendré que soportaros? Traédmelo aquí.
Le increpó Jesús y salió de él el demonio, y quedó curado el muchacho desde aquel momento. Luego los discípulos se acercaron a solas a Jesús y le dijeron:
—¿Por qué nosotros no hemos podido expulsarlo?
— Por vuestra poca fe —les dijo—. Porque os aseguro que si tuvierais fe como un grano de mostaza, podrías decir a este monte: “Trasládate de aquí allá”, y se trasladaría, y nada os sería imposible.
La multitud casi siempre te seguía, iba detrás de Ti, pisaba en tus pisadas. Esta vez fue al revés, Tú, Señor, te acercaste “donde estaba la multitud”. Quizás saludaste a todos a la vez, con un gesto o una palabra. El caso es que un buen hombre se puso de rodillas delante de Ti y te suplicó:
Señor, ten compasión de mi hijo, porque está lunático y sufre mucho; muchas veces se cae al fuego y otras al agua. La cosa era seria. El buen hombre, buen padre, pedía la curación para su hijo.
Lo había intentado con tus discípulos, pero nada. No habían podido. Se ve que la cosa era difícil. Por eso, apenas llagaste Tú, Señor, el buen padre te pidió hicieras algo por él y por su hijo.
Entonces Tú, Señor, seria la mirada, dijiste: ¿Hasta cuándo tendré que soportaros? Y pediste le acercaran. Y, sin más, echaste al demonio, el demonio salió de él y quedó curado el muchacho desde aquel momento. El padre quedó feliz y también el hijo.
Un poco más tarde, cuando todos se marcharon, te preguntaron los discípulos: ¿por qué nosotros no hemos podido expulsarlo? Y Tú les dijiste, sin tapujos, con claridad: por vuestra poca fe. Para estas cosas se necesita fe, algo de fe. Por lo menos, como un grano de mostaza.
Y, con cierta sorna y utilizando el sentido del humor, dijiste: si tuvierais fe, de verdad, haríais maravillas. ¡Hasta trasladaríais montañas! ¡Nada sería imposible! Pero para eso, se necesita más fe. ¡Señor, danos más fe!
DÉCIMA NOVENA SEMANA DEL T. O.
DOMINGO (A)
SAN MATEO 14, 22-36
Y enseguida Jesús mandó a los discípulos que subieran a la barca y que se adelantaran a la otra orilla, mientras él despedía a la gente. Y, después de despedirla, subió al monte a orar a solas. Cuando se hizo de noche seguía él solo allí. Mientras tanto, la barca ya se había alejado de tierra muchos estadios, sacudida por las olas, porque el viento le era contrario. En la cuarta vigilia de la noche vino hacia ellos caminando sobre el mar. Cuando le vieron los discípulos andando sobre el mar, se turbaron y dijeron:
—Es un fantasma! —y llenos de miedo empezaron a gritar.
Pero al instante Jesús les habló:
—Tened confianza, soy yo, no temáis miedo.
Entonces Pedro le respondió:
—Señor, si eres tú, manda que yo vaya a ti sobre las aguas.
—Ven — le dijo él.
Y Pedro se bajó de la barca y comenzó a andar sobre las aguas en dirección a Jesús. Pero al ver que el viento era tan fuerte se atemorizó y, al empezar a hundirse, se puso a gritar:
—¡Señor, sálvame!
Al instante Jesús alargó la mano, lo sujetó y le dijo:
—Hombre de poca fe, ¿por qué has dudado?
Y cuando subieron a la barca se calmó el viento. Los que estaban en la barca le adoraron diciendo:
—Verdaderamente eres Hijo de Dios.
Acabaron la travesía y llegaron a tierra a la altura de Genesaret. Al reconocerlo los hombres de aquel lugar mandaron aviso a toda la comarca y le trajeron todos los que se sentían mal, y le suplicaban poder tocar aunque sólo fuera el borde su manto. Y todos los que lo tocaron quedaron sanos.
En esta ocasión, mandaste con autoridad, Señor, a tus discípulos que subieran a la barca y se adelantaran a la otra orilla. Tú mientras, despidiéndote de unos y de otros, ibas dejando una palabra de aliento a los débiles, una caricia a los niños, un gesto de agradecimiento a todos. Luego subiste a la montaña.
Y cuando te encontraste, solo, en la intimidad más absoluta, en un claro del monte, comenzaste a orar. ¡Qué diálogo tan profundo mantendrías con tu Padre y con el Espíritu Santo! Quizás tu oración, esta vez, discurrió, en términos parecidos a estos: “«Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños”. (Mt, 11-25). O acaso, dirías: ¡Padre cuida de estas buenas gentes! ¡Cuida de ellos Padre! ¡Ven Espíritu Santo sobre estas personas tan sencillas! Y en oración profunda, permaneciste hasta bien entrada la noche.
Mientras, la barca, guiada por tus Apóstoles, recorría su camino. En un momento dado, el viento comenzó a soplar y la barca era sacudida por las olas. Cada vez era más de noche y el viento arreciaba cada vez más. Y Tú, Señor, entre vientos y obscuridades comenzaste a caminar sobre las aguas del mar. Y llegaste hasta la barca. Cuando tus discípulos te vieron les pareciste un fantasma. Y ellos llenos de miedo comenzaron a gritar.
Tú, Señor, suave la voz, les hablaste de paz, de sosiego, de calma. Y les dijiste que tuvieran confianza, que se sosegaran un poco. Y Pedro, impetuoso, pidió de inmediato una prueba a tus palabras: “manda que yo vaya a Ti sobre las aguas”. Y Tú: Ven. Y él comenzó a andar sobre las aguas, pero a causa del viento y de su falta de fe, al comprobar que se hundía, se puso a gritar: ¡Señor, sálvame!
Y con mano poderosa le salvaste, no sin recriminarle su falta de fe. Luego Pedro, a solas, a tu lado, como haría más tarde en otro momento, comenzaría a llorar. Y entre suspiros y lágrimas de placidez y de bonanza, subisteis a la barca. El viento se calmó. Y tus discípulos puestos de rodillas adorándote, te reconocieron como Hijo de Dios.
Poco después la barca llegó a tierra. Allí os esperaba mucha gente. Y la gente al comprobar que también estabas Tú, comenzó a hablar de ti y a avisar a toda la comarca. Y te trajeron enfermos para que los sanaras y muchos de ellos deseaban al menos tocar el borde de tu manto. Los que lo hacían quedaban curados.
Señor, que siempre esté a tu lado.
DÉCIMA NOVENA SEMANA DEL T. O.
LUNES
SAN MATEO 17, 22-27
Cuando estaban en Galilea les dijo Jesús:
—El Hijo del Hombre debe ser entregado en manos de los hombres, y lo matarán, pero al tercer día resucitará.
Y se pusieron muy tristes.
Al llegar a Cafarnaún, se acercaron a Pedro los recaudadores del tributo y le dijeron:
—¿No va a pagar vuestro Maestro el tributo?
—Sí.— respondió.
Al entrar en la casa se anticipó Jesús y le dijo:
—¿Qué te parece, Simón? ¿De quiénes reciben tributo o censo los reyes de la tierra, de sus hijos o de los extraños?
Al responderle que de los extraños, le dijo Jesús:
—Luego los hijos están exentos; pero para no escandalizarlos, vete al mar, echa el anzuelo y el primer pez que pique sujétalo, ábrele la boca y encontrarás un estáter; lo tomas y lo das por mí y por ti.
Señor, estabas en Galilea. Contigo estaban también tus discípulos y otras gentes que te seguían entusiasmadas. Y estaba yo y estabas tú que lees estas líneas. Y estaban —si se puede hablar así— todos los hombres y mujeres de todos los tiempos. Y fue allí, en Galilea, cuando Tú, Señor, dijiste estas palabras: El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres, y lo matarán, pero al tercer día resucitará.
Escuchar estas palabras, fue como recibir un jarro de agua sobre la cara. Ibas a ser entregado; te iban a matar; ibas a morir —cierto que resucitarías al tercer día—. Comprendo el resumen que hace el evangelista de aquel momento: “Y se pusieron muy tristes”. Era para ponerse tristes; era para llorar. Yo ahora también lloro, y me entristezco.
Y con este fardo a las espaldas, con esta tristeza en el alma, paso a paso, llegasteis a Cafarnaún. Durante el camino no se oía más que el golpeteo de vuestras pisadas, el vaivén del manto de cada uno, algún sollozo y la respiración profunda de todos. La tristeza estaba dejando huella.
Ya en Cafarnaún, se acercaron a Pedro los recaudadores del tributo y le dijeron: ¿va a pagar vuestro Maestro el tributo o no? Y Pedro —lleno de pena que estaba— volviendo la cara, respondió que sí; que pagaría. Y siguió rumiando las palabras poco antes escuchadas: “lo matarán..., resucitará”.
“Al entrar en casa”, Tú, Señor, le preguntaste a Pedro que de quiénes reciben tributo o censo los Reyes de la tierra, ¿de los hijos o de los extraños? El te dijo que de los extraños. Y Tú matizaste: luego los hijos están exentos. ¡Qué conversación más espontánea! ¡Qué repuesta más aleccionadora!
Y seguiste: pero para no escandalizarlos, Pedro, vete al mar, echa el anzuelo y el primer pez que pique sujétalo, ábrele la boca y encontrarás un estáter; lo tomas y lo das por Mí y por ti.
El evangelista termina aquí el relato. Nada dice sobre si Pedro fue al mar, si echó el anzuelo, si picó el pez, si lo sujetó con fuerza, si lo cogió y si finalmente pagó por él y por Ti, Señor. Pedro yo sé que lo hizo. Tus palabras eran su alimento. Yo también prometo obedecerte.
DÉCIMA NOVENA SEMANA DEL T. O.
MARTES
SAN MATEO 18,1-5. 10.12.14
En aquella ocasión se acercaron los discípulos a Jesús y le preguntaron:
—¿Quién piensas que es el mayor en el Reino de los Cielos?
Entonces, llamó a un niño, lo puso en medio de ellos y dijo:
—En verdad os digo: si no os convertís y os hacéis como los niños no entraréis en el Reino de los Cielos. Pues todo el que se humille como este niño, ése es el mayor en el Reino de los Cielos; y el que reciba a un niño como éste en mi nombre, a mí me recibe. Pero al que escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, más le valdría que le colgasen al cuello una piedra de molino, de las que mueve un asno, y lo arrojasen al fondo del mar. ¡Ay del mundo por los escándalos! Es inevitable que vengan los escándalos. Sin embargo ¡ay del hombre por cuya culpa se produce el escándalo! Si tu mano o tu pie te escandaliza, córtalo y arrójalo lejos de ti. Más te vale entrar en la Vida manco o cojo, que con las dos manos o los dos pies ser arrojado al fuego eterno. Y si tu ojo te escandaliza, arráncatelo y tíralo lejos de ti. Más te vale entrar tuerto en la Vida, que con los dos ojos ser arrojado al fuego del infierno.
»Guardaos de despreciar a uno de estos pequeños, pues os digo que sus ángeles en los cielos están viendo siempre el rostro de mi Padre que está en los cielos.
¿Qué os parece? Si a un hombre que tiene cien ovejas se le pierde una de ellas, ¿no dejará las noventa y nueve en el monte e irá a buscar la que se le había perdido? Y si llega a encontrarla, os aseguro que se alegrará más por ella que por las noventa y nueve que no se habían perdido. Del mismo modo, no es voluntad de vuestro Padre que está en los cielos que se pierda ni uno solo de estos pequeños.
Es posible que estuvieras planeando nuevas correrías, o tal vez descansando de la larga jornada anterior, o quizás atendiendo alguna petición o algún ruego urgente. En cualquier caso, tus discípulos se acercaron a Ti, Señor, para preguntarte algo. Algo que les preocupaba y que, como hombres que eran, querían conocer: ¿quién sería el mayor en el reino de los cielos?
Tú, Señor, contestaste no sólo con palabras sino también con hechos. Llamaste a un niño, lo pusiste en medio de ellos y dijiste: Si no os convertís y os hacéis como los niños, no entraréis en el Reino de los cielos. De una pregunta hecha por simple curiosidad, apareció una respuesta sumamente práctica.
Y a continuación, Señor, despejaste la curiosidad, hablando de la necesidad de la humildad y de la igualdad a la hora de hacer el bien: hacerse como niños y amar a Dios en los demás. Tus discípulos no dijeron nada. Quizás no te entendieron. Acaso se contentaron con contemplar la cabellera de aquel niño que tuvo el honor de ser llamado por Ti, o los ojos saltones y traviesos de aquella criatura que Tú, Señor, pusiste de modelo.
Acaso el ropaje de aquel niño no era rico, ni sus sandalias elegantes, pero porque Tú, Señor, sabías que el aprecio de aquel niño y de todos los niños es por el valor de su persona, dijiste también: Guardaos de despreciar a uno de estos pequeños, porque os digo que sus ángeles en los cielos están viendo siempre el rostro de mi Padre que está en los cielos.
La lección iba “subiendo en importancia”. Habías llegado, Señor, hasta Tú Padre del cielo, hablaste de tu Padre Dios, de los ángeles que contemplan su rostro, de la sublimidad de la persona. Y nadie decía nada. Te escuchaban a gusto como yo ahora te escucho. Porque en el silencio de esta conversación oigo, de nuevo, la alabanza que haces a la humildad, a la sencillez, a lo pequeño.
Y, más tarde, preguntaste por cosas presentes, por asuntos del momento, por quehaceres de esta tierra: lo del pastor, lo de las cien ovejas, lo de la oveja perdida y buscada y el encuentro y todo aquello tan hermoso.
Y, como final, nos dejaste una sentencia llena de confianza y que ha cambiado tantas vidas y ha rehecho tantos caminos: no es voluntad de vuestro Padre que está en los cielos que se pierda ni uno sólo de estos pequeños.
Los Apóstoles ahora entendieron la ventaja de hacerse pequeños; de hacerse niños, de volver a nacer. Yo también lo entiendo y tú y todos.
DÉCIMA NOVENA SEMANA DEL T. O.
MIÉRCOLES
SAN MATEO 18, 15-20
»Si tu hermano peca contra ti, vete y corrígele a solas tú con él. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano. Si no escucha, toma entonces contigo a uno o dos, para que cualquier asunto quede firme por la palabra de dos o tres testigos. Pero si no quiere escucharlos, díselo a la Iglesia. Si tampoco quiere escuchar a la Iglesia, tenlo por pagano y publicano.
»Os aseguro que todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo.
»Os aseguro también que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra sobre cualquier cosa que quieran pedir, mi Padre que está en los cielos se lo concederá. Pues donde hay dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos.
¡Qué hermoso es vivir la unidad entre los hermanos! ¡Y qué triste el enfrentamiento y la división entre ellos! Tú lo sabías bien, Señor. Tú sabías que esa unidad, a veces, podía romperse, quebrarse. Por eso, diste a tus apóstoles y también a nosotros unas cuantas normas precisas para cuando esa unidad se fragmentase.
Fueron tus consejos, toda una lección práctica: primero entenderse a solas con quien te haya ofendido; si no te escucha, apoyarse en uno o dos testigos; si no se logra nada, acudir a la autoridad de la Iglesia; y si a ésta se resiste, tener a ese tal por pagano y publicano.
Te pido, Señor, que cuando tenga que recorrer estos estadios —quizás muchas veces—, me deje guiar en el camino; con tu ayuda seré más diligente, más mesurado, más eficaz. Sólo así restañaré la unidad perdida o ayudaré a que se restablezca.
Enseguida pasaste a otro asunto también importante. Hablaste de atar y desatar; de atar en la tierra y de atar en los cielos. Leo en nota: la Tradición de la Iglesia ha entendido estas palabras tuyas, Señor, en su sentido genuino: “Las palabras atar y desatar significan: aquél a quien excluyáis de vuestra comunión, será excluido de la comunión con Dios; aquel a quien recibáis de nuevo en vuestra comunión, Dios lo acogerá también en la suya. La reconciliación con la Iglesia es inseparable de la reconciliación con Dios” .
Luego, Señor, subrayaste el valor y el poder de la oración en común. Esta afirmación debió de ser para tus discípulos, reveladora de tu carácter divino, pues había una expresión contemporánea que decía que, cuando dos hombres se reúnen para ocuparse de las palabras de la Ley, Dios mismo está en medio de ellos .
Tres grandes lecciones, Señor: la práctica de la fraternidad, la potestad de los pastores y la oración en común. Que sepamos vivirlas.
DÉCIMA NOVENA SEMANA DEL T. O.
JUEVES
SAN MATEO 18, 21-19,1
Entonces, se acercó Pedro a preguntarle:
—Señor, ¿cuántas veces tengo que perdonar a mi hermano cuando peque contra mí? ¿Hasta siete?
Jesús le respondió:
—No te digo que hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete. Por eso el Reino de los Cielos viene a ser como un rey que quiso arreglar cuentas con sus siervos. Puesto a hacer cuentas, le presentaron uno que le debía diez mil talentos. Como no podía pagar, el señor mandó que fuese vendido él con su mujer y sus hijos y todo lo que tenía, y que así pagase. Entonces el siervo, se echó a sus pies y le suplicaba: “Ten paciencia conmigo y te pagaré todo”. El señor, compadecido de aquel siervo, lo mandó soltar y le perdonó la deuda. Al salir aquel siervo, encontró a uno de sus compañeros que le debía cien denarios y, agarrándole, lo ahogaba y le decía: «Págame lo que me debes». Su compañero, se echó a sus pies y se puso a rogarle: “Ten paciencia conmigo y te pagaré”. Pero no quiso, sino que fue y lo hizo meter en la cárcel, hasta que pagase la deuda. Al ver sus compañeros lo ocurrido, se disgustaron mucho y fueron a contar a su señor lo que había pasado. Entonces su señor lo mandó llamar y le dijo: “Siervo malvado, yo te he perdonado toda la deuda porque me lo has suplicado. ¿No debías tu también tener compasión de tu compañero, como yo la he tenido de ti?” Y su señor, irritado, lo entregó a los verdugos, hasta que pagase toda la deuda. Del mismo modo hará con vosotros mi Padre celestial, si cada uno no perdona de corazón a su hermano.
Cuando terminó Jesús estos discursos, partió de Galilea y fue a la región de Judea, al otro lado del Jordán.
Se ve que el asunto del perdón, Señor, había inquietado a tus discípulos. Es muy probable que fuera tema de conversación entre ellos, una y otra vez. Tenían claro que había que perdonar, pero ¿hasta cuándo? ¿cuántas veces había que ser generosos y perdonadores? No lo sabían. Lo mejor sería preguntar. Entonces se acercó Pedro y te preguntó: Señor, ¿cuántas veces tengo que perdonar a mi hermano cuando peque contra mí? ¿Hasta siete veces?
Y Tú: ¿siete?, no hombre, no; muchas más; echa más lejos la red del perdón. No siete, sino hasta setenta veces siete. Que era como decir, siempre que haga falta; siempre que sea necesario. Pedro debió quedarse aturdido. Ni siquiera se atrevió a hacer un gesto de admiración o de extrañeza. ¡No podía creer lo que oía! Se limitó a abrir los ojos y callar.
Y Tú, Señor, sin darle más importancia —estabas tan acostumbrado a perdonar— seguiste hablando y contaste lo del rey, lo de las cuentas que le debían; lo de aquel siervo que le debía al rey diez mil talentos y cómo el Rey se lo había perdonado; y lo que pasó con un compañero de este siervo que tuvo que ir a la cárcel hasta que pagase; y que si se lo habían contado al rey y que éste lo entregó a los verdugos hasta que pagase toda la deuda; y que así haría tu Padre con nosotros si no perdonamos de corazón al hermano.
En fin, toda una lección: deudas y perdones; medidas divinas y medidas humanas. Y Pedro tras aquella pregunta de cuántas veces y el comportamiento de aquellos siervos y compañeros, no supo reaccionar. En su cabeza de pescador no cabía tanta generosidad y tampoco entendía tanta mezquindad.
Tú, Señor, cuando terminaste estos discursos, estas lecciones, partiste de Galilea, y te dirigiste a la región de Judea, al otro lado del Jordán. Quizás quisiste echar tierra por medio, pasar a la otra orilla, dar tiempo al tiempo.
¡Qué paciencia tenías, Señor, con tus discípulos! ¡Y qué paciencia sigues teniendo con nosotros!
DÉCIMA NOVENA SEMANA DEL T. O.
VIERNES
SAN MATEO 19, 3-12
Se acercaron entonces a él unos fariseos y le preguntaron para tentarle:
—¿Le es lícito a un hombre repudiar a su mujer por cualquier motivo?
Él respondió:
—¿No habéis leído que al principio el Creador los hizo hombre y mujer, y que dijo: Por esto dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne? De modo que ya no son dos, sino una sola carne. Por tanto, lo que Dios unido, que no lo separe el hombre.
Ellos le replicaron:
—¿Por qué entonces Moisés mandó dar el libelo de repudio y despedirla?
Él les respondió:
—Moisés os permitió repudiar a vuestras mujeres a causa de la dureza de vuestro corazón; pero al principio no fue así. Sin embargo, yo os digo: cualquiera que repudie a su mujer —a no ser por fornicación— y se una con otra, comete adulterio.
Le dicen los discípulos:
—Si esa es la condición del hombre con respecto a su mujer, no trae cuenta casarse.
—No todos son capaces de entender esta doctrina —les respondió él—, sino aquellos a quienes se les ha concedido. En efecto, hay eunucos que así nacieron del seno de su madre; también hay eunucos que así han quedado por obra de los hombres; y los hay que se han hecho tales a sí mismos por el Reino de los Cielos. Quien sea capaz de entender, que entienda.
Los fariseos, Señor, no perdían ocasión para ponerte a prueba. Parece que no te dejaban ni a sol ni a sombra. A la mínima que se les presentaba, se acercaban hasta Ti y procuraban ponerte en apuros. Te interrogaban —no para saber— sino para tentarte; no para aprender sino para censurar.
La pregunta aunque clara, llevaba doble intención. ¿Le es lícito a un hombre repudiar a su mujer por cualquier motivo? Me imagino el rostro burlón del fariseo que formuló la pregunta. Tal vez, mientras te interrogaba, se recogía los pliegues del manto, en actitud de suficiencia.
Pero Tú, Señor, les respondiste: ¿Todavía no habéis leído lo que dice la Ley? Pues leedlo. Y, si lo habéis leído, recordad lo que ordena. Tu salida Señor, como siempre, fue airosa, inteligente. Acudir a la autoridad de la Ley, confirmando así lo dicho en la Antigua Alianza.
Ellos replicaron: “¿Por qué entonces Moisés mandó dar el libelo de repudio y despedirla?” De nuevo volvió la sonrisa socarrona a los labios de aquel fariseo. Y, tal vez, dio una vuelta más al manto dirigiendo una mirada a los allí presentes. Y en su mente, la seguridad de haberte acorralado.
Más Tú, Señor, sin darte por vencido, le respondiste: Vale lo de Moisés, vale, pero al principio no fue así. Por la dureza de vuestro corazón, lo permitió Moisés, pero al principio no fue así. Por lo tanto, sabedlo bien, quien repudie a su mujer comete adulterio. Y aquellos fariseos se fueron con las orejas gachas, los pliegues del manto estirados y bastante resquemor en sus almas.
Poco después, los discípulos te hicieron otras preguntas. Tú, Señor, con paz y serenidad, les adoctrinaste y con ellos, también a nosotros sobre la grandeza del matrimonio indisoluble y el valor del celibato por el Reino de los cielos. ¡Luego cada caminante siga su camino!
Y terminaste con una de esas muletillas que solías emplear: quien sea capaz de entender que entienda. Después, a buen seguro, tomarías una frugal comida con “los tuyos”, disfrutarías de una conversación distendida con ellos, descansarías un rato para luego continuar la faena.
DÉCIMA NOVENA SEMANA DEL T. O.
SÁBADO
SAN MATEO 19, 13-15
Entonces le presentaron unos niños para que les impusiera las manos y orase; pero los discípulos les reñían. Ante esto, Jesús dijo:
—Dejad a los niños y no les impidáis que vengan conmigo, porque de los que son como ellos es el Reino de los Cielos.
Y después de imponerles las manos, se marchó de allí.
“Entonces”, así, sin más precisión, se acercaron hasta Ti, Señor, un grupo de padres —quizás de madres— y te “presentaron unos niños para que les impusieras las manos y orases”. Me imagino el griterío, me imagino el jaleo de aquellos niños, en los brazos de sus madres si aún eran pequeños, o correteando a tu alrededor si ya eran un poco mayores.
La intención de quienes llevaron los niños hasta Ti, era buena; que les impusieras las manos sobre sus cabezas y orases por ellos. La imposición de manos conllevaba unas fuerzas muy significativas y estaba cargada de un significado grandioso; y, además, orar por ellos. Tú orabas por todos, pero ahora —o sea entonces— te presentaban unos niños para que orases por ellos.
La intención, pues, era buena, pero el jaleo eran grande. Tan grande que según tus discípulos rompían la paz de tu descanso; dificultaban la conversación personal que quizás mantenías con alguno, por lo que se vieron en la obligación de reñirlos. Me imagino a tus discípulos dando voces a aquellos “renacuajos”; mientras ellos correrían felices de un lugar para otro.
Y “ante esto”, cómo chocan tu actuación y tus palabras: Dejad a los niños y no les impidáis que vengan conmigo. Dejad a los niños, dejad que se acerquen a Mí ¡Qué hermoso tu comportamiento, qué consoladora tu actitud! Yo y tu, niños, juguetones, atrevidos, podemos con total confianza acercarnos a Ti.
Y “ser como ellos”, porque de los que son “niños”, pequeños, humildes, sinceros, leales, juguetones, de esos es el Reino de los cielos. Impón también sobre mí, sobre nosotros, Señor, tus manos; intercede por nosotros. Gracias, Señor, porque nos quieres y porque no te importa que a veces seamos traviesos, rompamos tu tranquilidad y sosiego.
Y después de imponerles las manos, Señor, te marchaste de allí. De “allí”, así sin más precisión. “Entonces”, que quiere decir siempre; de allí, que significa en todo lugar. Tú, Señor, siempre acogiendo, bendiciendo, orando por nosotros. Quiero, Señor, también ahora y aquí, acercarme a Ti, para que impongas tus manos sobre mi cabeza y ores por mí.
VIGÉSIMA SEMANA DEL T. O.
DOMINGO (A)
SAN MATEO 15, 21-28
Después que Jesús salió de allí, se retiró a la región de Tiro y Sidón. En esto una mujer cananea, venida de aquellos contornos, se puso a gritar:
—¡Señor, Hijo de David, apiádate de mí!
Mi hija está poseída cruelmente por el demonio.
Pero él no le respondió palabra. Entonces, acercándose sus discípulos para rogarle:
—Atiéndela y que se vaya, pues viene gritando detrás de nosotros.
Él respondió:
—No he sido enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel.
Ella, no obstante, se acercó y se postró ante él diciendo:
—¡Señor, ayúdame!
Él le respondió:
—No está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perrillos.
Pero ella dijo:
—Es verdad, Señor, pero también los perrillos comen de las migajas que caen de las mesas de sus amos.
Entonces Jesús le respondió:
—¡Mujer, que grande es tu fe! Que sea como tú quieres.
Y su hija quedó sana en aquel instante.
La región de Tiro y de Sidón está situada al norte de Palestina. Hasta allí, Señor, llegaste en tus correrías. Para descansar un poco. Al menos eso es lo que me sugiere la expresión que utiliza el evangelista cuando dice que te retiraste a la región de Tiro y de Sidón. Te acompañaban tus discípulos.
En esta región también te conocían. Hasta allí había llegado tu fama, tu palabra, tu predicación. Quizás por eso, se explica que aquella mujer cananea, madre de una hija “poseída cruelmente por el demonio”, te pidiese a gritos, emocionada, que te apiadaras de su hija.
Tú, Señor, a pesar de los gritos de aquella madre, a pesar de la fuerza con que rogaba aquella mujer, no te enterabas. O, al menos, eso parecía. Ibas ensimismado, puesta tu atención en tus cosas y parece que nadie te interesaba en esos momentos.
Entonces tus discípulos, siempre atentos, se te acercaron e intercedieron por aquella mujer, quizás por caridad hacia ella o tal vez por cuidar de tu descanso: Atiéndela —te dijeron— y que se vaya. Será la única manera que deje de gritar. Pero Tú, Señor, estabas en lo tuyo: pensando “en las ovejas perdidas de Israel”, y como lo dijiste a tus discípulos, quizás la mujer también lo oyó.
Pero no se desanimó. Al contrario, se acercó más a Ti. Se postró a tus pies. Y te dijo: Señor, ayúdame. Y Tú le dijiste: el pan es para los hijos no para los perrillos. Y ella: es verdad, pero al menos échame las migajas que sobren. Y Tú: “Mujer, qué grande es tu fe. Que sea como tú quieres”. Y la mujer dejó de gritar y corriendo se volvió a su casa. Y encontró sana a su hija. La curación de su hija —lo comprobó después— ocurrió “en el mismo instante” en el que hablaba contigo, Señor.
Cuando aquella madre se humilló fue premiada; cuando aquella mujer cananea reconoció la grandeza de los hijos, sintiéndose ella misma pequeña y débil como perrillo debajo de la mesa, recibió la alabanza de su fe; cuando creyó se realizó el milagro.
Creo, Señor, aumenta mi fe.
VIGÉSIMA SEMANA DEL T. O.
LUNES
SAN MATEO 19, 16-22
Y se le acercó uno, y le dijo:
—Maestro, ¿qué obra buena debo hacer para alcanzar la vida eterna?
Él le respondió:
—¿Por qué me preguntas acerca de lo bueno? Uno sólo es el bueno. Pero si quieres entrar en la Vida, guarda los mandamientos.
—¿Cuáles? —le preguntó.
Jesús le respondió:
—No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no dirás falso testimonio, honra a tu padre y a tu madre, y amarás a tu prójimo como a ti mismo.
—Todo esto lo he guardado —le dijo el joven—. ¿Qué me falta aún?
Jesús le respondió:
—Si quieres ser perfecto, anda, vende tus bienes y dáselos a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos. Luego, ven y sígueme.
Al oír el joven estas palabras se marchó triste, pues tenía muchas posesiones.
Aquel día, como tantos otros, habías salido a proclamar tu mensaje. Quizás estabas, como era habitual, rodeado de gente. Acaso cruzabas una calle estrecha camino de la Sinagoga: tal vez descansabas bajo un árbol de la última travesía. Es igual, el hecho es que se acercó uno y previo saludo te dijo lo siguiente:
“Maestro, ¿qué obra buena debo hacer para alcanzar la vida eterna?” La pregunta, Señor, te debió gustar. Te había llamado Maestro y lo eras. Y además se interesaba por la vida eterna, cosa que Tú predicabas a cada paso. Y además estaba dispuesto a hacer alguna cosa para conseguirla. Por eso, digo, que te debió caer bien aquel hombre que de esa forma llegaba hasta Ti.
Y Tú, Señor, sin esperar más, le dijiste: ¿Por qué me preguntas esto? ¿Por qué me preguntas por lo bueno? Seguro, Señor, que en tu interior pensaste que sobre aquel asunto habría mucho que hablar, que necesitarías mucho tiempo para explicarlo. Quizás no tanto si el interlocutor entendía pronto que “uno sólo es el bueno”. En todo caso, entraste al trapo y le dijiste: “si quieres entrar en la Vida, guarda los mandamientos”. Y él: ¿Cuál?; y Tú: los escritos en la Ley. Y se los recordaste todos.
Y aquel individuo, desconocido, ahora sabemos solamente que era un joven, te dijo: en eso estoy desde hace tiempo. Y te preguntó: ¿Me falta algo más? Y Tú: “si quieres ser perfecto: reparte tus cosas y vente conmigo”. Al oírte hablar así, se dio media vuelta y se fue. Apenas le vimos la cara, pero un ceño de tristeza dejó en su mirada y también los pasos cansinos de su andar. Tenía muchas cosas, era muy rico.
¿Volvió más tarde? ¿Tuviste ocasión de tropezarte con él en algún otro lugar? Es posible, quizás sí. Acaso, pasado el tiempo, le fueron mal los negocios y se arruinó por completo; y llevado por la desesperación comenzó a robar y a llevar mala vida. Y un buen día, clavado en la cruz, junto a Ti ¡se le había grabado tan hondo tu mirada! te descubrió de nuevo. Y con piedad, sin levantar la mirada, te dijo: Dios bueno, quisiera seguirte, nada tengo que dejar. Estoy aquí solo, arruinado, muerto. Sólo te pido que te acuerdes de mí cuando llegues a tu Reino. Y Tú, Señor, con ojos de piedad, lleno de fatiga y de cansancio, dijiste: “hoy estarás conmigo en la vida eterna”.
¡Qué bueno eres, Señor, cómo premias hasta los deseos! Es posible que aquel buen deseo de conseguir la vida eterna de tiempo atrás, fuera motivo de que Tú ahora premiases a aquel joven ricachón antaño, ahora ladrón bueno. ¿Quién sabe?
VIGÉSIMA SEMANA DEL T. O.
MARTES
SAN MATEO 19, 23-30
Jesús les dijo entonces a sus discípulos:
—En verdad os digo: difícilmente entrará un rico en el Reino de los Cielos. Es más, os digo que es más fácil a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el Reino de Dios.
Cuando oyeron esto sus discípulos, quedaron muy asombrados y decían:
—Entonces, ¿quién podrá salvarse?
Jesús, con la mirada fija en ellos, les dijo:
—Para el hombre esto es imposible, para Dios, sin embargo, todo es posible.
Entonces Pedro tomó la palabra y le dijo:
—Ya ves que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido, ¿qué recompensa tendremos?
Jesús les respondió:
—En verdad os digo que en la regeneración, cuando el Hijo del Hombre se siente en su trono de gloria, vosotros, los que me habéis seguido, también os sentaréis en doce tronos para juzgar a las doce tribus de Israel. Y todo el que haya dejado casa, hermanos o hermanas, padre o madre, o hijos, o campos, por causa de mi nombre, recibirá el ciento por uno y heredará la vida eterna. Porque muchos primeros serán últimos y muchos últimos serán primeros.
Aprovechaste la ocasión, Señor, para adoctrinar a los que te seguían: discípulos y Apóstoles. Tu doctrina, fue siempre bien recibida, aunque no siempre fue bien entendida, al menos a la primera. Lo mismo nos pasa a nosotros ahora, Señor, tenemos que oír las cosas mil veces, para entender siquiera algo.
Quizás tus propios discípulos habían visto marchar al joven rico, triste y cabizbajo; acaso Tú, Señor, les habías comentado el hecho, con cierta pena; el caso es que, aprovechando este acontecimiento, dijiste a “los tuyos” que para entrar los ricos en el cielo lo tenían difícil. Y para hacerlo entender utilizaste, quizás con humor, la comparación del camello y la aguja.
Tus discípulos “al oír esto” quedaron consternados. Y se preguntaban, entonces, ¿quién podrá salvarse? La verdad, Señor, que la cosa era difícil. ¡Qué maraña! Pero, Tú, Señor, mirándolos con piedad —como al joven rico, poco antes— les dijiste: no temáis, para Dios todo es posible.
Un respiro profundo salió del grupo. ¡Había solución! Aunque, vistas las cosas egoístamente, lo de los ricos tampoco les debería preocupar demasiado a tus discípulos. Ellos eran pobres, simples pescadores. Poco después Pedro te preguntó: Maestro, y a nosotros que lo hemos dejado todo, ¿qué nos espera?
Todo, era unas redes y unas barcas; un oficio y un trabajo. Poco o mucho lo habían dejado todo. Les dijiste: vosotros os sentaréis en los doce tronos y seréis mis amigos, y juzgaréis a Israel.
A vosotros —y a tantos que veo en lontananza— os digo, que recibiréis cien veces más y tendréis parte en la vida eterna. Los Apóstoles se alegraron como se han alegrado los santos a lo largo de los siglos.
VIGÉSIMA SEMANA DEL T. O.
MIÉRCOLES
SAN MATEO 20, 1-16
»El Reino de los Cielos es como un hombre, dueño de una propiedad, que salió al amanecer a contratar obreros para su viña. Después de haber convenido con los obreros en un denario al día, los envió a su viña. Salió también hacia la hora de tercia y vio a otros que estaban en la plaza parados, y les dijo: “Id también vosotros a mi viña y os daré lo que sea justo”. Ellos marcharon. De nuevo salió hacia la hora de sexta y de nona e hizo lo mismo. Hacia la hora undécima volvió a salir y todavía encontró a otros parados, y les dijo: “¿Cómo es que estáis aquí todo el día ociosos?”. Le contestaron: «Porque nadie nos ha contratado». Les dijo: «Id también vosotros a mi viña». A la caída de la tarde dijo el amo de la viña a su administrador: “Llama a los obreros y dales el jornal, empezando por los últimos hasta llegar a los primeros”. Vinieron los de la hora undécima y percibieron un denario cada uno. Al venir los primeros pensaban que cobrarían más, pero también ellos recibieron un denario cada uno. Y cuando llegaron los primeros pensaron que cobrarían más, pero también ellos recibieron un denario cada uno. Al recibirlo, se pusieron a murmurar contra el dueño: “A estos últimos que han trabajado sólo una hora los has hecho iguales a nosotros, que hemos soportado el peso del día y del calor”. Él respondió a uno de ellos: “Amigo, no te hago ninguna injusticia; ¿acaso no conviniste conmigo en un denario? Toma lo tuyo y vete; quiero dar a este último lo mismo que a ti. ¿No puedo yo hacer con lo mío lo que quiero? ¿O es que vas a ver con malos ojos que yo sea bueno? Así los últimos serán primeros y los primeros últimos.
No te importaba, Señor, insistir, una y otra vez. Lo que te importaba es que tu doctrina fuera calando en los oyentes. Y así, día tras día, parábola tras parábola, ibas dejando información entre “los tuyos”. Cuándo era un rey, cuándo una semilla o un tesoro, ahora son unos obreros. El Reino de los cielos es como un dueño que salió a contratar obreros para la viña.
Y lo hizo al amanecer y a la hora de tercia y de sexta y de nona; y también a la hora de undécima y con todos se entendió de maravilla. Y todos trabajaron con afán en la viña y todos esperaron con gozo que llegara la tarde para cobrar.
Y a la caída de la tarde, al recibir cada uno su salario llegaron los comentarios y hubo disgusto entre los obreros de la viña y su dueño: que había empezado a pagar empezando por los últimos; que al final a todos los había tratado por igual; que no tenía en cuenta el peso del día y del calor; que ese proceder no era justo.
Y entonces fue cuando el dueño de la viña, serio y un tanto enojado, dijo a uno de los obreros: ¿no conviniste conmigo en un denario? pues toma tu denario y vete en paz. Yo quiero dar lo mismo a todos, déjame. Déjame ser bueno y generoso. Tú vete y descansa. Y alégrate de que todos descansen contigo.
Tú sabes pagar lo justo, lo que a cada uno corresponde. Ayúdame a no complicarme la vida, a no compararme con nadie, aunque, a veces, la tentación esté presente. Al fin, las comparaciones siempre son odiosas. Tú sabes más y sabes lo que haces. Y lo haces siempre bien.
Y así terminabas la parábola: Los últimos serán primeros y los primeros últimos”.
VIGÉSIMA SEMANA DEL T. O.
JUEVES
SAN MATEO 22, 1-14
Jesús les habló de nuevo con parábolas y dijo:
—El Reino de los Cielos es como a un rey que celebró las bodas de su hijo, y envió a sus siervos a llamar a los invitados a las bodas; pero éstos no querían acudir. Nuevamente envió a otros siervos diciéndoles: “Decid a los invitados: mirad que tengo preparado ya mi banquete, se ha hecho la matanza de mis terneros y mis reses cebadas, y todo está a punto; venid a las bodas”. Pero ellos, sin hacer caso, se marcharon: quien a su campo, quien a su negocio. Los demás echaron mano a los siervos, los maltrataron y los mataron. El rey se encolerizó y, envió a sus tropas, a acabar con aquellos homicidas y prendió fuego a su ciudad. Luego dijo a sus siervos: “Las bodas están preparadas pero los invitados no eran dignos. Así que marchad a los cruces de los caminos y llamad a las bodas a cuantos encontréis” Los siervos salieron a los caminos y reunieron a todos los que encontraron, malos y buenos; y se llenó de comensales la sala de bodas. Entró el rey para ver a los comensales, y se fijó en un hombre que no vestía traje de boda; y le dijo: “Amigo, ¿cómo has entrado aquí sin llevar traje de boda?” Pero el se calló. Entonces el rey les dijo a los servidores: “Atadlo de pies y manos y echadlo a las tinieblas de afuera; allí habrá llanto y rechinar de dientes”. Porque muchos son los llamados, pero pocos los elegidos.
No te cansabas, Señor, de enseñar, de predicar, de adoctrinar a tus discípulos, a las gentes que te seguían. Usabas de comparaciones y parábolas para hacer más asequible y cercana tu doctrina. Hoy, de nuevo hablaste, con parábolas.
La parábola de hoy trataba del Reino de los cielos. Ni el ojo vio, ni el oído oyó, diría más tarde San Pablo, para referirse al cielo, a la patria eterna. También Tú, Señor, acudías a comparaciones, a parábolas, para hablar del Reino de los cielos, que, aunque tiene su inicio en la tierra, su culminación la tiene en el más allá de esta vida.
Es el Reino de los cielos como un “rey que celebró las bodas de su hijo. Un rey, para tus oyentes, Señor, era lo más grandioso de la tierra. Algunos conocían a sus reyes, Otros no, pero todos habían oído hablar del Rey David, del Rey Salomón, de los Reyes de Israel. ¡El cielo: el rey! ¡Maravilloso!
Un rey que celebró unas bodas. Hablar de la fiesta de bodas, era hablar de alegría, de bullicio, de jolgorio, de comida, de bailes, de música y tambores, de flautas y címbalos. Era hablar de abundancia, de saltos, de felicidad. El cielo, unas bodas, una fiesta eterna.
Unas bodas de su hijo: El hijo del Rey. Elegantes carrozas, caballos adornados, amplios manteles en las mesas, finas espadas en las manos de los soldados, ramos por las calles y comidas abundantes en las mesas. Felicidad. El cielo y las bodas eternas del hijo.
Ayúdanos a entender tus parábolas.
VIGÉSIMA SEMANA DEL T. O.
VIERNES
SAN MATEO 22, 34-40
Los fariseos, al oír que había hecho callar a los saduceos, se pusieron de acuerdo, y uno de ellos, doctor de la ley, le preguntó para tentarle:
—Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la Ley?
Él le respondió:
—Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente. Éste es el mayor y el primer mandamiento. El segundo es como éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos pende toda la Ley y los Profetas.
Los fariseos, a veces, te escuchaban atentos, otras veces, agitados. Te atendían, pero no te entendían. Se creían ellos en posesión de la verdad. Los demás tendrían que aprender de ellos. Tampoco hacían migas con los saduceos, al contrario, les miraban por encima del hombro y no comulgaban con muchas de sus ideas.
Por eso, cuando se enteraron que Tú, Señor, habías hecho callar a los saduceos, uno de ellos, doctor de la Ley, te preguntó, con miras bajas, para tentarte, que cuál era el mandamiento principal de la Ley; aunque la cosa parecía fácil, la pregunta tenía su intríngulis.
Tú, Señor, no tardaste en responder. Y lo hiciste citando unos textos del libro del Deuteronomio. Toda la Ley se condensa —vi-niste a decir— en los dos mandamientos del amor. El primero es el más importante porque el amor al prójimo es consecuencia y efecto del amor a Dios .
De estos dos mandamientos dependen toda la Ley y los Profetas. ¡Qué maravilloso programa, Señor, el que abriste a aquel doctor de la Ley y que abriste a la humanidad entera! ¡Qué maravilloso programa!
El doctor se esfumó. Tú, Señor, a buen seguro quedaste pensativo. Y, mirando a lo lejos, verías a los hombres de todos los tiempos; y contemplarías las buenas acciones de muchos y las guerras de tantos; ante Ti pasarían como por un celuloide finísimo los actos heroicos de los santos y las maldades de los ingratos; los tiempos de paz; los tiempos de hambre y de guerra; y verías tantas cosas, tantas.
VIGÉSIMA SEMANA DEL T. O.
SÁBADO
SAN MATEO 23, 1-12
Entonces Jesús habló a las multitudes y a sus discípulos diciendo:
—En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y fariseos. Haced y cumplid todo cuanto os digan; pero no obréis como ellos, pues dicen pero no hacen. Atan cargas pesadas e insoportables y las echan sobre los hombros de los demás, pero ellos ni con uno de sus dedos quieren moverlas. Hacen todas sus obras para que les vean los hombres. Ensanchan sus filacterias y alargan sus franjas. Anhelan los primeros puestos en los banquetes, los primeros asientos en las Sinagogas y que les saluden en las plazas, y que la gente les llame rabbí. Vosotros, al contrario, no os hagáis llamar rabbí, porque sólo uno es vuestro Maestro y todos vosotros sois hermanos. No llaméis padre vuestro a nadie en la tierra, porque sólo uno es vuestro Padre, el celestial. Tampoco os dejéis llamar doctores, porque vuestro doctor es uno sólo: Cristo. Que el mayor entre vosotros sea vuestro servidor. El que se ensalce será humillado, y el que se humille será ensalzado.
Cada día, Señor, salías a predicar la Buena Nueva; casi siempre te acompañaban tus discípulos. No sé si todos, pero al menos algunos. Tú eras el Maestro, ellos los aprendices. Te escuchaban con atención. Y así, poco a poco, iban aprendiendo tu doctrina. Las multitudes también te escuchaban y te seguían, pero con menos asiduidad y convicción.
Tú, Señor, tenías claro que eras el Maestro, el Hijo de Dios; el Salvador, el Legislador de la Nueva Alanza. Tal vez por eso, aquel día quisiste hablar de la cátedra de Moisés, donde se sentaban los escribas y los fariseos. Y, sobre todo, quisiste clarificar su postura. “Haced lo que digan, pero no obréis como ellos obran”.
Atan cargas a otros, pero ellos, ni un dedo mueven. Les gusta figurar, llamar la atención, buscar los primeros puestos, en los banquetes, en las plazas, les gusta que las gentes los llamen Maestro.
Y mirando a tus Apóstoles —con piedad y compasión— les dijiste: Vosotros nada de eso. Aquí el único Maestro soy Yo; vosotros sois hermanos. No os dejéis llamar padre, el único Padre es el del cielo. No os dejéis llamar doctores, el único doctor soy Yo.
Los Apóstoles te entendieron a la primera. Sabían que Tú, Señor, eres el único Maestro.
Y seguiste: el mayor entre vosotros sea vuestro servidor. No olvidéis que no he venido a ser servido sino a servir. Lo veis en mis palabras y lo veis en mi conducta. Y no olvidéis que el que se ensalza será humillado, y el que se humilla será enaltecido. Merece la pena correr esta aventura, aunque no siempre es fácil vivirla. Habrá que intentarlo muchas veces. Y contar con la fuerza de lo alto.
VIGÉSIMA PRIMERA SEMANA DEL T. O.
DOMINGO (A)
SAN MATEO 16, 13-20
Cuando llegó Jesús a la región de Cesárea de Filipo, comenzó a preguntar a sus discípulos:
—¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre?
Ellos respondieron:
—Unos que Juan Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o alguno de los profetas.
Él les dijo:
—Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?
Respondió Simón Pedro:
—Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo.
Jesús le respondió:
—Bienaventurado eres, Simón, hijo de Juan, porque no te ha revelado eso ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Te daré las llaves del Reino de los Cielos; y todo lo que ates sobre la tierra quedará atado en los Cielos, y todo lo que desates sobre la tierra, quedará desatado en los Cielos. Entonces ordenó a los discípulos que no dijeran a nadie que él era el Cristo.
Un día, Señor, tras recorrer sendas y caminos y predicar tu mensaje por aldeas y pueblos, llegaste, acompañado de “los tuyos”, a la región de Cesarea de Filipo. Y en esta región preguntaste a tus discípulos que decían las gentes sobre Ti, de tu persona.
Había transcurrido un tiempo desde que habías iniciado tu vida pública. Parte de tu programa mesiánico ya lo habías anunciado; eran públicos algunos de tus milagros, curaciones y favores. El grupo de los doce seguía fiel a tu llamada. Era hora, pues, de saber, que decían los hombre de Ti, que pensaban de tu doctrina. Y aunque, como Dios, sabías todo y como hombre estabas al tanto de las noticias más recientes, querías saber directamente de tus discípulos, que decía la gente.
Por eso, reunido con los doce —quizás con algunos más— y después de acomodaros en sencillos asientos, comenzaste a preguntar: ¿quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre? Ellos respondieron que si eras Juan el Bautista, que si eras Elías, que si eras Jeremías, que si eras alguno de los Profetas. A tales respuestas, Tú, Señor, nada dijiste. Te limitaste a recibir la información y callaste. Pero a continuación preguntaste: Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?
De la opinión pública pasaste al compromiso personal. Entonces, Pedro tomó la palabra y dijo: “Tu eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo”. Y te confesó como Dios. Ahora si interviniste. Y lo hiciste con la solemnidad que exigía el caso. Dijiste: “Bienaventurado eres, Simón hijo de Jonás, porque no te ha revelado eso ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos”.
Y continuación, después de la confesión que Pedro había hecho de tu divinidad, le conferiste el Primado: “Yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”. Y diste a Pedro poder sobre las puertas del infierno; y poder para atar y desatar en le tierra los pecados de los hombres.
Después ordenaste a tus discípulos que no dijeran a nadie que Tú eras el Cristo. Y así lo hicieron. Más tarde, pedirás a “los tuyos” que predicaran tu doctrina por todos los rincones de la tierra, hasta el fin del mundo. Y también lo hicieron.
Ayúdanos, Señor, a confesar tu divinidad y a vivir en estrecha unidad con tu Vicario en la tierra, el Papa, el actual y el que venga.
VIGÉSIMA PRIMERA SEMANA DEL T. O.
LUNES
SAN MATEO 23, 13-22
»¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que cerráis el Reino de los Cielos a los hombres! Porque ni vosotros entráis, ni dejáis entrar a los que quieren entrar. »¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas!, que vais dando vueltas por mar y tierra para hacer un solo prosélito y, en cuanto lo conseguís, le hacéis hijo del infierno dos veces más que vosotros.
»¡Ay de vosotros, guías ciegos!, qué decís: “Jurar por el Templo no es nada; pero si uno jura por el oro del Templo, queda obligado”. ¡Necios y ciegos! ¿Qué es más: el oro o el Templo que santifica al oro? Y jurar por el altar no es nada; pero si uno jura por la ofrenda que está sobre él, queda obligado. ¡Ciegos! ¿Qué es más: la ofrenda o el altar que santifica la ofrenda? Por tanto, quien ha jurado por el altar, jura por él y por todo lo que hay sobre él. Y quien ha jurado por el Templo, jura por él y por Aquel que en él habita. Y quien ha jurado por el cielo, jura por el trono de Dios y por Aquel que en él está sentado.
Siguen, Señor, tus ayes y tus lamentos. Cada vez que los leo, los escucho o reflexiono, quiero imaginar tu semblante y no puedo; o casi, mejor, no quiero imaginármelo. Porque, a primera vista, te veo, Señor, quejoso, serio, casi triste. Y, además, sufriente y dolorido. Pero no puedo pasar por alto este momento, importante como todos.
Ay —dijiste— los que cerráis a los demás el camino de la fidelidad; ay los que actuáis locamente, ni comerlo ni dejarlo; ay los que para conseguir fama removéis Roma con Santiago; ay los que no os importan las personas sino las cosas; ay los que guiáis a obscuras y a tientas; ay los que siempre os fijáis en las apariencias y exterioridades; ay los que apreciáis más el contenido que el continente; ay los que estimáis más a las criaturas que al Creador de ellas.
Son, Señor, una sarta de ayes que, al leerlas, te dejan cansado, inquieto y pensativo. Y casi no sabes por dónde tirar. Por eso, hoy cuando los leo de nuevo, acudo a los expertos. Y copio esta nota explicativa, que sosiega el alma: “El discurso de los “ayes” explica con pormenores las funestas consecuencias y las contradicciones que se han derivado de un cumplimiento meramente externo de la Ley. Por ello, en un momento determinado nos indica el camino para no equivocarnos: imitar a Dios en las actitudes que manifiesta hacia su pueblo: justicia, misericordia y fidelidad” .
Después pedir, gracia y ayuda; inteligencia y voluntad. Volveré a comenzar muchas veces, tantas como sea necesario para entender tu doctrina.
VIGÉSIMA PRIMERA SEMANA DEL T. O.
MARTES
SAN MATEO 23, 23-26
»¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas!, que pagáis el diezmo de la menta, del eneldo y del comino, pero habéis abandonado lo más importante de la Ley: la justicia, la misericordia y la fidelidad. Hay que hacer esto sin abandonar lo otro. ¡Guías ciegos, que coláis un mosquito y os tragáis un camello!
»¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que limpiáis por fuera la copa y el plato, mientras que por dentro quedan llenos de carroña e inmundicia. Fariseo ciego, limpia primero lo de dentro de la copa, para que llegue a estar limpio también lo de fuera.
Tus ojos, Señor, se posarían muchas veces, llenos de compasión y misericordia, sobre los escribas y fariseos. En realidad, se fijaban en todos los hombres, pues a todos querías, a todos amabas, por todos estabas dispuesto a dar la vida. Por estas y otras razones, aborrecías la hipocresía, la doble vida, la simulación, el fingimiento, actitudes estas propias de algunas gentes, en especial de los fariseos.
A ellos, no obstante, les amabas, les acogías, les llamabas la atención, ponías en evidencia sus acciones equivocadas. Les recordaste la incongruencia en la que estaban sumidos: pagaban el décimo de la menta, del eneldo y del comino — semillas pequeñas, insignificantes— y, sin embargo, abandonaban mandamientos importantes de la Ley: la justicia, la misericordia, la fidelidad.
Esta forma de proceder, Señor, no la podías aplaudir. Y no es que estuvieras en contra de las cosas pequeñas, de los detalles, de las menudencias, sino que te parecía mal que dieran importancia a lo mínimo y se saltaran a la torera lo grandioso. “Hay que hacer esto —dijiste— sin abandonar lo otro”.
Y en tu afán de salvarlos, le recriminaste su ceguera, su equivocación, su peligro de caer en el hoyo; lo mismo que le sucede a un ciego, que guía a otro ciego ambos caerán al hoyo. “Coláis un mosquito mientras os tragáis un camello”. Más claro, imposible.
Y dijiste más: hablaste de la copa y del plato, de la limpieza por fuera y por dentro; de lo visible y no visible. Y recomendaste vivir la virtud, la lealtad, la honradez, la rectitud, la verdad, la transparencia.
Nos trazas el camino, falta seguirlo: el camino de la justicia, de la misericordia, de la fidelidad. Señor, enséñanos a ser nobles y auténticos y sinceros.
VIGÉSIMA PRIMERA SEMANA DEL T. O.
MIÉRCOLES
SAN MATEO 23, 27-32
»¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas!, que os parecéis a sepulcros blanqueados, que por fuera aparecen hermosos, pero por dentro están llenos de huesos de muertos y de toda podredumbre. Así también vosotros por fuera os mostráis justos ante los hombres, pero por dentro estáis llenos de hipocresía y de iniquidad.
»¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas!, que edificáis las tumbas de los profetas y adornáis los sepulcros de los justos, y decís: Si hubiéramos vivido en tiempos de nuestros padres, no habríamos sido sus cómplices en la sangre de los profetas. Así, pues, atestiguáis contra vosotros mismos que sois hijos de los que mataron a los profetas. Y vosotros, colmad la medida de vuestros padres.
Volvemos a tus “ayes”, Señor. Tienen el mismo tono y el mismo dolor. Ahora te diriges a los escribas y a los fariseos. Les llamas hipócritas; dices de ellos que son como los sepulcros: blanqueados por fuera pero por dentro llenos de podredumbre; justos en apariencia pero por dentro repletos de iniquidad.
Mucho adorno en las tumbas, mucho lujo en los sepulcros, muchas palabras en las oraciones, pero en realidad vuestras vidas (escribas y fariseos) están carentes de obras buenas, faltos de verdad. ¡Peores que los que os precedieron!
Me imagino, Señor, a tus discípulos amedrentados, asustados, cabizbajos. ¿Qué significaba aquel duro discurso? ¿Qué manifestaba toda aquella retahíla de acusaciones? Pero no se atrevieron a preguntar nada; optaron por callar, dejar que el tiempo pasase. Más tarde lo entenderían.
Las nubes cruzaban asustadas el cielo azul, el viento recio amainó su fuerza, los lirios y las flores del campo cerraron sus pétalos azarados de tus “ayes” lastimeros, tremendos.
Y Tú, Señor, seguías queriéndonos a todos. Y por todos ibas a dar tu sangre y tu vida.
VIGÉSIMA PRIMERA SEMANA DEL T. O.
JUEVES
SAN MATEO 24, 42-51
»Por eso, velad, porque no sabéis en qué día vendrá vuestro Señor. Sabed esto: si el dueño de la casa supiera a qué hora de la noche va a llegar el ladrón, estaría ciertamente velando y no dejaría que le horadasen su casa. Por tanto, estad también vosotros preparados, porque a la hora que menos penséis vendrá el Hijo del Hombre.
»¿Quién es, pues, el siervo fiel y prudente, a quien su señor puso al frente de la servidumbre, para darles el alimento a la hora debida? Dichoso aquel siervo, a quien su amo al venir encuentre obrando así. En verdad os digo que le pondrá al frente de toda su hacienda. Pero si ese siervo fuese malo y dijera en su interior: «Mi amo tarda», y comenzase a golpear a sus compañeros y a comer y beber con los borrachos, llegará el amo de aquel siervo el día menos pensado, a una hora imprevista, lo castigará duramente y le dará el pago de los hipócritas. Allí habrá llanto y rechinar de dientes.
De nuevo el tema de la vigilancia. Otra vez avisas a tus discípulos sobre la necesidad de vigilar, de estar preparados. Y la razón es clara: nadie sabe ni el día ni la hora en que vendrás. ¡Conviene, por tanto, estar siempre preparados! Se impone, pues, estar atentos, vigilantes; siempre, en todo momento, cada instante.
Y para recalcar la necesidad de vigilar, de estar atentos, les recordaste la actitud vigilante del dueño de la casa, si no quería verse sorprendido por la llegada inesperada del ladrón.
Era una realidad conocida por todos. Cuando los demás dormían, el dueño de la casa vigilaba; cuando los otros descansan, él hacía la guardia; cuando unos trabajan, él observaba atentamente.
Y a continuación, completaste el tema recordando el premio que recibirá el criado que cumpla con su deber; que vigile atentamente; que permanezca en su puesto el tiempo debido; que cuide con esmero la hacienda de su amo. El premio será seguro, la alabanza firme y el reconocimiento certero. Es más, a ése tal, el amo le pondrá al frente de toda su hacienda.
Por el contrario, si el vigilante no atiende su puesto, si el cuidador no se esmera en permanecer atento, si el protector no salvaguarda lo ajustado, si el defensor no ampara a su protegido, antes al contrario, se dedican a dormir, a divertirse, a darse la gran vida, cuando llegue el dueño les quitará del puesto y les castigará duramente. ¡Y allí habrá llanto y dolor!
Te pido la gracia de querer vigilar.
VIGÉSIMA PRIMERA SEMANA DEL T. O.
VIERNES
SAN MATEO 25, 1-13
»Entonces el Reino de los Cielos será como a diez vírgenes, que tomaron sus lámparas y salieron a recibir al esposo. Cinco de ellas eran necias y cinco prudentes; pero las necias, al tomar sus lámparas, no llevaron consigo aceite; las prudentes, en cambio, junto con las lámparas llevaron aceite en sus alcuzas. Como tardaba en venir el esposo, les entró sueño a todas y se durmieron. A medianoche se oyó una voz: “¡Ya está aquí el esposo”! ¡Salid a su encuentro! Entonces se levantaron todas aquellas vírgenes y aderezaron sus lámparas. Y las necias dijeron a las prudentes: «Dadnos de vuestro aceite del vuestro porque nuestras lámparas se apagan». Pero las prudentes les respondieron: “Mejor es que vayáis a quienes lo venden y compréis, no sea que no alcance para vosotras y para nosotras”. Mientras fueron a comprarlo vino el esposo, y las que estaban preparadas entraron con él a las bodas y se cerró la puerta. Luego llegaron las otras vírgenes diciendo: “¡Señor, señor, ábrenos! Pero él les respondió: “En verdad os digo que no os conozco”. Por eso, velad, porque no sabéis el día ni la hora.
Una y otra vez, insistes, Señor, sobre el Reino de los cielos. Y lo haces a través del género parábola. Esta vez, la parábola la tomaste de una costumbre social de tu tiempo: la espera del esposo que hacen las amigas de la novia.
En ella, desde un principio nos hablas de la necesidad de la prudencia, de emplear el sentido común, de ser precavidos; de poner los medios para alcanzar los fines. ¡Nos jugamos tanto en estas cosas!
Y sin embargo, unas veces, nos olvidamos de preparar lo necesario; otras, el cansancio, la espera, el desaliento minan nuestras fuerzas; desgastan nuestras energías, y caemos en el sueño, en la modorra, en el sopor, en la pereza; en ocasiones, aún habiendo sido diligentes y previsto ciertas dificultades, incluso hasta pequeños detalles, las limitaciones, propias de nuestra naturaleza, nos hacen caer en el sueño.
Y cuando lleguen, más tarde o más temprano, las voces y los gritos, el jolgorio y la bullanga, es el momento de actuar, de saltar a la arena, de tomar posiciones. Y de nuevo, la prudencia tomará protagonismo, la preparación será más necesaria y el orden más imperioso.
Al contrario, si no ha habido precaución, ni prudencia, ni orden, tras el sueño modorro y atolondrado, llegará el despertar ineficaz; y cuando se nos pidan soluciones rápidas y precisas, nos encontraremos con respuestas desordenadas e inútiles. Habrá, entonces, que desandar lo andado, y revolver emociones y curar entuertos; y hasta pedir milagros. Pero ya no habrá tiempo: las puertas estarán cerradas, los cerrojos bien echados.
Y llegará el esposo. Y felices, entrarán las prudentes, las sensatas; y dentro habrá gozo y alegría; y fuera, quedará la angustia, la aflicción y la congoja. Y en medio una puerta. Y los nudos de las manos que golpean de nuevo y las voces que llegan de dentro y que dicen: no os conozco. Y otra vez desde fuera dirán: ¡eh! que sí, que somos nosotras. Y desde dentro nuevo: ¡eh! que no os conozco.
Y terminaste con un breve mensaje: Por eso, velad, porque no sabéis el día ni la hora.
VIGÉSIMA PRIMERA SEMANA DEL T. O.
SÁBADO
SAN MATEO 25, 14-30
»Porque es como un hombre que al marcharse de su tierra llamó a sus servidores y les entregó sus bienes. A uno le dio cinco talentos, a otro dos y a otro uno sólo: a cada uno según su capacidad; y se marchó. El que había recibido cinco talentos fue inmediatamente y se puso a negociar con ellos y llegó a ganar otros cinco. Del mismo modo, el que había recibido dos ganó otros dos. Pero el que había recibido uno fue, hizo un agujero en la tierra y escondió el dinero de su señor. Después de mucho tiempo, regresó el amo de dichos servidores e hizo cuentas con ellos. Cuando se presentó el que había recibido los cinco talentos, entregó otros cinco diciendo: “Señor, cinco talentos me entregaste; mira, he ganado otros cinco talentos”. Le respondió su amo: “Muy bien, siervo bueno y fiel; como has sido fiel en lo poco, yo te confiaré lo mucho: entra en la alegría de tu señor. Se presentó también el que había recibido los dos talentos, dijo: “Señor, dos talentos me entregaste; mira, he ganado otros dos talentos”. Le respondió su amo: “Muy bien, siervo bueno y fiel; como has sido fiel en lo poco, yo te confiaré lo mucho: entra en la alegría de tu señor”. Cuando llegó por fin el que había recibido un talento, dijo: “Señor, sé que eres hombre duro, que cosechas donde no sembraste y recoges donde no esparciste; por eso tuve miedo, fui y escondí tu talento en tierra: aquí tienes lo tuyo”. Su amo, le respondió: «Siervo malo y perezoso, sabías que cosecho donde no he sembrado y recojo de donde no he esparcido; por eso mismo debías haber dado tu dinero a los banqueros, y así, al venir yo, hubiera recibido lo mío junto con los intereses. Por lo tanto, quitadle el talento y dádselo al que tiene los diez.
»Porque a todo el que tenga se le dará y tendrá en abundancia; pero a quien no tiene, incluso lo que tiene se le quitará. En cuanto al siervo inútil, arrojadlo a las tinieblas de afuera: allí habrá llanto y rechinar de dientes».
Con insistencia volvías, Señor, sobre el mismo tema: el Reino de los Cielos. ¡Es tan rica su realidad! ¡Tan sublime su certeza! Por eso, te servías, para explicarlo, de hermosas parábolas y de originales comparaciones. En cada una mostrabas un matiz distinto, complementario. Hoy nos contaste la parábola de los talentos.
Es como un hombre que al marcharse de su tierra llamó a sus servidores y les entregó sus bienes. A todos confió algo. Pero en cantidades distintas. A uno le entregó cinco talentos, a otro dos y a otro uno sólo. Luego el amo se marchó.
Pasó el tiempo, la vida, las oportunidades para aquellos servidores. Los dos primeros trabajaron afanosamente, de sol a sol; ambos pusieron a rendir sus cualidades y sus fuerzas; ambos reflexionaron concienzudamente, buscaron soluciones a sus problemas, tomaron las cosas en serio. Resultado: ganancias, éxitos, beneficios.
En cambio, el que había recibido un solo denario, se dedicó a manosearlo, a pensar en si mismo, a mirarse al ombligo, a enterrar sus facultades y potencias por miedo a que se pudieran desgastar. Resultado: un agujero en el campo lleno de egoísmo, de fracaso.
Después de mucho tiempo, llegó el amo. Y habló con cada uno de sus criados. Trató de sus trabajos, de sus empresas, de sus quehaceres, de sus resultados. Al final, aquel amo pronunció el veredicto: felicidad a raudales para los que trabajaron con sus talentos; y tristeza inmensa para el agostero miedoso y cobarde.
Como colofón, añadiste: a todo el que tenga se le dará y tendrá en abundancia; pero a quien no tiene, incluso lo que tiene se le quitará. Al que tenga ganas de trabajar se le dará; al que no tengas ganas de trabajar se quedará sin nada.
Señor, que aprenda a trabajar; a querer esforzarme, a cooperar con tu gracia, con tus muchos o pocos talentos. Y luego, si respondo, a disfrutar de la alegría del cielo.
VIGÉSIMA SEGUNDA SEMANA DEL T. O.
DOMINGO (A)
SAN MATEO 16, 21-27
Desde entonces comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos que él debía ir a Jerusalén y padecer mucho de parte de los ancianos, de los príncipes de los sacerdotes y de los escribas, y ser llevado a la muerte y resucitar al tercer día.
Pedro, tomándolo aparte, se puso a reprenderle diciendo:
—Dios te libre, Señor! De ningún modo te ocurrirá eso.
Pero él, se volvió hacia Pedro y le dijo:
—¡Apártate de mí, Satanás! Eres escándalo para mí, porque no sientes las cosas de Dios sino las de los hombres.
Entonces les dijo Jesús a sus discípulos:
—Si alguno quiere venir detrás de mí, que se niegue a sí mismo, que tome su cruz y que me siga. Porque el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí la encontrará. Porque, ¿de qué le servirá al hombre ganar el mundo entero si pierde su vida?, o ¿qué podrá dar el hombre a cambio de su vida? Porque el Hijo del Hombre va a venir en la gloria de su Padre acompañado de sus ángeles, y entonces retribuirá a cada uno según su conducta. En verdad os digo que hay algunos de los aquí presentes que no sufrirán la muerte hasta que vean al Hijo del Hombre venir en su Reino.
Y llegó un momento en el que comenzaste, Señor, a manifestar a tus discípulos que debías ir a Jerusalén; que allí ibas a padecer mucho, que ibas a ser condenado a muerte, pero que resucitarías al tercer día. El final era feliz, pero los pasos que había que recorrer hasta llegar al triunfo, realmente eran difíciles. Y todo iba a suceder en Jerusalén, y los ancianos y los príncipes de los sacerdotes y de los escribas andaban por medio.
Pedro, después de haberlo hablado con los otros discípulos, se comprometió a hacer algo. ¡Se iban a quedar cruzados de brazos! Cierto que lo habías dicho Tú, y te creían; pero ¿no podría hacerse algo, para evitarlo? Por eso, un día, tomándote a parte, te pidió que eso no sucediera; que empleases el poder que tenías, como lo habías hecho en otras ocasiones.
Pero Tú, Señor, mirándole a la cara fijamente, con cierta compasión y cariño, le dijiste: Pedro, tú “no sientes las cosas de Dios sino las cosas de los hombres”. No seas para Mí estorbo, tropiezo, escándalo. Mejor que te retires y no colabores con el tentador. No olvides, Pedro, que debo cumplir la voluntad de mi Padre. Pedro debió de entenderlo a la primera. Y todo quedó allí, entre los dos, un mero intento.
Y anunciada la pasión, les presentaste el programa. Y les dijiste que si querían ser discípulos tuyos, no hacía falta más que tomar la cruz y seguirte; les dijiste también que para ganar la vida había que perderla; que vale más ganar la propia vida que ganar el mundo entero; y que todo es nada en comparación de la vida.
Momento tenso aquél, para Ti y para tus discípulos. Silencio y expectación en el ambiente. ¿Qué hacer, ante tal exigencia? Al fin, todos tus discípulos decidieron seguirte. Y Tú, Señor, para romper aquella explicable tensión dijiste: El Hijo del Hombre va a venir en la gloria de su Padre acompañado de sus ángeles, y entonces retribuirá a cada uno según su conducta.
Era otra manera de hablar de victoria.
VIGÉSIMA SEGUNDA SEMANA DEL T. O.
LUNES
SAN LUCAS 4, 16-30
Llegó a Nazaret, donde se había criado, y según su costumbre entró en la Sinagoga el sábado, y se levantó para leer. Entonces le entregaron el libro del profeta Isaías y, abriendo el libro, encontró el lugar donde estaba escrito:
El Espíritu del Señor está sobre mí,
por lo cual me ha ungido
para evangelizar a los pobres,
me ha enviado para anunciar la redención a los cautivos
y devolver la vista a los ciegos,
para poner en libertad a los oprimidos,
y para promulgar el año de gracia del Señor.
Y enrollando el libro se lo devolvió al ministro, y se sentó. Todos en la Sinagoga tenían fijos en él los ojos. Y comenzó a decirles:
—Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír.
Todos daban testimonio en favor de él, y se admiraban de las palabras de gracia que procedían de su boca, y decían:
—¿No es éste el hijo de José?
Entonces les dijo:
—Sin duda me aplicaréis aquel proverbio: “Médico, cúrate a ti mismo”. Cuanto hemos oído que has hecho en Cafarnaún, hazlo también aquí en tu tierra.
Y añadió:
—En verdad os digo que ningún profeta es bien recibido en su tierra. Os digo de verdad que muchas viudas había en Israel en tiempos de Elías, cuando durante tres años y seis meses se cerró el cielo y hubo gran hambre por toda la tierra; y a ninguna de ellas fue enviado Elías, sino a una mujer viuda en Sarepta de Sidón. Muchos leprosos había también en Israel en tiempo del profeta Elíseo, y ninguno de ellos fue curado, más que Naamán el Sirio.
Al oír estas cosas, todos en la Sinagoga se llenaron de ira, y se levantaron, le echaron fuera de la ciudad, y lo llevaron hasta la cima del monte sobre el que estaba edificada su ciudad para despeñarle. Pero él, pasando por medio de ellos, se marchó.
Un día, Señor, volviste a Nazaret. Al lugar donde te habías criado. ¡Cuántos recuerdos aflorarían a tu espíritu! ¡Los buenos días pasados en el taller de José! ¡Las conversaciones tenidas con tu madre! ¡Los juegos de niño! ¡Las aventuras de adolescente! ¡Los proyectos de joven! ¡Y, sobre todo, el momento de la muerte de José y el día de las despedidas de tu Madre!
¡Cuántos recuerdos! Volvías a tus raíces. Y, según tu costumbre, fuiste a la Sinagoga, el sábado. Y, como habías hecho otras veces, te levantaste para leer. El encargado te entregó el libro del profeta Isaías. Tú abriste el libro y encontraste un texto precioso. Lo leíste despacio.
Al terminar enrollaste el libro y lo devolviste al ministro. Luego te sentaste. Quizás tu silencio fuera un poco más largo que de costumbre. Todos te miraban con sorpresa. ¡Habías leído tan bien! ¡Era tan bonito el pasaje elegido! ¡Esperaban que hablases! ¡Al fin comenzaste!
Y dijiste: Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír. Esto está dicho por Mí; Yo soy el ungido; Yo soy el que viene a evangelizar a los pobres; Yo soy el que anunciará la redención a los cautivos; Yo soy el que dará luz a los ciegos, Yo soy el que libraré a los oprimidos; Yo promulgaré el año de gracia del Señor.
Todos estaban atónitos, maravillados, no acababan de explicarse que el hijo de José dijese aquellas cosas. Y Tú, Señor, no sé si triste o enfadado, o ambas cosas a la vez, añadiste aquello de que ningún profeta es bien recibido en su tierra. Y más cosas dijiste, arriba aparecen recogidas.
Y llegó la ira de tus paisanos. Y llegó el absurdo de aquel pueblo. Y llegó la locura de aquellas gentes: querer despeñarte. Y Tú, que sabías que no había llegado tu hora, con señorío, pasando por medio de ellos, te marchaste.
¡Te fuiste de tu pueblo!
LUNES
SAN MATEO 14, 13-21CON UN SOLO GOLPE DE CLIK http://diocesisalmeria.es/
Al oírlo Jesús se alejó de allí en una barca hacia un lugar apartado él solo. Cuando la gente se enteró le siguió a pie desde las ciudades. Al desembarcar vio una gran muchedumbre y se llenó de compasión por ella y curó a los enfermos. Al atardecer se acercaron sus discípulos y le dije-ron: —Este es un lugar apartado y ya ha pasado la hora; despide a la gen-te para que vayan a las aldeas a comprarse alimentos. Pero Jesús les dijo: —No hace falta que se vayan, dadles vosotros de comer. Ellos le respondieron: —Aquí no tenemos más que cinco panes y dos peces. Él les dijo: —Traédmelos aquí. Entonces mandó a la gente que se acomodara en la hierba. Tomó los cinco panes y los dos peces, levantó los ojos al cielo, pronunció la bendición, partió los panes y los dio a los discípulos y los discípulos a la gente. Comieron todos hasta que quedaron satisfechos, y de los trozos que sobraron recogieron doce cestos llenos. Los que comieron eran unos cinco mil hombres, sin contar mujeres y niños.
Herodes había mandado matar a Juan el Bautista. Tú, Señor, te enteraste de inmediato. No me cuesta pensar que sufrirías profundamente por tal barbaridad. Tal vez por eso, decidiste poner agua por medio. Y en una barca te alejaste de allí, buscando un lugar apartado, seguro. ¡Bendita soledad!
Algún tiempo después, “la gente se enteró que te habías marchado”. Y de distintas ciudades acudieron a pie hacia donde Tú te habías dirigido. Al “desembarcar viste que una gran muchedumbre estaba allí reunida”. Y te compadeciste de todos: a unos les curaste de sus males, a otros les atendiste en sus reclamaciones, a todos les consolaste de sus ansiedades. Tu corazón, Señor, se entregó totalmente. Y la gente, feliz, no se apartaba de tu lado. Hasta se olvidó de ir a comer.
Ya al atardecer, tus discípulos, pensando en la gente, te hicieron ver la necesidad de que los despidieses. Necesitaban alimentarse y allí no había nada que llevarse a la boca. Cerca se encontraban algunas aldeas donde poder comprar alimentos. También pensarían que Tú, Señor, como hombre que eras, necesitabas reponer fuerzas y descansar.
Mas Tú, Señor, les dijiste que no hacía falta despedirlos. Y aña-diste: “dadles vosotros de comer”. Ellos te dijeron que sólo tenían cinco panes y dos peces. Pediste que te los trajeran de inmediato. Mientras tus discípulos fueron a buscarlos, mandaste a la gente se acomodara sobre la hierba. Y así lo hicieron.
Presentados los cinco panes y los dos peces ante Ti, Señor, con exquisita naturalidad, los tomaste en tus manos, levantaste los ojos al cielo, pronunciaste la bendición sobre ellos, y los diste a tus discípulos y ellos los repartieron entre la gente. Comieron todos hasta saciarse. De las sobras se recogieron doce cestos llenos. Eran cinco mil hombres, sin contar mujeres y niños, los que tomaron de aquellos cinco panes y de aquellos dos peces.
Yo también, Señor, quiero estar contigo. Y deseo que Tú estés conmigo. Necesito tu alimento y tu gracia, tu vigor y tu fuerza. Todo lo demás será añadidura, cestos de sobras.
sábado, 31 de julio de 2010
DOMINGO XVIII TIEMPO ORDINARIO
Del santo evangelio según san Lucas 12, 13-21
CON UN SOLO GOLPE DE CLIK
http://www.hermanitasdejesus.org/
En aquel tiempo, dijo uno del público a Jesús: — «Maestro, dile a mi hermano que reparta conmigo la herencia.» Él le contestó: — «Hombre, ¿quién me ha nombrado juez o árbitro entre vosotros?» Y dijo a la gente: — «Mirad: guardaos de toda clase de codicia. Pues, aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes.» Y les propuso una parábola: — «Un hombre rico tuvo una gran cosecha. Y empezó a echar cálculos: “¿Qué haré? No tengo donde almacenar la cosecha.” Y se dijo: “Haré lo siguiente: derribaré los graneros y construiré otros más grandes, y almacenaré allí todo el grano y el resto de mi cosecha. Y entonces me diré a mí mismo: Hombre, tienes bienes acumulados para muchos años; túmbate, come, bebe y date buena vida.” Pero Dios le dijo: “Necio, esta noche te van a exigir la vida. Lo que has acumulado, ¿de quién será?” Así será el que amasa riquezas para sí y no es rico ante Dios.»
Comentario al Evangelio de este domingo, XVIII del tiempo ordinario,
redactado por monseñor Jesús Sanz Montes, ofm,
arzobispo de Oviedo, administrador apostólico de Huesca y de Jaca.
Alguien del público increpa a Jesús para que medie en una trifulca familiar a propósito de la herencia. Ese "poderoso caballero, don dinero", cupido de la codicia, es tremendamente seductor, y en las jaulas de sus señuelos han ido cayendo los hombres de todos los tiempos.
Jesús quiere, más allá de la disputa puntual que aquel suceso le planteó, desenmascarar el torpe chantaje que siempre supone el dios dinero, el ídolo del tener, la falsa seguridad de acumular. La conseja de la parábola de este Evangelio: "túmbate, come, bebe y date buena vida", la vemos corregida y aumentada, hoy igual que hace veinte siglos, por las consignas hedonistas, a las que nos empujan los adoradores de los nuevos becerros de oro: compre, consuma, cambie, aspire, goce, disfrute...
No es que Jesucristo y el cristianismo sean tristes y entristecedores, aguafiestas de la vida, pero ponen en guardia ante la propaganda fácil de una felicidad falsa. Se denuncia que poco a poco vayamos creyéndonos todos que el problema de nuestra felicidad depende de lo que tengo y acumulo. El problema viene cuando nos quitamos el disfraz del personaje y emerge la realidad de la persona, el drama viene cuando en el camerino de nuestra intimidad nos quitamos los maquillajes sociales y aparecen las arrugas de nuestra alma que habíamos camuflado bajo tantas apariencias.
Y cuando los profetas del consumo van llevando nuestra insatisfecha sociedad al jardín de las delicias de dios dinero; y cuando logrado el objetivo propuesto de adquirir o disfrutar de lo que se nos prometía lo último de lo último, seguimos masticando la tristeza y el hastío; y cuando en esta interminable espiral de ansiedad constatamos que nos falta demasiado para vivir felizmente; y cuando entrando al trapo del consumo, del dinero y del placer inhumano, lo que mayormente conseguimos es agobio, vanidad, enfrentamiento, ansiedad, injusticias, deshumanización... etc, entonces miramos los cristianos a Jesús, como aquellos otros hicieron hace dos mil años, y creemos que la única riqueza que no mancha, ni corrompe, ni ofende, ni destruye, es esa de la cual hablaba Él: "no amasar riquezas para sí, sino ser rico ante Dios".
Entonces, a la luz de este Evangelio, comprendemos que efectivamente Jesús no es rival de lo bueno, ni de lo bello, ni de lo gozoso, pero sí es implacable contra todo intento deshumanizador que pretende comprar y vender la felicidad y la dicha, bajo una bondad, una belleza y una alegría que son falsas, sencillamente falsas.
Del santo evangelio según san Lucas 12, 13-21
CON UN SOLO GOLPE DE CLIK
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En aquel tiempo, dijo uno del público a Jesús: — «Maestro, dile a mi hermano que reparta conmigo la herencia.» Él le contestó: — «Hombre, ¿quién me ha nombrado juez o árbitro entre vosotros?» Y dijo a la gente: — «Mirad: guardaos de toda clase de codicia. Pues, aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes.» Y les propuso una parábola: — «Un hombre rico tuvo una gran cosecha. Y empezó a echar cálculos: “¿Qué haré? No tengo donde almacenar la cosecha.” Y se dijo: “Haré lo siguiente: derribaré los graneros y construiré otros más grandes, y almacenaré allí todo el grano y el resto de mi cosecha. Y entonces me diré a mí mismo: Hombre, tienes bienes acumulados para muchos años; túmbate, come, bebe y date buena vida.” Pero Dios le dijo: “Necio, esta noche te van a exigir la vida. Lo que has acumulado, ¿de quién será?” Así será el que amasa riquezas para sí y no es rico ante Dios.»
Comentario al Evangelio de este domingo, XVIII del tiempo ordinario,
redactado por monseñor Jesús Sanz Montes, ofm,
arzobispo de Oviedo, administrador apostólico de Huesca y de Jaca.
Alguien del público increpa a Jesús para que medie en una trifulca familiar a propósito de la herencia. Ese "poderoso caballero, don dinero", cupido de la codicia, es tremendamente seductor, y en las jaulas de sus señuelos han ido cayendo los hombres de todos los tiempos.
Jesús quiere, más allá de la disputa puntual que aquel suceso le planteó, desenmascarar el torpe chantaje que siempre supone el dios dinero, el ídolo del tener, la falsa seguridad de acumular. La conseja de la parábola de este Evangelio: "túmbate, come, bebe y date buena vida", la vemos corregida y aumentada, hoy igual que hace veinte siglos, por las consignas hedonistas, a las que nos empujan los adoradores de los nuevos becerros de oro: compre, consuma, cambie, aspire, goce, disfrute...
No es que Jesucristo y el cristianismo sean tristes y entristecedores, aguafiestas de la vida, pero ponen en guardia ante la propaganda fácil de una felicidad falsa. Se denuncia que poco a poco vayamos creyéndonos todos que el problema de nuestra felicidad depende de lo que tengo y acumulo. El problema viene cuando nos quitamos el disfraz del personaje y emerge la realidad de la persona, el drama viene cuando en el camerino de nuestra intimidad nos quitamos los maquillajes sociales y aparecen las arrugas de nuestra alma que habíamos camuflado bajo tantas apariencias.
Y cuando los profetas del consumo van llevando nuestra insatisfecha sociedad al jardín de las delicias de dios dinero; y cuando logrado el objetivo propuesto de adquirir o disfrutar de lo que se nos prometía lo último de lo último, seguimos masticando la tristeza y el hastío; y cuando en esta interminable espiral de ansiedad constatamos que nos falta demasiado para vivir felizmente; y cuando entrando al trapo del consumo, del dinero y del placer inhumano, lo que mayormente conseguimos es agobio, vanidad, enfrentamiento, ansiedad, injusticias, deshumanización... etc, entonces miramos los cristianos a Jesús, como aquellos otros hicieron hace dos mil años, y creemos que la única riqueza que no mancha, ni corrompe, ni ofende, ni destruye, es esa de la cual hablaba Él: "no amasar riquezas para sí, sino ser rico ante Dios".
Entonces, a la luz de este Evangelio, comprendemos que efectivamente Jesús no es rival de lo bueno, ni de lo bello, ni de lo gozoso, pero sí es implacable contra todo intento deshumanizador que pretende comprar y vender la felicidad y la dicha, bajo una bondad, una belleza y una alegría que son falsas, sencillamente falsas.
viernes, 30 de julio de 2010
SÁBADO
SAN MATEO 14, 1-12CON UN SOLO GOLPE DE CLIK http://home.tiscali.nl/annejan/swf/timeline.swf
En aquel entonces oyó el tetrarca Herodes la fama de Jesús, y les dijo a sus cortesanos: —Éste es Juan el Bautista que ha resucitado de entre los muertos, y por eso actúan en él esos poderes. Herodes, en efecto, había apresado a Juan, lo había encadenado y lo había metido en la cárcel a causa de Herodías, la mujer de su hermano Filipo, porque Juan le decía: “No te es lícito tenerla”. Y aunque quería matarlo, tenía miedo al pueblo porque lo consideraban un profeta. El día del cumpleaños de Herodes salió a bailar la hija de Herodías y gustó tanto a Herodes que juró darle cualquier cosa que pidiese. Ella, instigada por su madre, dijo: —Dame aquí, en esta bandeja, la cabeza de Juan el Bautista. El rey se entristeció, pero por el juramento y por los comensales ordenó dársela. Y mandó decapitar a Juan en la cárcel. Trajeron su cabeza en la bandeja y se la dieron a la muchacha, que la entregó a su madre. Acudieron luego sus discípulos, tomaron el cuerpo muerto, lo enterraron y fueron a dar la noticia a Jesús.
Hasta los dominios de Herodes llegó, Señor, la fama que te rodeaba. Fama que iba creciendo por momentos. Tal vez por eso, Herodes, un buen día, convencido de poseer la verdad de las cosas, hizo unas manifestaciones sobre Ti.
No sé si en la terraza o en el salón de recepciones, dijo que Tú eras Juan Bautista, que había resucitado y que por eso tenías tantos y tales poderes. Y, en ese momento, salió a cuento la muerte de Juan.
Lo de la prisión, las cadenas, la cárcel. Y Herodes refirió lo de su cumpleaños, lo de la danza, lo del juramento, lo de la decapitación; el entierro posterior.
Y ahora, Herodes, más viejo y más poderoso, se atrevía a decir que Tú, Señor, eras Juan, que había revivido. Se ve que había pasado más de una noche en vela, con remordimientos, con pesadi-llas. Y le quería vivo —a Juan— para olvidar realidades, para olvidar hechos consumados.
jueves, 29 de julio de 2010
VIERNES
SAN MATEO 13, 54-58CON UN SOLO GOLPE DE CLIK http://www.diocesisdesantander.com/
Y al llegar a su ciudad se puso enséñales en su Sinagoga, de manera que se quedaban admirados y decían: —¿De dónde le viene a éste esa sabiduría y esos poderes? ¿No es éste el hijo del artesano? ¿No se llama su madre María y sus hermanos Santiago, José, Simón y Judas? Y sus hermanas ¿no viven todas entre nosotros? ¿Pues de dónde le viene todo esto? Y se escandalizaban de él. Pero Jesús les dijo: —No hay profeta que no sea menospreciado sino en su tierra y en su casa. Y no hizo allí muchos milagros por su incredulidad.
Cumplida la misión, presentadas las parábolas, te marchaste de allí. Tras una caminata, más o menos larga, llegaste a tu ciudad; al lugar que tanto querías, donde te habías criado y donde tantos recuerdos y tantas amistades guardabas. Estabas en tu casa.
Y, como habías hecho en otros lugares, aquí también te pusiste “a enseñar en la Sinagoga”. Todos quedaron admirados. Te sabían sabio, pero no tanto; te creían conocedor de la escritura, pero no en esa medida. Y decían: ¿De dónde le viene a éste esa sabiduría y esos poderes?
Echaban números y no les salían las cuentas. Te habían visto asistir a la Sinagoga, conocían a tu padre adoptivo, José, el carpintero; conocían a tu madre, María, y a toda tu familia; nadie era tan sabio, ni tan influyente. Y una y otra vez decían: ¿De dónde le viene todo esto?
Y algunos —no sé si muchos— se escandalizaban de Ti. Se arrugaban en su envidia. Entonces Tú, Señor, les dijiste a boca llena: no hay profeta que no sea menospreciado en su tierra y en su casa. ¡Qué cosas, Señor, qué cosas!
Y, como respuesta —dice el evangelista—, no hiciste allí muchos milagros; algunos sí, quizás bastantes, pero no muchos. Causa: su incredulidad, su falta de fe, su falta de correspondencia. Ayúdanos, Señor, a creer, a esperar, a amar.
miércoles, 28 de julio de 2010
JUEVES
SAN MATEO 13, 47-53CON UN SOLO GOLPE DE CLIK
http://www.diocesisgetafe.es/
»Asimismo el Reino de los Cielos es semejante a una red barredera que se echa en el mar, recoge toda clase de cosas. Y cuando está llena la arrastran a la orilla, y se sientan para echar lo bueno en cestos, mientras lo malo lo tiran fuera. Así será al fin del mundo: saldrán los ángeles y separarán a los malos de entre los justos y los arrojarán al horno del fuego. Allí habrá llanto y rechinar de dientes. ¿Habéis entendido todo esto? — Si — le respondieron: Él les dijo: —Por eso, todo escriba instruido acerca del Reino de los Cielos es como un hombre, amo de su casa, que saca de su tesoro cosas nuevas y cosas antiguas. Cuando terminó Jesús estas parábolas se marchó de allí.
Si las labores del campo eran conocidas por Ti, Señor, no lo eran menos las del ambiente de los pescadores. Junto a redes llamaste a algunos de tus discípulos, entre barcas y remos hiciste muchos milagros; desde la orilla del mar predicaste tu mensaje; anduviste por sus aguas, calmaste las tempestades. Agua, barcas, redes.
La “red barredera” es esa red que “recoge toda clase de peces”. Así es el Reino de los cielos. Como una enorme red donde caben todos los hombres de la tierra. Y, cuando la red está llena, la arrastran a la orilla. Entonces viene la elección: los buenos y los malos.
Así será al fin del mundo. Cuando la red de la historia se acabe y terminen las faenas, quedará el trabajo de la selección. Llegarán los ángeles, separarán “a los malos de entre los justos”. Tú, Señor, sabrás cómo será aquello. Nosotros no podemos imaginarlo.
Lo del horno de fuego, lo del llanto y el rechinar de dientes se engancha en mi entendimiento como la maleza del mar entre las redes del pescador. Parecen algo inútil, pero allí están. ¡Qué misterio, Señor! Los discípulos a la pregunta: ¿Habéis entendido todo esto?, dijeron que sí.
Mientras llega esa hora, intentaremos cumplir la última recomendación: sacar del tesoro cosas nuevas y cosas antiguas. Como un buen hombre, como un buen amo de su casa.
martes, 27 de julio de 2010
MIÉRCOLES
SAN MATEO 13, 44-46 CON UN SOLO GOLPE DE CLIK http://www.archimeridabadajoz.org/
»El Reino de los Cielos es como un tesoro escondido en el campo que, al encontrarlo un hombre, lo oculta y, en su alegría, va y vende todo cuanto tiene y compra aquel campo.
»Asimismo el Reino de los Cielos es como un comerciante que busca perlas finas y, cuando encuentra una perla de gran valor, va y vende todo cuanto tiene y la compra.
“Con las parábolas del tesoro escondido y la perla, Jesús presenta el valor supremo del Reino de los cielos y la actitud del hombre para alcanzarlo. Hay ligeras diferencias en la enseñanza de ambas parábolas: el tesoro significa la abundancia de dones; la perla, la belleza del Reino. El tesoro se presenta de improviso, la perla supone una búsqueda”. “En todo caso, siempre se exige la generosidad por parte del hombre porque Dios “nunca falta de ayudar a quien por El se determina a dejarlo todo”. (Santa Teresa de Jesús, Camino de Perfección 1,2) .
He querido, Señor, iniciar esta reflexión con esta hermosa cita. Tesoro: abundancia, el cielo; la perla: belleza, del cielo, El tesoro: de improviso, de repente; la perla; búsqueda, toda una vida. ¡Reflexión personal!
¡Cuántas veces habremos oído narrar estas parábolas! Y siempre nos parecen nuevas. Vamos a parar un poco el reloj, el tiempo; pensemos en el tesoro; pensemos en la perla.
¿Qué hacemos por conseguir el tesoro, por adquirir la perla? ¿Vale la pena dejarlo todo, venderlo todo, jugárselo todo, por adquirir este tesoro, por conseguir esta perla?
Señor, cuéntanos de nuevo la parábola; dinos qué cosas debemos tirar por la borda, dinos qué objetos tenemos que quemar que nos estorban; dinos qué tenemos que destruir; dinos que asuntos tenemos que olvidar.
lunes, 26 de julio de 2010
MARTES
SAN MATEO 13, 36-43 CON UN SOLO GOLPE DE CLIK http://www.iglesiadeasturias.org/
Entonces, después de despedir a las multitudes, entró en la casa. Y se acercaron sus discípulos y le dijeron: —Explícanos la parábola de la cizaña del campo. Él les respondió: —El que siembra la buena semilla es el Hijo del Hombre; el campo es el mundo; la buena semilla son los hijos del Reino; la cizaña son los hijos del Maligno. El enemigo que la sembró es el diablo; la siega es el fin del mundo; los segadores son los ángeles. Del mismo modo que se reúne la cizaña y se quema en el fuego, así será al fin del mundo. El Hijo del Hombre enviará a sus ángeles y apartarán de su Reino a todos los que causan escándalo y obran la maldad, y los arrojarán en el horno del fuego. Allí será el llanto y rechinar de dientes. Entonces los justos brillarán como el sol en el Reino de su Padre. Quien tenga oídos, que oiga.
Había sido aquel un día de mucha actividad. Gentes y más gentes llegadas de lejos hasta Ti. Unos para pedirte un favor, otros para implorar una ayuda; quienes a escuchar tu palabra; otros a esperar algún milagro de tus manos. Lo cierto es que llegaban hasta Ti, multitudes. La jornada había sido intensa. Al terminar, Te despediste de ellos.
Y al quedar Tú solo con tus discípulos, entraste en la casa a comentar con “los tuyos” algunas de las realidades vividas durante el día, a descasar un poco; a reponer fuerzas. Aunque a veces ni tus discípulos te dejaban descansar. Se acercaron y te pidieron les explicases un poco más la parábola de la cizaña, querían entenderlo mejor. Te habían escuchado pero algo no acababan de entender.
Tú, Señor, no pusiste ninguna traba, antes al contrario, de in-mediato comenzaste a explicarles la parábola de la cizaña. Y les hablaste del sembrador y la semilla; del campo y la cizaña; del momento de sembrar y también de recoger; de selección del grano bueno y la separación del fruto inútil; del triunfo y de la derrota.
Y les hablaste de Ti mismo como sembrador, y de tu palabra como simiente, y del mundo como campo; y del diablo como el enemigo; y de la cosecha y de la selección; de los ángeles como enviados del Padre, del terror y del fuego, de la vida eterna y del final sin premio, del llanto y del dolor.
Y añadiste: “el que tenga oídos, que oiga”. Poco después, os sentasteis a la mesa, y tras cantar o recitar algún salmo, comenzasteis a comer. Entre bocado y bocado todavía escucharías alguna pregunta, para aclarar alguna duda, para remachar alguna idea. Quizás así anduvisteis hasta entrada la noche.
Ahora cuando han pasado tantos años y en el campo de la Iglesia sigue existiendo la cizaña, las malas hierbas, necesitamos, Señor, que envíes a tus ángeles para que nos ayuden a separar y a distinguir, para ver las cosas claras.
domingo, 25 de julio de 2010
LUNES
SAN MATEO 13, 31-35 CON UN SOLO GOLPE DE CLIK http://www.alaup.com/
Les propuso otra parábola: —El Reino de los Cielos es como un grano de mostaza que tomó un hombre y lo sembró en su campo; es sin duda, la más pequeña de todas las semillas, pero cuando ha crecido es la mayor de las hortalizas, y llega a hacerse como un árbol, hasta el punto de que los pájaros del cielo acuden a anidar en sus ramas. Les dijo otra parábola: —El Reino de los Cielos es como la levadura que toma una mujer y mezcló con tres medidas de harina, hasta que fermentó todo. Todas estas cosas habló Jesús a las multitudes con parábolas y no les solía hablar nada sin parábolas, para que se cumpliese lo dicho por medio del Profeta: Abriré mi boca en parábolas, proclamaré las cosas que estaban ocultas desde la creación del mundo.
Otra vez volviste, Señor, a las parábolas. Esta vez escogiste como tema el grano de mostaza y la levadura. Dos realidades pequeñas, sencillas, pero de las que se pueden extraer profundas enseñanzas.
El grano de mostaza es una semilla pequeña: las cosas grandes nacen pequeñas, luego crecen, se desarrollan, maduran, triunfan. Hay que tener fe en la semilla y en el sembrador. Lo mismo pasa con la levadura.
Tal vez, Tú, Señor, habías plantado algún grano de mostaza en el huerto de Nazaret; a lo mejor fue José el que te enseñó a hacer el hoyo; a tratar la semilla, a esperar, a contemplar más tarde el arbusto crecido y lleno de ramas y lleno de pájaros.
Acaso viste a María, tu Madre, tomar la levadura, hacer la masa en la artesa y mezclar la masa con la levadura. Y acaso fue ella, tu Madre, la que te hizo ver su fuerza y su valor. Entonces, Tú, Niño, Joven, observabas; ahora, hombre maduro, aplicabas la lección a cosas más sublimes.
Ahora explicabas con detalle el valor del Reino, y decías: el Reino de los cielos es como un sembrador, es como un grano de mos-taza, es como la levadura, como la cizaña, es..... Señor, háblanos en parábolas, explícanos verdades fuertes con parábolas sencillas.
sábado, 24 de julio de 2010
Del Evangelio según San Mateo (20, 20-28)
CON UN SOLO GOLPE DE CLIK
http://www.archicompostela.org/
En aquel tiempo, se acercó a Jesús la madre de los Zebedeos con sus hijos y se postró para hacerle una petición. Él le preguntó: —¿«Qué deseas?» Ella contestó: —«Ordena que estos dos hijos míos se sienten en tu reino, uno a tu derecha y el otro a tu izquierda. » Pero Jesús replicó: —«No sabéis lo que pedís. ¿Sois capaces de beber el cáliz que yo he de beber? » Contestaron: —«Lo somos.» Él les dijo: —«Mi cáliz lo beberéis; pero el puesto a mi derecha o a mi izquierda no me toca a mí concederlo, es para aquellos para quienes lo tiene reservado mi Padre.» Los otros diez, que lo habían oído, se indignaron contra los dos hermanos. Pero Jesús, reuniéndolos, les dijo: —«Sabéis que los jefes de los pueblos los tiranizan y que los grandes los oprimen. No será así entre vosotros: el que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor, y el que quiera ser primero entre vosotros, que sea vuestro esclavo. Igual que el Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por muchos.»
Celebramos hoy, domingo, la solemnidad de Santiago Apóstol. Esta año además con la circunstancia de ser año santo compostelano. Desde distintos lugares de España, de Europa entera, llegan peregrinos a Santiago. Se ha dicho y con razón que Europa nació peregrinando. Roma, Jerusalén y Santiago eran las metas del aquel andar cristiano.
Nuestro pueblo no sólo tiene una historia salvífica que contar, sino también una geografía de salvación que recorrer. Por eso, todos nosotros queremos, deseamos ir a Santiago. Y a Santiago iremos, al menos con el espíritu, con el júbilo del año santo compostelano, recorriendo los caminos que nos hablan de otros peregrinos que han surcado esos senderos.
Iremos jubilosos por el camino, con el bastón y la mochila de un equipaje ligero, sabiendo que nuestros pies peregrinos tienen como meta de su esfuerzo llegar al destino mismo que moviera al Apóstol Santiago: Jesucristo.
Y aunque es verdad, que pasan los siglos y somos diferentes en tantas cosas, sin embargo tenemos en común la misma fe, el mismo maestro, y la misma meta. Y hacia ellas caminamos.
Por eso, tengamos la edad que tengamos, sea cual sea ahora nuestra circunstancia, la hechura humana de la que estamos hechos el deseo de felicidad, de paz, no ha cambiado con el paso de los siglos, por más que sean otros los desafíos, distintas las dificultades y diferentes los desvaríos.
Y aunque parece que todo cambia, tenemos en común algo que es esencial a la humanidad, el amor de Cristo, la Cruz que el mismo Señor quiso abrazar y darle un destino feliz.
De esto fue testigo el Apóstol Santiago, y en esto él nos ayuda y acompaña, ayudándonos a entender que Cristo es el Camino, la Verdad y la Vida.
Caminante son tus huellas // El camino nada más; // caminante no hay camino // se hace camino al andar.
Al andar se hace camino // y al volver la vista atrás // se ve la senda que nunca // se ha de volver a pisar.
Caminante, no hay camino // sino estelas sobre el mar. // ¿Para que llamar caminos // A los surcos del azar...?
Todo el que camina anda, // Como Jesús sobre el mar. // Yo amo a Jesús que nos dijo: // Cielo y tierra pasarán
Cuando cielo y tierra pasen // mi palabra quedará. // ¿Cuál fue Jesús tu palabra? // ¿Amor?, ¿perdón?, ¿caridad?
Todas tus palabras fueron // una palabra: Velad. // Como no sabéis la hora // En que os han de despertar,
Os despertarán dormidos // si no veláis; despertad.
CON UN SOLO GOLPE DE CLIK
http://www.archicompostela.org/
En aquel tiempo, se acercó a Jesús la madre de los Zebedeos con sus hijos y se postró para hacerle una petición. Él le preguntó: —¿«Qué deseas?» Ella contestó: —«Ordena que estos dos hijos míos se sienten en tu reino, uno a tu derecha y el otro a tu izquierda. » Pero Jesús replicó: —«No sabéis lo que pedís. ¿Sois capaces de beber el cáliz que yo he de beber? » Contestaron: —«Lo somos.» Él les dijo: —«Mi cáliz lo beberéis; pero el puesto a mi derecha o a mi izquierda no me toca a mí concederlo, es para aquellos para quienes lo tiene reservado mi Padre.» Los otros diez, que lo habían oído, se indignaron contra los dos hermanos. Pero Jesús, reuniéndolos, les dijo: —«Sabéis que los jefes de los pueblos los tiranizan y que los grandes los oprimen. No será así entre vosotros: el que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor, y el que quiera ser primero entre vosotros, que sea vuestro esclavo. Igual que el Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por muchos.»
Celebramos hoy, domingo, la solemnidad de Santiago Apóstol. Esta año además con la circunstancia de ser año santo compostelano. Desde distintos lugares de España, de Europa entera, llegan peregrinos a Santiago. Se ha dicho y con razón que Europa nació peregrinando. Roma, Jerusalén y Santiago eran las metas del aquel andar cristiano.
Nuestro pueblo no sólo tiene una historia salvífica que contar, sino también una geografía de salvación que recorrer. Por eso, todos nosotros queremos, deseamos ir a Santiago. Y a Santiago iremos, al menos con el espíritu, con el júbilo del año santo compostelano, recorriendo los caminos que nos hablan de otros peregrinos que han surcado esos senderos.
Iremos jubilosos por el camino, con el bastón y la mochila de un equipaje ligero, sabiendo que nuestros pies peregrinos tienen como meta de su esfuerzo llegar al destino mismo que moviera al Apóstol Santiago: Jesucristo.
Y aunque es verdad, que pasan los siglos y somos diferentes en tantas cosas, sin embargo tenemos en común la misma fe, el mismo maestro, y la misma meta. Y hacia ellas caminamos.
Por eso, tengamos la edad que tengamos, sea cual sea ahora nuestra circunstancia, la hechura humana de la que estamos hechos el deseo de felicidad, de paz, no ha cambiado con el paso de los siglos, por más que sean otros los desafíos, distintas las dificultades y diferentes los desvaríos.
Y aunque parece que todo cambia, tenemos en común algo que es esencial a la humanidad, el amor de Cristo, la Cruz que el mismo Señor quiso abrazar y darle un destino feliz.
De esto fue testigo el Apóstol Santiago, y en esto él nos ayuda y acompaña, ayudándonos a entender que Cristo es el Camino, la Verdad y la Vida.
Caminante son tus huellas // El camino nada más; // caminante no hay camino // se hace camino al andar.
Al andar se hace camino // y al volver la vista atrás // se ve la senda que nunca // se ha de volver a pisar.
Caminante, no hay camino // sino estelas sobre el mar. // ¿Para que llamar caminos // A los surcos del azar...?
Todo el que camina anda, // Como Jesús sobre el mar. // Yo amo a Jesús que nos dijo: // Cielo y tierra pasarán
Cuando cielo y tierra pasen // mi palabra quedará. // ¿Cuál fue Jesús tu palabra? // ¿Amor?, ¿perdón?, ¿caridad?
Todas tus palabras fueron // una palabra: Velad. // Como no sabéis la hora // En que os han de despertar,
Os despertarán dormidos // si no veláis; despertad.
viernes, 23 de julio de 2010
SÁBADO
SAN MATEO 13, 24-30CON UN SOLO GOLPE DE CLIK http://www.diocesisdehuesca.org/mapa.htm
Les propuso otra parábola: —El Reino de los Cielos es semejante a un hombre que sembró buena semilla en su campo. Pero, mientras dormían los hombres, vino su enemigo, sembró cizaña en medio del trigo, y se fue. Cuando brotó la hierba y echó espiga, entonces apareció también la cizaña. Los siervos del amo de la casa fueron a decirle: Señor, ¿no sembraste buena semilla en tu campo? ¿Cómo es que tiene cizaña? Él les dijo: «Algún enemigo lo hizo». Le respondieron los siervos: Quieres que vayamos a arrancarla? Pero él les respondió: «No, no vaya a ser que, al arrancar la cizaña, arranquéis también con ella el trigo. Dejad que crezcan ambas hasta la siega. Y al tiempo de la siega diré a los segadores: Arrancad primero la cizaña y atadla en gavillas para quemarla; el trigo, en cambio, almacenadlo en mi granero».
Tras un breve descanso y un paseo por los campos sembrados de cereales, les propusiste a tus discípulos otra parábola. Todos llevaban en la retina de sus ojos algún sembrado cercano, en los que habían visto crecer la buena semilla y la cizaña.
Les dijiste: ¡qué hermoso es un campo sembrado de buena semilla! ¡y más, cuando suavemente nacen las puntas, crecen los tallos, brotan las espigas; y mucho más se alegra el labrador, cuando al fin se recoge la simiente en los graneros. ¡Pero qué triste es observar que con las espigas han crecido también malas hierbas, la cizaña!
Ante esta realidad, les abriste los ojos a tus discípulos. Les dijiste que el enemigo siembra la cizaña, que hay que tener paciencia, que no conviene precipitarse, que ya llegará el momento de la siega, que entonces se la separará.
¡Espléndida comparación! En el mundo de los hombres, existe el trigo y existe la cizaña; la libertad y el fracaso. ¡Misterio! Al fin de cada vida humana existirán gavillas quemadas o almacenes repletos de grano.
Nos conviene leer otra vez la parábola; escuchar de nuevo tus explicaciones; confiar en Ti; y fiarnos menos de nosotros y más de tu gracia. Aprendamos a pedir sol, agua y paciencia. Y sol que dé calor a nuestros actos; agua que purifique nuestras limitaciones, y paciencia para sembrar de nuevo.
jueves, 22 de julio de 2010
VIERNES
SAN MATEO 13, 18-23CON UN SOLO GOLPE DE CLIK
http://www.diocesisciudadreal.es/
»Escuchad, pues, vosotros la parábola del sembrador. A todo el que oye la palabra del Reino y no entiende, viene el Maligno y arrebata lo sembrado en su corazón: esto es lo sembrado junto al camino. Lo sembrado sobre terreno pedregoso es el que oye la palabra, y al momento la recibe con alegría; pero no tiene en sí raíz, sino que es inconstante y, al venir una tribulación o persecución por causa de la palabra, enseguida tropieza y cae. Lo sembrado entre espinos es el que oye la palabra, pero las preocupaciones de este mundo y la seducción de las riquezas ahogan la palabra y queda estéril. Y lo sembrado en buena tierra es el que oye la palabra y la entiende, y fructifica y produce el ciento, o el sesenta, o el treinta.
Señor, qué cariño mostraste a “los tuyos”. Cómo te desviviste por tus Apóstoles! Habías terminado de explicar a la gente la parábola del sembrador, y ahora lo hacías para ellos solos. ¡Con qué atención te escucharían!
Les dijiste: al que no entiende la Palabra de Dios, apenas le dura su fuerza; el enemigo le roba la Palabra de su corazón; el que no tiene raíz no recogerá frutos; al que se olvida de lo principal se le ahogan los propósitos; sólo producirá fruto lo acogido en buena tierra: ciento, sesenta, treinta.
Aunque todo estaba claro, todo era un misterio. Buen sembrador, buena semilla y tanto riesgo. Sólo la tierra buena daría buenos frutos. ¿Quién había preparado la tierra? ¿Por qué tantas clases de tierra? ¿Por qué tantas diferencias?
Señor, siéntate aquí junto a nosotros y explícanos de nuevo la parábola. O mejor, voy a sentarme junto a Ti y voy a escuchar en el silencio tu nueva explicación. Y luego, si no entiendo, te volveré a preguntar, y si no, otra vez, qué más da. Lo importante es haber es-tado junto a Ti un buen trato.
Con perseverancia algo cosecharemos: treinta, sesenta, ciento. Medidas humanas. El mejor amor es amar sin medida; la mejor cosecha es la que no se mide en la tierra.
miércoles, 21 de julio de 2010
CON UN SOLO GOLPE DE CLIK http://www.arrakis.es/~casasacer/
Los discípulos se acercaron a decirle:
—¿Por qué les hablas en parábolas?
Él les respondió:
—A vosotros se os ha dado conocer los misterios del Reino de los Cielos, pero a ellos no se les ha concedido. Porque al que tiene se le dará y tendrá en abundancia; pero al que no tiene incluso lo que tiene se le quitará. Por eso les hablo con parábolas, porque viendo no ven, y oyendo no oyen ni entienden. Y se cumple en ellos la profecía de Isaías, que dice:
Con el oído oiréis, pero no entenderéis,
con la vista miraréis, pero no veréis.
Porque se ha embotado el corazón de este pueblo,
han hecho duros sus oídos,
y han cerrado sus ojos;
no sea que vean con los ojos,
y oigan con los oídos,
y entiendan con el corazón y se conviertan,
y yo los sane.
»Bienaventurados, en cambio, vuestros ojos porque ven y vuestros oídos porque oyen. Porque en verdad os digo que muchos profetas y justos ansiaron ver lo que estáis viendo y no lo vieron, y oír lo que vosotros es-táis oyendo y no lo oyeron.
El trato mutuo con tus discípulos y, sobre todo, tu amabilidad hicieron que su confianza contigo creciera cada vez más. Te contaban sus preocupaciones, sus alegrías, te formulaban preguntas. Preguntas, en ocasiones, importantes; en otras, curiosas o de mera cortesía.
Te escucharon narrar parábolas a las gentes, y ellos observaban que Tú disfrutabas al contarlas y que la gente sacaba de ellas sus consecuencias. Mas un día te preguntaron: ¿por qué les hablas en parábolas?
Y Tú, Señor, respondiste: “A vosotros se os ha concedido con gracia el conocer los misterios del reino de los Cielos”. Venías a decirles que ese conocimiento no obedecía a méritos propios, sino que era un don, un regalo. Y que tal gracia exigía tal respuesta. Sin embargo, a otros no se les había concedido. Tampoco tenían ningún derecho.
A continuación, Señor, pronunciaste una frase desconcertante: “al que tienen se le dará y tendrá en abundancia; pero el que no tiene incluso lo que tiene se le quitará”. No sé si tus discípulos lo entendieron. Yo encuentro esta explicación: al que recibe el don, lo agradece, trabaja, coopera, se le dará más; al que no recibe el don, si lo recibe y se revela, se le quitará incluso lo que tiene que es su capacidad de tener, de recibir.
Después añadiste: les hablo en parábolas, porque viendo no ven, y oyendo no oyen, ni entienden. Y en ellos se cumple una profecía. Y citaste unas hermosas palabras del profeta Isaías 6, 9-10.
martes, 20 de julio de 2010
MIÉRCOLES
SAN MATEO 13, 1-9CON UN SOLO GOLPE DE CLIK http://www.diocesisdeteruel.org/
Aquel día salió Jesús de casa y se sentó a la orilla del mar. Se reunió en torno a él una multitud tan grande, que hubo de subir a sentarse en una barca, mientras toda la multitud permanecía en la playa. Y se puso a hablarles muchas cosas con parábolas:
—Salió el sembrador a sembrar. Y al echar la semilla, parte cayó jun-to al camino y vinieron los pájaros y se la comieron. Parte cayó en terreno pedregoso, donde no había mucha tierra y brotó pronto por no ser hondo el suelo; pero al salir el sol, se agostó y se secó porque no tenía raíz. Otra parte cayó entre espinos; crecieron los espinos y la ahogaron. Otra, en cambio, cayó en buena tierra y dio fruto, una parte el ciento, otra el sesenta y otra el treinta. El que tenga oídos, que oiga.
Un día más saliste de casa. Tras un recorrido, corto o más largo, llegaste a la orilla del mar. Y allí, tomaste asiento. Un olor a agua retenida y a pescado viejo llenaba el ambiente. Muy pronto, una gran multitud se reunió junto a Ti. El gentío, Señor, fue tan grande que tuviste que subir a una barca y desde allí hablar a las gentes que permanecían en la playa.
Y les hablaste de muchas cosas. Y lo hiciste en parábolas. Con gran maestría y con gran acierto presentaste la parábola del sembrador. Acaso estabas viendo, desde la barca, a uno de los sembradores que trabajaban en la ladera del monte. Si no ahora, seguro que los habías visto muchas veces y te habías fijado en sus movimientos acompasados y rítmicos.
No era de extrañar que supieses muchas cosas sobre la labor de la siembra: la fuerza de la semilla, de los granos que caen en el camino y de los pájaros hambrientos; del terreno pedregoso y el agostamiento por la falta de raíz; de los espinos y las dificultades que tiene el trigo para crecer entre ellos; de la tierra buena y las distintas cosechas. Lo sabías todo.
Terminada la narración, la frase de costumbre: el que tenga oídos, que oiga. Todos tenían oídos y todos habían prestado atención. Se trataba de querer llevarlo a la práctica, vivirlo, amarlo.
Han pasado muchos años. Los sembradores de trigo han cambiado de táctica. Todo se ha modernizado: máquinas, semillas, abonos. Hoy apenas si las simientes caen en el camino; hay menos piedras por los senderos y existen sustancias para matar las malas hierbas. Pero todo es aplicable. La tierra buena sigue dando distintas cosechas. Depende de los oídos y de la voluntad en querer oír.
lunes, 19 de julio de 2010
MARTES
SAN MATEO 12, 46-50CON UN SOLO GOLPE DE CLIK http://www.izquierdo.nom.es/
Aún estaba él hablando a las multitudes, cuando su madre y sus hermanos se hallaban fuera intentando hablar con él. Alguien le dijo entonces:
—Mira, tu madre y tus hermanos están ahí fuera intentando hablar contigo.
Pero él respondió al que se lo decía:
—¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?
Y, extendiendo su mano hacia sus discípulos, dijo:
—Estos son mi madre y mis hermanos. Porque todo el que haga la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre.
Una vez más, Señor, estabas rodeado de gente. Estabas hablando a las multitudes. Y, en ese momento, llegaron tu madre y tus hermanos. Querían hablar contigo. La cosa era difícil, pero alguien” te dijo: tu madre y tus hermanos están ahí fuera intentando hablar contigo. El intermediario se ve que insistía.
Entonces Tú le respondiste: ¿y quién es mi madre y quiénes son mis hermanos? Nadie dijo nada. Tenían claro que Tú, Señor, eras hijo único, también sabían “que hermanos quería decir parientes”; y conocían que María era tu Madre, pero nadie dijo nada.
Entonces Tú, Señor, extendiste tu mano y mirando a tus discípulos dijiste: “éstos son mi madre y mis hermanos”; es decir, vosotros sois de mi familia. Todos vosotros sois mi familia si hacéis lo que Dios manda, lo que Dios quiere. Eso es lo importante.
“Hacerse discípulo de Jesús —según el Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2233— es aceptar la invitación a pertenecer a la familia de Dios, a vivir en conformidad con su manera de vivir”.
Parece que todos lo entendieron. Así lo entendió la Iglesia a lo largo de la historia. Lo entiende hoy y lo entenderá mañana.
domingo, 18 de julio de 2010
LUNES SAN MATEO 12, 38-42
CON UN SOLO GOLPE DE CLIK http://www.diocesismalaga.es/
Entonces algunos de los escribas y fariseos se dirigieron a él:
—Maestro, queremos ver de ti una señal.
Él les respondió:
—Esta generación perversa y adúltera pide una señal, pero no se le dará otra señal que la del profeta Jonás. Igual que estuvo Jonás en el vientre de la ballena tres días y tres noches, así estará el Hijo del Hombre en las entrañas de la tierra tres días y tres noches. Los hombres de Nínive se levantarán contra esta generación en el Juicio y la condenarán; porque se convirtieron ante la predicación de Jonás, y daos cuenta que aquí hay algo más que Jonás. La reina del Sur se levantará contra esta generación en el Juicio y la condenará; porque vino de los confines de la tierra para oír la sabiduría de Salomón, y daos cuenta que aquí hay algo más que Salomón.
Cuando hablabas, Señor, no te cortabas la lengua. Decías las cosas claras, con firmeza, con amor. Les decías a los fariseos: “raza de víboras” y otras cosas por el estilo. Entonces algunos escribas y fariseos se dirigieron a Ti y te dijeron:
Maestro, queremos ver de Ti una señal. Queremos conocer si eres un hombre con autoridad o simplemente un soñador. Y la mejor prueba es que nos ofrezcas una señal. ¡Cuántas veces pedimos señales al cielo!
Y Tú les dijiste: os daré la señal de Jonás. Igual que Jonás estuvo en el vientre del cetáceo, estaré tres días y tres noches en las entrañas de la tierra. Pero ¡ojo!, Nínive y la Reina del Sur os pedirán cuentas.
Y les anunciaste la señal. Y, aunque no se cumplió al instante, sí se cumplió años después. De momento -les bastaba-, les dijiste que Tú eras más que Salomón, que eras hombre y eras Dios.
Señor, a pesar de tantas pruebas no acabamos de escuchar, no acabamos de entender. Nos resistimos, nos revelamos. Hoy te pido para mí y para todos los hombres que sepamos descubrir la señal de tu presencia que pasa cada día a nuestro lado.
sábado, 17 de julio de 2010
CON UN SOLO GOLPE DE CLIK http://www.opusdei.es/
En aquel tiempo, entró Jesús en una aldea, y una mujer llamada Marta lo recibió en su casa. Ésta tenía una hermana llamada María, que, sentada a los pies del Señor, escuchaba su palabra. Y Marta se multiplicaba para dar abasto con el servicio; hasta que se paró y dijo: —«Señor, ¿no te importa que mi hermana me haya dejado sola con el servicio? Dile que me eche una mano.» Pero el Señor le contestó: —«Marta, Marta, andas inquieta y nerviosa con tantas cosas; sólo una es necesaria. María ha escogido la parte mejor, y no se la quitarán.»
Nos dice el Evangelio de hoy que Jesús en cierta ocasión se hospedó en Betania, en casa de Marta y María, las hermanas de Lázaro. No fue esta la única vez. Allí acudió, a estar con los tres hermanos, otras veces según lo refiere San Juan. Se encontraba Jesús a gusto con aquella familia que le ama con sencillez y generosidad. Había en aquella familia calor de hogar, un ambiente de sosiego, de paz, de dicha serena y entrañable.
Con razón se ha considerado el hogar de Betania como un modelo para los hogares cristianos que, según la predilección de Jesús, debería parecerse al hogar de Nazaret.
Procuremos que nuestro hogar tenga ese calor de familia bien avenida, que sea un lugar en el que guste estar y vivir, un sitio para descansar y recuperar fuerzas, un rincón íntimo de nuestra vida en el que encontramos cariño y comprensión, consuelo y ánimo para la lucha y el trabajo de cada día, y descanso para las fatigas que la existencia humana acarrea.
Nos fijamos en Marta y María. Dos personas que a pesar de ser hermanas no eran iguales, eran distintas. Marta, nerviosa, inquieta, se preocupaba demasiado de las cosas materiales, se angustia porque no llega a lo que ella quería.
María por el contrario, tranquila y de carácter sosegado. Sólo cuando le dicen que el Señor está fuera y la llamaba se levanta y acude a Jesús... Y mientras Marta va de un lado para otro, María escucha arrobada las palabras del Maestro.
Dos actitudes distintas. Dos actitudes que han quedado en la vida espiritual como modelos de la vida contemplativa y la vida activa.
Dos actitudes que lejos de ser contradictorias, podemos afirmar que son dos facetas de la vida espiritual que se complementan.
Podemos vivir una intensa vida de oración, ser contemplativos y al mismo tiempo podemos trabajar sin descanso por el Reino de Dios.
Podemos estar metidos en el corazón del mundo con el ejercicio de una profesión determinada, y al mismo tiempo estar de continuo estrechamente unidos a Dios.
Vivir estas dos realidades, puede parecer imposible, o por lo menos muy difícil, pero lo cierto es que es eso, en definitiva, lo que enseña la Iglesia.
Esto es lo que nos enseña la Constitución "Lumen gentium" del Vaticano II cuando nos habla de la unidad de vida, y nos exhorta a no vivir una vida cara a Dios y otra cara a los hombres, sino que esa vida de cada día, la que se desarrolla en una actividad cualquiera, esté siempre marcada y sostenida por una unión íntima con Dios, gracias a una vida espiritual sólida, alimentada con la oración y la mortificación, con la frecuencia de sacramentos que haga posible vivir habitualmente en gracia de Dios.
Marta y María: Oración y trabajo. Unidad de vida.
viernes, 16 de julio de 2010
CON UN SOLO GOLPE DE CLIK http://www.irabia.org/
Al salir, los fariseos se pusieron de acuerdo contra él, para ver cómo perderle.
Jesús, sabiéndolo, se alejó de allí, y le siguieron muchos y los curó a todos, y les ordenó que no le descubriesen, para que se cumpliera lo dicho por medio del profeta Isaías:
Aquí está mi Siervo a quien elegí,
mi amado en quien se complace mi alma.
Pondré mi Espíritu sobre él
y anunciará la justicia a las naciones.
No disputará ni vociferará,
nadie oirá sus gritos en las plazas.
No quebrará la caña cascada,
ni apagará la mecha humeante,
hasta que haga triunfar la justicia;
y en su nombre pondrán su esperanza las naciones.
Tu doctrina, tu enseñanza, tu vida, en ocasiones chocaba con la doctrina, enseñanza y vida de los fariseos. Como ahora choca con la de tantos. Y “se pusieron de acuerdo contra Ti, para ver cómo perderte”. ¡Qué misterio, Señor! ¡Viniste a salvarnos y trataban de perderte!
Y Tú que lo sabías todo, te alejaste de allí. Pusiste tierra de por medio. No querías pelea, ni disgustos. No había llegado tu hora. Pero algunos conocieron tu camino, te siguieron y Tú, Señor, compasivo, los curaste a todos. Sólo una condición impusiste: que no te descubrieran.
Y así se cumplió lo del profeta Isaías que había dicho que el elegido de Dios, el amado de Dios, anunciaría la justicia a las naciones. Y que lo haría sin disputas, ni gritos, ni algazaras en las plazas. Y, aunque aparentemente pareciera débil y manso, nadie quebraría su fuerza, nadie apagaría su fuego, nadie callaría su voz, nadie pararía sus pasos. Te llamarías vencedor. “Y en su nombre pondrán su esperanza las naciones”.
Pasó aquel día y nadie te descubrió, tampoco nosotros queremos hacerlo. Sólo decir con fuerza: gracias por tantos favores, gracias por tantas caricias, gracias por tantas gracias.
jueves, 15 de julio de 2010
VIERNES
SAN MATEO 12, 1-8CON UN SOLO GOLPE DE CLIK http://www.vatican.va/
En aquel tiempo pasaba Jesús en sábado por entre unos sembrados; sus discípulos tuvieron hambre y comenzaron a arrancar unas espigas y a comer. Los fariseos, al verlo, le dijeron:
—Mira, tus discípulos hacen lo que no es lícito hacer en sábado.
Pero él les respondió:
—¿No habéis leído lo que hizo David y los que le acompañaban cuando tuvieron hambre? ¿Cómo entró en la Casa de Dios y comió los panes de la proposición, que no les era lícito comer ni a él ni a los que le acompañaban, sino sólo a los sacerdotes? ¿Y no habéis leído en la Ley que, los sábados, los sacerdotes en el Templo quebrantan el descanso y no pecan? Os digo que aquí está el que es mayor que el Templo. Si hubie-rais entendido qué sentido tiene: Misericordia quiero y no sacrificio, no habríais condenado a los inocentes. Porque el Hijo del Hombre es señor del sábado.
Señor, Tú siempre estabas de paso. Ibas de un lugar a otro. Siempre dispuesto a llevar el mensaje, siempre atento a hacer el bien, a curar enfermedades, a sanar los corazones. Esta vez caminabas por entre los sembrados; era sábado; tus discípulos arrancaban espigas, comían sus granos, mataban el gusanillo del hambre. ¡Qué estampa tan hermosa!
Pero no a todos gustó aquella acción. En efecto, los fariseos protestaron que tus discípulos hacían lo que no era lícito hacer en sábado: trabajar, desgranar espigas entre sus manos, mientras avanzaban por los sembrados.
Pero Tú, Señor, les respondiste que leyeran de nuevo lo que hizo David y acompañantes; aquello de los panes de la proposición; y les dijiste también que leyeran más despacio lo de los sacerdotes en el Templo.
Con estos recuerdos, les viniste a decir que Tú eras mayor que David, más santo que los sacerdotes, más justo que todos; y que tus discípulos sabían bien lo que hacían. Lo que ocurre es que ellos no entendían lo que significa misericordia quiero y no sacrificio, de lo contrario no habrían echado en cara a tus discípulos esos detalles.
Y terminaste diciendo con autoridad: “Yo soy Señor del sábado”. Nosotros lo creemos y tratamos de seguirte. Ayúdanos, protégenos de los ojos críticos, de la intolerancia.
miércoles, 14 de julio de 2010
JUEVES
SAN MATEO 11, 28-30CON UN SOLO GOLPE DE CLIK http://www.vatican.va/
»Venid a mí todos los fatigados y agobiados, y yo os aliviaré. Llevad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas: porque mi yugo es suave y mi carga es ligera.
No sé si fue a continuación de tu declaración solemne a los humildes o fue en otro momento, cuando pronunciaste, Señor, unas palabras que ensanchan el corazón y dan paz al alma. Son palabras sencillas, pero llenas de fuerza y compasión.
Te dirigiste a todos, a los fatigados y cansados, a los llenos de penas y de angustia, a todos los fatigados de recorrer la vida o de andar en búsqueda de la felicidad. En esas palabras, nos prometiste alivio, consuelo, paz, tranquilidad, sosiego.
Y a la vez, con elegancia, nos ofreciste una importante posibilidad: Llevar tu yugo, tu cruz, tu carga; no la nuestra, sino la tuya. Tuya, porque en realidad el peso de la cruz lo llevas Tú; a nosotros nos toca seguirte, arrimar un poco el hombro, caminar a tu lado.
Y todo habrá que hacerlo con sencillez, con mansedumbre, a tu estilo. Sin algaradas, sin voces, sin atolondramientos. Llevar la cruz de cada día, la carga de cada jornada; el yugo de cada mañana y de cada tarde. Sin dar lugar al cansancio.
Y nos prometiste que en Ti encontraríamos descanso y paz, sosiego y tranquilidad. Del cuerpo y del alma, de lo material y de lo espiritual. ¡Algo del cielo en la tierra! ¡Algo del premio en la lucha!
Y terminaste así: “porque mi yugo es suave y mi carga ligera”. Y aunque a nosotros, a veces, no nos parece ni tan suave, ni tan ligera, tu Palabra es verdad. ¡Quizás nosotros hablamos de otras cargas, no de las tuyas!
martes, 13 de julio de 2010
MIÉRCOLES
SAN MATEO 11, 25-27CON UN SOLO GOLPE DE CLIK http://www.unav.es/
En aquella ocasión Jesús declaró:
—Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes, y las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así te ha parecido bien. Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, ni nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quiera revelarlo.
¡Cuántas ocasiones tuviste, Señor, para hacer grandes declara-ciones, para fijar tu doctrina en las tablas públicas de los pueblos, para levantar acta solemne de tus normas y leyes! ¡Pero no lo hiciste! No era ése tu estilo. No habías escogido el camino del espectáculo ni de la majestuosidad para darte a conocer.
Esta vez, Señor, sí declaraste algo. Pero no lo hiciste a bombo y platillo. Lo realizaste con humildad y llaneza. ¡Hasta tus destinatarios eran sencillos, los pequeños de la tierra! Tú, Señor, dueño de cielos y tierras, ocultaste estas cosas a los sabios y prudentes y te fijaste en los sencillos, en los pobres, en los humildes.
Ese era el querer del Padre y a eso habías venido: a cumplir su voluntad. Y fijaste este mensaje: “nadie conoce al Hijo sino el Padre ni nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quiera revelárselo”.
Ten a bien, Señor, que te conozcamos a Ti, Hijo de Dios; que conozcamos al Padre, que conozcamos al Espíritu Santo; que conozcamos a la Santísima Trinidad.
Por nuestra parte, este es nuestro programa: creer en el Padre, creer en el Hijo y creer en el Espíritu Santo; esperar en el Padre, esperar en el Hijo y esperar en el Espíritu Santo; amar al Padre, amar al Hijo y amar al Espíritu Santo.
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