sábado, 13 de marzo de 2010


IV DOMINGO DE CUARESMA

San Lucas 15,1-3. 11-32

En aquel tiempo, se acercaban a Jesús los publicanos y los pecadores a escucharlo. Y los fariseos y los letrados murmuraban entre ellos: —Ese acoge a los pecadores y come con ellos.
Jesús les dijo esta parábola: Un hombre tenía dos hijos: el menor de ellos dijo a su padre: —Padre, dame, la parte que me toca de la fortuna. El padre les repartió los bienes. No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, emigró a un país lejano, y allí derrochó su fortuna, viviendo perdidamente. Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad. Fue entonces y tanto le insistió a un habitante de aquel país, que lo mandó a sus campos a guardar cerdos. Le entraban ganas de llenarse el estómago de las algarrobas que comían los cerdos; y nadie le daba de comer. Recapacitando entonces se dijo: —Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. Me pondré en camino adonde está mi Padre, y le diré: «Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros.» Se puso en camino adonde estaba su padre: cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió; y echando a correr, se le echó al cuello y se puso a besarlo. Su hijo le dijo: —Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo. Pero el padre dijo a sus criados: —Sacad en seguida el mejor traje y vestidlo; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y matadlo; celebremos un banquete; porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado. Y empezaron el banquete.
Su hijo mayor estaba en el campo. Cuando al volver se acercaba a la casa, oyó la música y el baile, y, llamando a uno de los mozos, le preguntó qué pasaba. Este le contestó: —Ha vuelto tu hermano; y tu padre ha matado el ternero cebado, porque lo ha recobrado con salud. El se indignó y se negaba a entrar; pero su padre salió e intentaba persuadirlo. Y él replicó a su padre: —Mira: en tantos años cómo te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos; y cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con malas mujeres, le matas el ternero cebado. El padre le dijo: —Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo: deberías alegrarte, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido, estaba perdido, y lo hemos encontrado.

Decíamos la semana pasada que a veces vivimos en una actitud de soberbia: creemos que todo lo hacemos bien y que nadie tiene por qué meterse en nuestra vida. Sin embargo, si somos un poco humildes y realistas, con facilidad nos damos cuenta de que nuestra vida no es así: que no lo hacemos todo bien, ni mucho menos.

Todos tenemos experiencia del pecado, todos somos pecadores. Y aunque sabemos que hay cosas que no debemos hacer, sin embargo las hacemos. ¡Somos débiles! Necesitamos por tanto de la misericordia de Dios.

Pues bien, de esa misericordia divina nos habla hoy la Palabra de Dios a través de la hermosa parábola del hijo pródigo o como le gusta decir al Papa, del Padre Bueno, misericordioso.

Sin duda ninguna, el mensaje más importante del evangelio de hoy es que Dios es un Padre Misericordioso, que nos quiere más que nadie, que nos espera siempre, que quiere lo mejor para nosotros, que está siempre dispuesto a acogernos y perdonarnos. El evangelio de hoy es una clara llamada a la reconciliación con Dios, una clara llamada a volver a la casa del Padre.

No importa que nuestros pecados hayan sido o sean muchos, no importa que haga mucho tiempo que hemos abandonado la casa del Padre: lo que importa es que volvamos, porque El siempre nos espera con los brazos abiertos.

Lo que importa, pues, es que seamos humildes, sencillos, que nos reconozcamos pecadores, que nos pongamos en camino, que nos reconciliemos con Dios, nuestro Padre, que nos quiere y se alegra de nuestro regreso. Para eso, el Señor nos ha dejado un medio muy hermoso: el Sacramento de la Penitencia.

Acercarse al Sacramento de la Penitencia, a la Confesión, es el medio ordinario por el cual manifestamos nuestra voluntad de volver a Dios y reconciliarnos con Él. En el sacramento de la Confesión podemos recomenzar siempre de nuevo: él nos acoge, nos devuelve la dignidad de hijos suyos. Por tanto, redescubramos este sacramento del perdón, que hace brotar la alegría en un corazón que renace a la vida verdadera.

Queridos hermanos, estamos en el tiempo de la Cuaresma, de los cuarenta días antes de la Pascua. En este tiempo de Cuaresma la Iglesia nos ayuda a recorrer este camino interior y nos invita a la conversión, nos brinda una oportunidad para decidir levantarnos y recomenzar, es decir, abandonar el pecado y elegir volver a Dios (cf. Benedicto XVI, Homilía, 18-III-2007).
¡No tengamos miedo!

Por muchos que sean nuestros pecados, por lejos que hayamos estado o estemos de la casa del padre, Dios nos espera siempre con los brazos abiertos dispuesto al perdón.. ¡Dejémonos amar por Él!

viernes, 12 de marzo de 2010


Tercera Semana de Cuaresma
SÁBADO
San Lucas 18, 9-14

Dijo también esta parábola a algunos que confiaban en sí mismos teniéndose por justos y despreciaban a los demás:
—Dos hombres subieron al Templo a orar: uno era fariseo y el otro publicano. El fariseo, quedándose de pie, oraba para sus adentros: “Oh Dios, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana, pago el diezmo de todo lo que poseo”. Pero el publicano, quedándose lejos, ni siquiera se atrevía a levantar sus ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: “Oh Dios, ten compasión de mi, que soy un pecador”. Os digo que éste bajó justificado a su casa, y aquél no. Porque todo el que se ensalza será humillado, y todo el que se humilla será ensalzado.


Señor, te preocupabas de todos. De los justos y de los pecadores; de los ricos y de los pobres; de los judíos y de los samaritanos; de los sabios y de los sencillos. Para Ti, Señor, todos eran hijos de Dios. Aquel día quisiste hablar a los que se creían perfectos y despreciaban a los demás, y les contaste una parábola. ¡Qué bien nos conviene a todos recordarla!

Dos hombres subieron al Templo a orar. Uno era fariseo, el otro publicano. El fariseo se colocó adelante, el publicano se quedó atrás. El fariseo daba gracias a Dios porque no era del grupo de los malos; porque pertenecía al grupo de los cumplidores; el publicano al contrario ni siquiera se atrevía a levantar los ojos al cielo: se consideraba indigno; al fin y al cabo, se decía, todo el mundo sabe lo que soy y lo que he sido: un estafador, un mal hombre y un pendenciero. Y así, en su humildad, se golpeaba el pecho y pedía perdón.

La lección era clara. La entendieron todos: los destinatarios inmediatos y los indirectos. ¿Quién no se ha considerado alguna vez el mejor en algo? ¿Quién no ha pensado que los otros son los malos? ¿Quién no ha dicho alguna vez: ¿si todos fueran como yo? Por eso, todos se aplicaron la parábola en sus adentros.

Para mayor claridad Tú, Señor, sacaste una lección y la plasmaste en esta doble sentencia: “Os digo que el publicano bajó justificado a su casa y el fariseo no”. “Porque todo el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido”.

Interesa, pues, saber ser humilde, saber humillarse, saber conocer la verdad: si en nuestra vida existen luces, reconocer que vienen de Dios; y si existen sombras, reconocer que son nuestras. Y a los demás, disculparlos; y con los demás no establecer comparaciones. “No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados; no os comparéis y no seréis rechazados”.

jueves, 11 de marzo de 2010


Tercera Semana de Cuaresma
VIERNES
San Marcos 12, 28-34

Se acercó uno de los escribas, que había oído la discusión y, al ver lo bien que les había respondido, le preguntó:
—¿Cuál es el primero de todos los mandamientos?
Jesús respondió:
—El primero es: Escucha, Israel, el Señor Dios nuestro es el único Señor; y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente y con todas tus fuerzas. El segundo es éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay otro mandamiento mayor que éstos.
Y le dijo el escriba:
—¡Bien Maestro! Con verdad has dicho que Dios es uno solo y no hay otro fuera de Él; y amarle con todo el corazón y con toda la inteligencia y con toda la fuerza, y amar al prójimo a como a sí mismo, vale más que todos los holocaustos y sacrificios.
Viendo Jesús que le había respondido con sensatez, le dijo:
—No estás lejos del Reino de Dios.
Y ninguno se atrevía ya a hacerle preguntas.

Los escribas también te seguían. Algunos con malas intenciones, otros con buenas. Ocurrió, pues, un día que estabas Tú, Señor, hablando con un grupo de discípulos, cuando se acercó un escriba, de los de buenas intenciones, y te preguntó: ¿Qué mandamiento es el primero de todos? La pregunta tenía interés.

Tú, Señor, respondiste al instante. Te oyeron todos: el escriba y los demás. El primer mandamiento es: “escucha, Israel, el Señor nuestro Dios es el único Señor, y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser”. Y, sin dejarlos respirar, seguiste: “El segundo es éste: amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay mandamiento mayor que estos”.

Estas palabras quedaron marcadas de modo especial en las mentes de aquellos hombres: El único Señor..., amarás con todo tu corazón..., alma..., mente..., con todo tu ser..., al prójimo...; como a ti mismo... ¡Qué tratado de moral, de filosofía, de antropología, de escritura! ¡Aquí está todo encerrado, dibujado, contenido!

Y el letrado replicó: Muy bien, Maestro, tienes razón. La Antigua Ley y la Nueva se dan la mano. El antiguo pueblo que se está acabando y el nuevo pueblo que comienza se han puesto de acuerdo o, para mejor decir, siguen en la misma senda.

Y Tú, Señor, respondiste: No estás lejos del Reino de los Cielos. Es como decir: No está lejos, pero aún no posees el Reino, pero el fruto está muy cerca. Y aunque estar cerca es no haberlo conseguido todavía, la consecución es posible, probable, casi segura.

Y aquí terminó todo. “Nadie se atrevió, Señor, a hacerte más preguntas”. Todos se alejaron pensando en la importante pregunta del escriba y, sobre todo, meditando tu acertada respuesta.
Una y otra vez, tus palabras siguen golpeando en mi alma: con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente, con todo el ser. Este es el primer mandamiento; y el segundo: amar a los demás como a uno mismo. Todo un programa: Ayúdanos, Señor, a seguirlos.

miércoles, 10 de marzo de 2010


Tercera Semana de Cuaresma
JUEVES
San Lucas 11, 14-23

Estaba expulsando un demonio que era mudo. Y cuando salió el demonio, habló el mudo y la multitud se quedó admirada; pero algunos de ellos dijeron:
—Expulsa los demonios por Beelzebul, el príncipe de los demonios.
Y otros, para tentarle, le pedían una señal del cielo. Pero él, que conocía sus pensamientos, les replicó:
—Todo reino dividido contra sí mismo quedará desolado y cae casa contra casa. Si también Satanás está dividido contra sí mismo, ¿cómo se sostendrá su reino? Puesto que decís que expulso los demonios por Beelzebul? vuestros hijos ¿por quién los expulsan? Por eso, ellos mismos serán vuestros jueces. Pero, si yo expulso los demonios por el dedo de Dios, es que el Reino de Dios ha llegado a vosotros.
»Cuando uno que es fuerte y está bien armado custodia su palacio, sus bienes están seguros; pero si llega otro más fuerte y le vence, le quita sus armas en las que confiaba y reparte su botín.
»El que no está conmigo, está contra mí; y el que no recoge conmigo, desparrama.

Además de predicar, curar enfermedades y otras cosas, expulsabas a los demonios. Esta vez, el demonio era mudo. Y apenas salió el demonio habló el mudo. La gente estaba admirada. Mas no todos. Algunos dijeron que lo hacías por arte de Belcebú; y otros te pedían un signo en el cielo. División de opiniones.

Entonces Tú, Señor, les dijiste: Todo reino en guerra civil va a la ruina. Toda división produce siempre muerte. La eficacia exige siempre unidad. Cambiad, pues, de parecer. No estáis en lo cierto. Yo actúo en nombre de Dios y el príncipe Belcebú en el suyo.

Y además añadiste: vuestros hijos, ¿por arte de quién echan los demonios? Preguntadles. Ellos serán vuestros jueces. La verdad nace de la verdad; la mentira de la mentira. La verdad, la bondad, la belleza vienen de Dios; la mentira, la maldad, la falsedad, vienen del diablo. ¿Cuándo entenderéis esto? ¿Hasta cuándo deberé estar con vosotros?

Y si yo echo los demonios por el dedo de Dios, es que el Reino de Dios ha llegado a vosotros. El Reino de Dios está presente, pero cuánto cuesta entenderlo. Sabemos que sólo en el cielo no habrá ni llanto ni dolor. Allí todo será entendido y por todos.

Y, como en otras ocasiones, terminaste con un ejemplo, una comparación: Un hombre fuerte cuando guarda su casa, sus bienes, estos están seguros. Si viene otro más fuerte y lo vence, arrampla con todo. Es decir, existe el uno y existe el otro. Existe Dios y existe el diablo. Dios es más fuerte, vence siempre. Hay que apostar por Él.

Y para terminar, dijiste: El que no está conmigo, está contra Mí; el que no recoge conmigo, desparrama. Para recoger frutos y bendiciones hay que optar por Ti, Señor.

martes, 9 de marzo de 2010


Tercera Semana de Cuaresma
MIÉRCOLES
San Mateo 5, 17-19


»No penséis que he venido a abolir la Ley o los Profetas; no he venido a abolirlos sino a darles su plenitud. En verdad os digo que mientras no pasen el cielo y la tierra, de la Ley no pasará ni la más pequeña letra o trazo hasta que todo se cumpla. Así, el que quebrante uno solo de estos mandamientos, incluso de los más pequeños, y enseñe a los hombres a hacer lo mismo, será el más pequeño en el Reino de los Cielos. Por el contrario, el que los cumpla y enseñe, ése será grande en el Reino de los Cielos.

¡Cuántas veces habías hablado con “los tuyos” de la Ley y los Profetas! Al fin de cuentas, eran estos asuntos los asuntos conocidos y requeridos por todos. De los sencillos, porque se alimentaban de su doctrina y de los letrados porque además la explicaban. Tú, Señor, anunciabas nuevas leyes y aparecías como nuevo profeta. Tal vez, por eso, los discípulos estaban un poco aturdidos.

Sea lo que fuese, un día, Señor, les dijiste claramente que no pensaran que habías venido a abolir la ley y a los profetas. De ninguna manera. Al contrario, habías venido —dijiste— a dar plenitud a la Ley y a los Profetas. A eso habías venido, a perfeccionar lo imperfecto.

Quizás porque notaste algún gesto extraño entre tus discípulos o cierta resistencia en alguno de los presentes, puesto de pie, solemnemente dijiste: “os aseguro que antes pasarán el cielo y la tierra que deje de cumplirse hasta la última letra o tilde de la Ley”. Las cosas iban en serio, estabas hablando en serio y en serio había que entenderlo.

Entonces nadie dijo nada. Habías dado una vuelta más a tu enseñanza. Tú sí que dijiste más: “El que salte un precepto y lo enseñe así, será el menos importante en mi Reino”. Tú sí que añadiste: “el que los cumpla y enseñe será grande en el Reino de los cielos”.

He aquí dos palabras interesantes: cumplir y enseñar a cumplir. Cumplir los mandamientos: los grandes trazos marcados en el camino de la vida y los pequeños trazos también marcados por Ti. Quien es fiel en lo poco será premiado en lo mucho, quien afina en el amor, entrará en el Reino. Y enseñar a cumplir. Enseñar con el ejemplo y con la palabra. Enseñar a cumplir los mandamientos de Dios y de la Iglesia. He aquí el secreto del éxito, de la unidad, del amor.

Te pido, Señor, que nos hagas estimar tus normas, tus leyes, tus preceptos; los grandes y los pequeños; los de bulto y los que se escapan a la vista; las letras mayúsculas y el tilde diminuto. Y que los enseñemos a cumplir. Así seremos grandes en tu Reino; así seremos discípulos de quien vino a dar plenitud a la Ley a los Profetas.

lunes, 8 de marzo de 2010




Tercera Semana de Cuaresma
MARTES
San Mateo 18, 21-35

Entonces, se acercó Pedro a preguntarle:
—Señor, ¿cuántas veces tengo que perdonar a mi hermano cuando peque contra mí? ¿Hasta siete?
Jesús le respondió:
—No te digo que hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete. Por eso el Reino de los Cielos viene a ser como un rey que quiso arreglar cuentas con sus siervos. Puesto a hacer cuentas, le presentaron uno que le debía diez mil talentos. Como no podía pagar, el señor mandó que fuese vendido él con su mujer y sus hijos y todo lo que tenía, y que así pagase. Entonces el siervo, se echó a sus pies y le suplicaba: “Ten paciencia conmigo y te pagaré todo”. El señor, compadecido de aquel siervo, lo mandó soltar y le perdonó la deuda. Al salir aquel siervo, encontró a uno de sus compañeros que le debía cien denarios y, agarrándole, lo ahogaba y le decía: “Págame lo que me debes”. Su compañero, se echó a sus pies, y se puso a rogarle: “Ten paciencia conmigo y te pagaré”. Pero él no quiso, sino que fue y lo hizo meter en la cárcel, hasta que pagase la deuda. Al ver sus compañeros lo ocurrido, se disgustaron mucho y fueron a contar a su señor lo que había pasado. Entonces su señor lo mandó llamar y le dijo: “Siervo malvado, yo te he perdonado toda la deuda porque me lo has suplicado. ¿No debías tu también tener compasión de tu compañero, como yo la he tenido de ti? Y su señor, irritado, lo entregó a los verdugos, hasta que pagase toda la deuda. Del mismo modo hará con vosotros mi Padre Celestial, si cada uno no perdona de corazón a su hermano.

Ibais de camino. Tal vez lo hacíais en pequeños grupos. Quizás charlabas con alguno de tus discípulos. En éstas, se adelantó Pedro, te saludó familiarmente y enseguida te preguntó: Maestro, ¿hasta cuándo debemos perdonar? ¿hasta siete veces, es decir, hasta el límite de la paciencia?

Y Tú, Señor, le contestaste: Mira Pedro, no sólo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete, es decir, siempre. Y al instante, se acercaron los demás. Entonces Tú, Señor, les mandaste sentar. Ellos se colocaron a tu alrededor dispuestos a escucharte. Y Tú, Señor, con calma, con paciencia les contaste una parábola. La parábola del rey que quiso ajustar cuentas con sus empleados. Se quedaron extrañados con el relato.

Esta era la parábola: Un rey quiso arreglar cuentas con sus socios. Había uno —dijiste—, que le debía diez mil talentos. Y el pobre hombre no tenía con qué pagar. Le propuso el dueño que vendiera a su mujer y a sus hijos y todas sus posesiones para poder pagarle. Mas él, pobre hombre, suplicó que le diera tiempo. Y el dueño, el buen rey, compadecido, le perdonó todo. Y aquel hombre se puso muy contento. Pero al rato se encontró con un amigo suyo que le debía a su vez una pequeña cantidad de dinero y le exigía con fuerza que se lo pagase. El amigo pidió clemencia, pero aquel no quiso acceder; al contrario, le acusó y le metió en la cárcel, hasta que pagase la deuda.

Poco después, los compañeros de este hombre intransigente le chivaron al rey. El rey le volvió a llamar. Y le dijo que era un malvado y lo entregó a los verdugos hasta que pagara toda la deuda. Siempre he pensado que esta última deuda no era la deuda monetaria, sino la horrenda deuda de la falta de perdón, de la falta de compresión.

Los discípulos quedaron conmocionados. Tú, Señor, a modo de moraleja dijiste: “Eso hará con vosotros mi Padre si no perdonáis de corazón a vuestros hermanos”. Por lo tanto, dirigiéndote de nuevo a Pedro, dijiste: hay que perdonar siempre; hay que perdonar todo y hay que perdonar a todos.

Me imagino a Pedro, nervioso y emocionado, recordando estas palabras del Maestro el día de las negaciones. Entiendo lo de las lágrimas y también lo de los surcos en las mejillas. Yo, ahora, Señor, te pido perdón; y te ruego que me ayudes a perdonar siempre, todo, a todos.

domingo, 7 de marzo de 2010


Tercera Semana de Cuaresma
LUNES
San Lucas 4, 24-30


Y añadió:
—En verdad os digo que ningún profeta es bien recibido en su tierra. Os digo de verdad que muchas viudas había en Israel en tiempos de Elías, cuando durante tres años y seis meses se cerró el cielo y hubo gran hambre por toda la tierra; y a ninguna de ellas fue enviado Elías, sino a una mujer viuda en Sarepta de Sidón. Muchos leprosos había también en Israel en tiempo del profeta Eliseo, y ninguno de ellos fue curado, más que Naamán el Sirio.
Al oír estas cosas, todos en la Sinagoga se llenaron de ira, y se levantaron, le echaron fuera de la ciudad, y lo llevaron hasta la cima del monte sobre el que estaba edificada su ciudad para despeñarle. Pero él, pasando por medio de ellos, se marchó.


Llegaste, Señor, a tu pueblo. Y una tarde, como de costumbre, fuiste a la Sinagoga. Allí estaban tus paisanos, gente de tu entorno, gente conocida, vecinos, amistades. Y aquel día, a cuento de no sé qué, les dijiste que ningún profeta es bien recibido en su tierra.

Y recordaste a “los tuyos” el caso de la viuda de Sarepta (Siria), la única socorrida en tiempos de Elías, a pesar de haber tantas viudas en Israel; y el caso del leproso Naamán, el Sirio, curado por Eliseo, y por contra ninguno de los leprosos de Israel fueron curados. Eran dos casos llamativos y conocidos por todos los oyentes.

Al oírlo, todos se pusieron furiosos. Y, puestos de pie, te echaron a empujones de la Sinagoga; te corrieron por las callejas del pueblo y te llevaron hasta un barranco del monte en donde se alzaba tu pueblo. Habían decidido —no sé de que forma— despeñarte. Así acabarían contigo y dejarían de oír tus palabras. No les habías caído bien a tus paisanos.

Más Tú, Señor, te enfrentaste con estas o parecidas palabras: Amigos, no os empeñéis; no deis coces contra el aguijón; calmad vuestros ánimos; reflexionad despacio. Y a continuación, con elegancia, con poder, con autoridad te abriste paso entre ellos, ¡cómo te mirarían!, y te alejaste a tu casa, o subiste quizás al monte más cercano.

Aquella noche tu pueblo, Señor, vivió una tragedia. Habían comenzado las traiciones. Cuando lo pienso, se me estremece el alma, se me agitan mis creencias, me brota la vergüenza en el hondón de mi ser. ¡Y lo paso mal, Señor!

También yo, Señor, en algún momento no te he admitido, te he despedido de mi casa y he optado de algún modo olvidarme. Y mi corazón solitario y ausente ha quedado enmudecido.
A pesar de todo, te quiero, te reconozco como Profeta y como Mesías. Y oigo, allá, en la hondonada de mi existencia, una de tus últimas palabras: “Perdónalos, porque no saben lo que hacen”.

sábado, 6 de marzo de 2010


III DOMINGO DE CUARESMA

Evangelio según San Lucas 13,1-9.


En aquella ocasión se presentaron algunos a contar a Jesús lo de los galileos, cuya sangre vertió Pilato con la de los sacrificios que ofrecían. Jesús les contestó:
-¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que los demás galileos, porque acabaron así? Os digo que no; y si no os convertís, todos pereceréis lo mismo. Y aquellos dieciocho que murieron aplastados por la torre de Siloé, ¿pensáis que eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? Os digo que no. Y si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera.
Y les dijo esta parábola:
Uno tenía una higuera plantada en su viña, y fue a buscar fruto en ella, y no lo encontró.
Dijo entonces al viñador:
-Ya ves: tres años llevo viniendo a buscar fruto en esta higuera y no lo encuentro. Córtala. ¿Para qué va a ocupar terreno en balde?
Pero el viñador contestó:
-Señor, déjala todavía este año; yo cavaré alrededor y la echaré estiércol, a ver si da fruto. Si no, el año que viene la cortarás.


A veces, los hombres y las mujeres, todos, vivimos en una actitud de soberbia clamorosa: pensamos que todo lo hacemos bien, que nada tenemos que cambiar en la vida, que nadie tiene por qué decirnos qué es lo que tenemos que hacer, en una palabra: que no necesitamos cambiar nada.
Esta actitud no es buena. No es buena para la vida material y, sobre todo, no es buena para la vida espiritual. Porque es una actitud de soberbia. Y para la vida espiritual, la actitud de soberbia, es una actitud peligrosa. Es peligrosa porque es camino para no avanzar nada, para vivir siempre igual, para perder la fortaleza de la fe.

Hoy Jesús nos hace una invitación muy seria a la conversión. La conversión, aunque no libra de los problemas y de las desgracias, permite afrontarlos de "modo" diverso; nos ayuda a prevenir el mal, desactivando algunas de sus amenazas. Y, en todo caso, permite vencer el mal con el bien.

En síntesis: la conversión vence el mal en su raíz, que es el pecado, aunque no siempre puede evitar sus consecuencias (cf. Benedicto XVI, Ángelus 11-III-2007).

¿Qué significa conversión. Conversión significa cambiar de mentalidad, cambiar el corazón, –o mejor aún, dejar que el Señor nos vaya cambiando el corazón– cambiar de forma de pensar para cambiar de forma de vivir.

Jesús en su Evangelio nos invita a vivir en una actitud permanente de conversión.
Es decir, Jesús nos invita a tratar de descubrir qué es lo que hay en nuestra vida que no se ajusta a la voluntad de Dios, a tratar de descubrir qué es lo que hemos de cambiar en nuestra vida para que sea una vida auténticamente cristiana.

Jesús nos invita a tener siempre los ojos muy abiertos –nos invita a dejar que la luz de la Palabra de Dios ilumine toda nuestra vida– para ver en qué cosas todavía no hemos llegado a vivir como Él quiere que vivamos. Nos invita a no conformarnos en ser como somos, sino en tratar de crecer, de superarnos cada día.

No se trata de vivir con amargura y con obsesión pensando que somos “malos”, o que nuestra vida no tiene remedio, sino en vivir con alegría y con ilusión pensando que podemos ser mejores y que ¡vale la pena luchar por ello!

Se trata no de vivir derrotados por el peso de nuestros pecados, sino de poner nuestra vida en las manos del Señor y pedirle cada día un corazón nuevo, pedirle cada día que nos vaya transformando.

Se trata de colaborar con el Señor que quiere hacer en nuestra vida una historia de amor y de salvación. Y luego no agobiarse por los resultados, sino vivir descansados en la misericordia y el amor de Dios, que nos ama tanto que ha dado la vida por nosotros.

viernes, 5 de marzo de 2010


Segunda Semana de Cuaresma
SÁBADO
San Lucas 15, 1-3.11-32

Se le acercaban todos los publicanos y pecadores para oírle. Pero los fariseos y los escribas murmuraban diciendo:
—Éste recibe a los pecadores y come con ellos.
Entonces les propuso esta parábola:
—Un hombre tenía dos hijos. El más joven de ellos dijo a su padre: “Padre, dame la parte de la hacienda que me corresponde” Y les repartió los bienes. No muchos días después, el hijo más joven, lo recogió todo, se fue a un país lejano y malgastó allí su fortuna viviendo lujuriosamente. Después de gastarlo todo, hubo una gran hambre en aquella región y él empezó a pasar necesidad. Fue y se puso a servir a un hombre de aquella región, el cual lo mandó a sus tierras a guardar cerdos; le entraban ganas de saciarse con las algarrobas que comían los cerdos; y nadie se las daba. Recapacitando, se dijo: «¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan abundante mientras yo aquí me muero de hambre! Me levantaré e iré a mi padre y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo; trátame como a uno de tus jornaleros». Y levantándose se puso en camino hacia la casa de su padre.
»Cuando aún estaba lejos, lo vio su padre y se compadeció; y corriendo a su encuentro, se le echó al cuello y le cubrió de besos. Comenzó a decirle el hijo: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo”. Pero el padre les dijo a sus criados: «Pronto, sacad el mejor traje y vestidle; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y matadlo, y vamos a celebrarlo con un banquete; porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado». Y se pusieron a celebrarlo.
»El hijo mayor estaba en el campo; al volver y acercarse a casa oyó la música y los cantos y, llamando a uno de los siervos, le preguntó qué pasaba. Éste le dijo: “Ha llegado tu hermano, y tu padre ha matado el ternero cebado por haberle recobrado sano”. Se indignó y no quería entrar, pero su padre salió a convencerle. Él replicó a su padre: «Mira cuántos años hace que te sirvo sin desobedecer ninguna orden tuya, y nunca me has dado ni un cabrito para divertirme con mis amigos. Pero en cuanto ha venido ese hijo tuyo que devoró tu fortuna con meretrices, has hecho matar para él el ternero cebado». Pero él respondió: “Hijo, tu siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo; pero había que celebrarlo y alegrarse, porque ese hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado”.

Los publicanos y pecadores, Señor, se acercaban a escucharte. Sin embargo, a los fariseos y a los letrados les parecía mal que aquellas personas te escucharan. Y murmuraban de Ti, Señor, y de ellos.

De Ti decían que eras amigo de pecadores; y de ellos, que te invitaban a comer. Total que entre ellos que te escuchaban y Tú que les hablabas, aquello era un escándalo. Por lo que, los fariseos y letrados celosos como eran, pensaron hacer algo; es decir, pasar de la murmuración a la acción.
Y un día, Tú, Señor, rodeado de fariseos y de letrados, contaste una parábola hermosísima. Una parábola en la que aparecían varios personajes, de tal modo encajados, que el resultado fue una verdadera obra de arte, una obra maestra.

Los personajes: un padre, sin nombre, sin edad, sin estatura, sin más detalles que su paternidad. Dos hijos: el menor, alocado y vividor; el mayor, taciturno y envidioso.

Aquel, se largó de casa; éste, se quedó en el hogar. El menor, derrochó su fortuna; el mayor, amontonó riquezas; el menor, poco después de su marcha lo pasó muy mal; el mayor, al final, también vivió triste; el menor, al volver al hogar, fue abrazado por su padre; el mayor, que nunca se fue de casa, recibe una seria reprimenda de su progenitor; el menor, al volver, congregó a criados y vecinos; el mayor, siempre presente, espantó a propios y a extraños; el menor, fue aplaudido; el mayor, fue orillado; el menor, recibió numerosos premios; el mayor, duras palabras: el menor, fue durante algún tiempo hijo pródigo; el mayor, también lo fue, quizás por menos.

Y el padre: siempre esperando; siempre amando; siempre perdonando; siempre premiando; al menor, con esperas, con banquetes; al mayor, con todo lo suyo; al menor regalándole la vida nueva, la gracia; al mayor, protegiéndole para que no muriera; al menor dándole la casa, el hogar, la amistad; al mayor, dándole la alegría de su propio hermano.

Aquel buen padre, llevando de la mano a sus hijos, unió el cielo con la tierra.

jueves, 4 de marzo de 2010


Segunda Semana de Cuaresma
VIERNES
San Mateo 21, 33-43.45.46

Escuchad otra parábola:
—Había un hombre, dueño de una propiedad, que plantó una viña, la rodeó de una cerca y cavó en ella un lagar, edificó una torre, la arrendó a unos labradores y se marchó lejos de allí. Cuando se acercó el tiempo de los frutos, envió a sus siervos a los labradores para recibir sus frutos. Pero los labradores, agarrando a los siervos y a uno lo golpearon, a otro lo mataron y a otro lo lapidaron. De nuevo envió a otros siervos, más numerosos que los primeros, pero les hicieron lo mismo. Por último les envió a su hijo, pensando: “A mi hijo lo respetarán”. Pero los labradores, al ver al hijo, se dijeron: “Este es el heredero. Vamos, lo mataremos y nos quedaremos con su heredad”. Y, lo agarraron, lo sacaron fuera de la viña y lo mataron. Cuando venga el amo de la viña, ¿qué hará con aquellos labradores?
Le contestaron:
—A esos malvados les dará una mala muerte, y arrendará la viña a otros labradores que les entreguen los frutos a su tiempo.
Jesús les dijo:
—¿Acaso no habéis leído en las Escrituras:
La piedra que rechazaron los constructores,
ésta ha llegado a ser la piedra angular.
Es el Señor quien ha hecho esto
y es admirable a nuestros ojos?
»Por esto os digo que se os quitará el Reino de Dios y se entregará a un pueblo que rinda sus frutos. Y quien caiga sobre esta piedra se despedazará, y al que le caiga encima, lo aplastará.
Al oír los príncipes de los sacerdotes y los fariseos sus parábolas, comprendieron que se refería a ellos.
Y aunque querían prenderle, tuvieron miedo a la multitud, porque lo tenían como profeta.

Los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo te escuchaban. Algo extraordinario habrían percibido en Ti. Como siempre también los Apóstoles y otros de tus discípulos te escuchaban. La parábola esta vez iba dirigida para los sacerdotes y ancianos. Lo habías pensado bien y lo dijiste.
Les hablaste de un propietario y de su viña; del cuidado que puso el labrador al plantarla; de la cerca de protección que construyó con esmero; de las atenciones precisas de cava y de guarda que en ella instaló. Y también, del arriendo que hizo a unos labradores; y de cómo después se había ido de viaje. Una parábola viva. Algo que entendían todos.

Y les dijiste además, que llegado el tiempo de la vendimia, aquel labrador quiso recibir la renta que le correspondía y mandó a unos criados a recogerla. Y fue entonces, cuando los renteros apalearon a uno, a otro lo mataron y a otro lo apedrearon. El dueño de la viña envió más criados e hicieron lo mismo con ellos. Al fin mandó a su hijo y a éste lo mataron.

Actitud cruel la de aquellos renteros. Consecuencia de la naturaleza dañada en su ser más profundo; comportamiento ingrato de hombres desagradecidos, rebeldes, egoístas. ¡Misterio de iniquidad!

Y Tu pregunta: “Cuando vuelva el dueño de la viña, ¿qué hará con aquellos viñadores? Tus oyentes contestaron: los hará morir y arrendará la viña a otros labradores, que le entreguen los frutos a su tiempo. Fue en ese momento, cuando Tú, Señor, afirmaste: “esos sois vosotros”. Y por eso, a vosotros se os quitará la viña y se le dará a un pueblo que produzca sus frutos.
Al fin, los fariseos se dieron cuenta, Señor, de que hablabas de ellos. Y en su nerviosismo decidieron echarte mano. Pero temían a la gente que te tenía por profeta.

¡Misterio de la iniquidad! ¡Qué misterio de amor! No me quedan otras palabras que decir: aumenta mi fe, ayuda mi incredulidad.

miércoles, 3 de marzo de 2010


Segunda Semana de Cuaresma
JUEVES
San Lucas 16, 19-31

»Había un hombre rico que vestía de púrpura y lino finísimo, y todos los días celebraba espléndidos banquetes. En cambio, un pobre llamado Lázaro, yacía sentado a su puerta, cubierto de llagas, deseando saciarse de lo que caía de la mesa del rico. Y hasta los perros venían a lamerle las llagas. Sucedió, pues, que murió el pobre y fue llevado por los ángeles al seno de Abrahán; murió también el rico y fue sepultado. Estando en los infiernos, en medio de los tormentos, levantando sus ojos vio a lo lejos a Abrahán y a Lázaro en su seno; y gritando, dijo: “Padre Abrahán, ten piedad de mi y envía a Lázaro para que moje la punta de su dedo en agua y me refresque la lengua, porque estoy atormentado en estas llamas”. Contestó Abrahán: «Hijo, acuérdate de que tú recibiste bienes durante tu vida y Lázaro, en cambio, males; ahora, aquí él es consolado y tú atormentado. Además de todo esto, entre vosotros y nosotros se interpone un gran abismo, de modo que los que quieren atravesar de aquí a vosotros, no pueden; ni tampoco pueden pasar de ahí hasta nosotros». Y él dijo: “Te ruego entonces, padre, que le envíes a casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos, para que les advierta y no vengan también a este lugar de tormentos”. Pero replicó Abrahán: “Tienen a Moisés y a los Profetas. ¡Que los oigan!” Él dijo: “No, padre Abrahán; pero si alguno de entre los muertos va a ellos, se convertirán”. Y le dijo: “Si no escuchan a Moisés y a los Profetas, tampoco se convencerán aunque uno resucite de entre los muertos.


No hacía mucho tiempo, Señor, que habías comenzado a predicar que el Reino de Dios estaba cerca. Tu fama de maestro había prendido en muchas personas. Hablabas con autoridad a la vez que con sencillez, y la gente te seguía entusiasmada. Es verdad, que en tu predicación eras exigente, pero tus palabras y, sobre todo, tus hechos eran convincentes. Hablabas con autoridad.
Propusiste un caso vivo, interesante. Los protagonistas eran dos hombres, uno rico, llamado Epulón, el otro, pobre, de nombre Lázaro. Quizás ambos eran conocidos en la ciudad por tus oyentes. Los dos, a la sazón, habían muerto.

El rico, a lo largo de su vida, había vestido de púrpura y lino, había celebrado espléndidos banquetes. Por el contrario, los vestidos del pobre se habían rozado con las dolorosas llagas de sus carnes; en casa había habido hambre y su persona había estado llena de humillaciones dolorosas y desprecios increíbles. Y a los dos, en días diferentes, les llegó la muerte. El pobre fue conducido al seno de Abraham y el rico, fue sepultado.

La suerte, pues, de uno y otro, tras la muerte, fue muy diversa. Mientras el pobre gozaba de la felicidad dichosa de Dios, el rico sufría en medio de los tormentos angustiosos. Y aunque éste intentó conseguir al menos una gota de felicidad, aminorar sus sufrimientos aunque fuera un momento, no lo consiguió. Ni tampoco consiguió gracia especial para los suyos que aún vivían en la tierra.

Hermosa parábola. “Una invitación a la sobriedad de vida, a la solidaridad. “Descendiendo a consecuencias prácticas y muy urgentes, el Concilio Vaticano II inculca el respeto al hombre, de modo que cada uno, sin ninguna excepción, debe considerar al prójimo como otro yo, cuidando, en primer lugar, de su vida y de los medios necesarios para vivirla diferente, para que no imiten a aquel rico que se despreocupó totalmente del pobre Lázaro”[1].

Gracias, Señor, por estas lecciones.


[1] Con. Vat. Gaudium et Spes, n. 27.

martes, 2 de marzo de 2010


Segunda Semana de Cuaresma
MIÉRCOLES
San Mateo 20, 17-28


Cuando subía Jesús camino de Jerusalén tomó aparte a sus doce discípulos y les dijo:
—Mirad, subimos a Jerusalén, y el Hijo del Hombre será entregado a los príncipes de los sacerdotes y a los escribas, le condenarán a muerte, y le entregarán a los gentiles para burlarse de él y azotarlo y crucificarlo, pero al tercer día resucitará.
Entonces se acercó a él la madre de los hijos de Zebedeo con sus hijos, y se postró ante él para hacerle una petición. Él le preguntó:
—¿Qué quieres?
Ella le dijo:
—Di que estos dos hijos míos se sienten en tu Reino, uno a tu derecha y otro a tu izquierda.
Jesús respondió:
—No sabéis lo que pedís. ¿Podéis beber el cáliz que yo he de beber?
—Podemos —le dijeron.
Él añadió:
—Beberéis mi cáliz; pero sentarse a mi derecha o a mi izquierda no me corresponde concederlo, sino que es para quienes ha dispuesto mi Padre.
Al oír esto, los diez se indignaron contra los dos hermanos. Pero Jesús les llamó y les dijo:
—Sabéis que los que gobiernan las naciones las oprimen y los poderosos las avasallan. No tiene que ser así entre vosotros; por el contrario, quien entre vosotros quiera llegar a ser grande, que sea vuestro servidor, y quien entre vosotros quiera ser el primero, que sea vuestro esclavo. De la misma manera que el Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en redención de muchos.

Señor, ibas subiendo hacia Jerusalén. En un momento del trayecto, quizás a mitad del camino, llamaste a los doce y los doce se acercaron junto a Ti. Algo importante ibas a comunicarles. Ellos sabían que Tú siempre los tratabas con mimo y con delicadeza y aunque ellos algunas cosas no entendían, trataban de comprenderte.

Mirad —dijiste— subimos a Jerusalén. Allí seré entregado a los sumos sacerdotes y letrados. Me condenarán a muerte; me entregarán a los gentiles; se burlarán de Mí, me azotarán, me crucificarán. Pero al tercer día resucitaré.

Los doce se debieron quedar de piedra. Entre ellos, no se oía respirar. Nadie se atrevía a cortar el silencio. Las palabras del Maestro habían sido tan claras y tan trágicas, que nadie sabía qué decir. Además eran conscientes, Señor, de que cuando hablabas, hablabas en serio. No eran bromas aquellas palabras, ni siquiera parábolas, eran predicciones que ocurrirían seguro.

Quizás aprovechando este prolongado silencio, la Madre de los Zebedeo se acercó con sus hijos. Se postró ante Ti y pidió entusiasmada: la derecha y la izquierda de tu Reino para ellos.
Tú, Señor, le respondiste a aquella buena madre que no sabía lo que pedía, que aquello no era de tu incumbencia, que eran cosas de tu Padre. Luego preguntaste a Juan y a Santiago que si estaban dispuestos a sufrir, ellos contestaron que sí, que estaban dispuestos. Los demás Apóstoles —también eran hombres— se indignaron. Todo esto hizo que el ambiente se fuera cargado y el trayecto no acabara.

En un momento, Tú, Señor, te paraste. Y mandaste que todos vinieran hasta Ti; y dijiste: “Los jefes y los grandes de los pueblos se aprovechan de los demás”. Vosotros no actuaréis así; vosotros debéis ser servidores. Una cosa os digo: si queréis ser grandes, servid; si queréis tener los primeros puestos, coged los últimos; si queréis ser dueños, haceos esclavos. ¿No veis lo que hago Yo? Soy el Hijo de Dios y no quiero que me sirvan; soy el dueño de la vida, y la daré por vosotros; soy el primero en el Reino y paso como uno de tantos. El que quiera seguirme, que se fije en Mí y me siga.

El silencio de hace unos momentos, ahora se cortaba. Quizás nunca habían pensado que el Reino mesiánico iba a ser tan exigente. Entonces no lo entendieron, pero el mensaje se había clavado en sus almas. Y el mensaje desde entonces, nunca dejó de ir creciendo en sus vidas.

lunes, 1 de marzo de 2010


Segunda Semana de Cuaresma
MARTES
San Mateo 23, 1-12

Entonces Jesús habló a las multitudes y a sus discípulos diciendo:
—En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y fariseos. Haced y cumplid todo cuanto os digan; pero no obréis como ellos, pues dicen pero no hacen. Atan cargas pesadas e insoportables y las echan sobre los hombros de los demás, pero ellos ni con uno de sus dedos quieren moverlas. Hacen todas sus obras para que les vean los hombres. Ensanchan sus filacterias y alargan sus franjas. Anhelan los primeros puestos en los banquetes, los primeros asientos en las Sinagogas y que les saluden en las plazas, y que la gente les llame rabbí. Vosotros, al contrario, no os hagáis llamar rabbí, porque sólo uno es vuestro maestro y todos vosotros sois hermanos. No llaméis padre vuestro a nadie sobre la tierra, porque sólo uno es vuestro Padre, el celestial. Tampoco os dejéis llamar doctores, porque vuestro doctor es uno sólo: Cristo. Que el mayor entre vosotros sea vuestro servidor. El que se ensalce será humillado, y el que se humille será ensalzado.

Señor, siempre te hallabas rodeado de gentes: de discípulos, de seguidores. A todos enseñabas el camino del Reino, deshacías engaños y abrías nuevas rutas. A lo largo de las páginas evangélicas se perciben, se descubren mil detalles que vistos en conjunto forman un armazón armónico.

Hoy, Señor, nos descubres dos importantes cartas: el decir y el hacer, el predicar y el practicar. Haced lo que os digan, pero no hagáis lo que ellos hacen. Te referías a los letrados y a los fariseos.
Tú sí hacías lo que enseñabas y enseñabas lo que hacías. Fue siempre tu enseñanza un espléndido resumen de tu vida. Y tu vida un fiel espejo de tu enseñanza. En una palabra: Unidad de vida: coherencia, verdad.

Nos ofreciste otras dos contracartas: cargar sobre otros responsabilidades y no mover un dedo para ayudar a cumplirlas. ¡Qué fácil cargar obligaciones, leyes, mandamientos sobre los demás, pero cuánto cuesta ayudar a llevarlas y, sobre todo, cargarlas sobre uno mismo!

Tú sí cargaste con nuestros pecados, con nuestras cruces, con nuestras miserias; y, después, nos dijiste que, si queríamos ser tus discípulos, deberíamos también cargar con nuestra cruz y seguirte. Tú, Señor, siempre caminaste por delante.

Dos más: el aplauso de la gente y el premio de Dios. Nos advertiste que algunos buscan la gloria humana y no les importa la gloria de Dios. Tú, Señor, actuabas al revés; buscabas cumplir la voluntad del Padre, sabías y así nos lo enseñaste que lo demás se dará por añadidura.

Otras dos cartas: padre y maestro. Sólo Dios es Padre y Maestro. No debemos usurpar este nombre. Si lo usamos es por referencia al Padre Dios y al Maestro que eres Tú.

Y para terminar, dos más: la humildad y la autosuficiencia. Quien se humilla será enaltecido; quien se enaltece será humillado. Los hombres no somos, por naturaleza, ejemplo de humildad. Tú sí, Señor. Tú te hiciste obediente y humilde, hasta hacerte esclavo por nosotros. Por eso, Dios, tu Padre, te ensalzó sobre todos por nosotros, y todos te adoran y doblan la rodilla en los cielos y en la tierra y en los abismos.

Gracias, Señor, por las cartas que hoy nos has mostrado.

domingo, 28 de febrero de 2010


Segunda Semana de Cuaresma
LUNES
San Lucas 6, 36-38


»Por el contrario, amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada por ello; y será grande vuestra recompensa, y seréis hijos del Altísimo, porque Él es bueno con los ingratos y con los malos. Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso. No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados. Perdonad y seréis perdonados; dad y se os dará; echarán en vuestro regazo una buena medida, apretada, colmada, rebosante: porque con la misma medida que midáis se os medirá.

Una lección más, Señor, de tu magisterio. ¡Con cuánta paciencia y con cuánto cariño nos ibas enseñando! ¡Y a nosotros cuánto nos cuesta aprender tus enseñanzas! Y, sobre todo, cuánto nos cuesta cumplirlas. Nos consuela, Señor, que Tú conoces nuestro barro; que sabes de la pasta que estamos hechos; que entiendes nuestras debilidades y nuestros proyectos y nuestros buenos deseos.

Hoy nos dijiste: “Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo; no juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados; dad, y se os dará”. Dos “noes” y tres “síes”: no juzguéis, no condenéis, perdonad, dad, sed compasivos. Un buen programa y un buen proyecto.

Y si hacéis así, nos dijiste: os verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante; deseos colmados; medida que se sobra; premio rebosante. Todo nos habla de generosidad, de abundancia, de sobrepremio.

Y terminaste con una breve sentencia: “La medida que uséis, la usarán con vosotros”. El que se resiste a perdonar, no será perdonado; el que se resiste a ayudar, no será ayudado; el que se resiste a comprender, no será comprendido; el que se resiste a premiar, no será premiado; el que se resiste a amar, no será amado. La misma medida, la misma.

¡Cómo nos gusta a todos que nos premien, que nos consideren, que nos acojan, que nos reciban en su entorno! Y cómo nos gustará, sobre todo, que Dios nos reciba en sus manos en el día de nuestra muerte. Para que esto suceda, antes, a lo largo de la vida, tenemos que premiar, considerar, acoger, recibir a los demás.

Cuando llegue la hora de la verdad, cuando llegue la hora del examen —al atardecer de la vida nos examinarán del amor— nos medirán con la misma medida que hayamos medido. Conviene utilizar una medida comprensiva, misericordiosa: la medida de Dios que nos ama sin medida.

sábado, 27 de febrero de 2010


II DOMINGO DE CUARESMA CICLO C

+ Lectura del santo evangelio según san Mateo 17, 1–9
En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan y se los llevó aparte a una montaña alta.
Se transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz.
Y se les aparecieron Moisés y Elías conversando con él.
Pedro, entonces, tomó la palabra y dijo a Jesús:
–«Señor, ¡qué bien se está aquí! Si quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.»
Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra, y una voz desde la nube decía:
–«Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo.»
Al oírlo, los discípulos cayeron de bruces, llenos de espanto.
Jesús se acercó y, tocándolos, les dijo:
–«Levantaos, no temáis.»
Al alzar los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús, solo.
Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó:
–«No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre resu­cite de entre los muertos.

Hoy, segundo Domingo de Cuaresma, el Evangelio nos muestra la Transfiguración del Señor: acontecimiento que es un anuncio, un anticipo glorioso de la Resurrección. El Señor quería que sus discípulos, de modo especial los que tendrían la responsabilidad de guiar a la Iglesia naciente, experimentaran directamente su gloria divina, para afrontar cuando llegase el escándalo de la cruz.

Junto a Jesús –dice el texto- aparecieron Elías y Moisés, para significar que las Sagradas Escrituras concordaban en anunciar el misterio de su Pascua, es decir, que Cristo debía sufrir y morir para entrar en su gloria (cf. Lc 24, 26. 46).

Y en este momento, como había sucedido después del bautismo en el Jordán, llegaron del cielo los signos de la complacencia de Dios Padre: la luz, que transfiguró a Cristo, y la voz que lo proclamó "Hijo amado" (Mc 9, 7).

La primera lectura nos recuerda el ejemplo de Abrahán, nuestro padre en la fe, y nos muestra la vida cristiana como un largo camino que hay que recorrer.

Dios nos llama, nos invita a recorrer el camino. Y lo importante es no parar, lo importante es avanzar sin cesar en ese camino de la salvación, fiándonos siempre del amor del que nos ha llamado.

Abrahán se fía de Dios. En esto consiste la fe. En sabernos amados por Dios, en fiarnos de Él y aceptar su palabra como la palabra de vida y de salvación, aunque muchas veces sea desconcertante para nosotros.

Por su parte, San Pablo nos invita a no perder de vista esta perspectiva: somos peregrinos, caminantes hacia la vida eterna. Por tanto no debemos pegarnos a las cosas materiales de este mundo. Porque hemos de ir más lejos.

No hemos de hacer como aquellos que dice San Pablo que son enemigos de la cruz de Cristo y que tienen por Dios su vientre, y por gloria sus vergüenzas, sólo aspiran a cosas terrenas.
La meta es clara: la vida eterna; el camino también es claro: escuchar a Cristo y vivir en su voluntad.

Este es el “motor” que nos hace avanzar: Este es mi Hijo, el amado, mi escogido. Escuchadlo. Avanza en el camino de la vida eterna aquel que, humildemente, escucha a Jesucristo, lo acepta como único Señor y único Maestro y trata de tener sus mismos sentimientos y actitudes, y después trata de vivir como vivió El.


viernes, 26 de febrero de 2010




Primera Semana de Cuaresma
SÁBADO
San Mateo 5, 43-48

»Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pero yo os digo: amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos, que hace salir su sol sobre buenos y malos, y hace llover sobre justos y pecadores. Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa tenéis? ¿No hacen eso también los publicanos? Y si saludáis solamente a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de más? ¿No hacen eso también los paganos? Por eso, sed vosotros perfectos como vuestro Padre Celestial es perfecto.

Se dijo en el mandamiento antiguo: amarás al prójimo y aborrecerás al enemigo. Pero yo os digo: “amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os aborrecen, rezad por los que os persiguen y calumnian”. El cambio es espectacular, notorio, enorme.

Así actúa —señalaste— nuestro Padre del cielo: regala el sol a buenos y malos; manda lluvia a justos e injustos; a todos trata con amor, consideración, respeto. Eso mismo tenemos que hacer nosotros y así seremos hijos del Padre que está en el cielo. La comparación era clara. El paso era grande, el cambio significativo.

Luego formulaste unas preguntas: “Si amáis a los que os aman, ¿qué premio tendréis? ¿No hacen lo mismo los publicanos? Si saludáis sólo a vuestro hermano, ¿qué hacéis de extraordinario? ¿No hacen lo mismo los paganos?” y Tú, Señor, querías de nosotros algo más, mucho más; de ninguna manera los publicanos y paganos no deberían ser regla de conducta para los que te queríamos seguir.

Por eso, añadiste: Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto. Ahora sí que nos colocas el listón alto. Perfectos como el Padre celestial. Meta alta, pero sugerente; difícil, pero alentadora. Siempre podremos y deberemos hacer las cosas mejor: hasta llegar al Padre.

Dijiste que hay que buscar la perfección. Y la perfección no está en cumplir la ley natural —la que pueden cumplir los paganos— ni siquiera la ley mosaica, que la cumplen los publicanos y fariseos; sino que está en cumplir la ley Nueva, tu ley, Señor.

Y esta ley nueva tiene un mandamiento nuevo, amar a los demás como Tú los amas; sin hacer distinciones; amar a todos: a amigos y enemigos; a buenos y malos; a justos y a pecadores, amar a todos teniendo en cuenta las exigencias de la justicia, de la piedad, de la necesidad, etc. Así, sólo así, seremos buenos hijos de Dios; sólo así, llegaremos a parecernos cada vez más a Ti, nuestro modelo.

jueves, 25 de febrero de 2010


Primera Semana de Cuaresma
VIERNES
San Mateo 5, 20-26

Os digo, pues, que si vuestra justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de los Cielos.
»Habéis oído que se dijo a los antiguos: No matarás, y el que mate será reo de juicio. Pero yo os digo: Todo el que se llene de ira contra su hermano será reo de juicio; y el que insulte a su hermano será reo ante el Sanedrín; y el que le maldiga será reo del fuego del infierno. Por lo tanto, si al llevar tu ofrenda al altar recuerdas que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda delante el altar, vete primero a reconciliarte con tu hermano, y vuelve después para presentar tu ofrenda. Ponte de acuerdo cuanto antes con tu adversario mientras vas de camino con él; no sea que tu adversario te entregue al juez y el juez al alguacil y te metan en la cárcel. Te aseguro que no saldrás de allí hasta que restituyas la última moneda.

Tú, Señor, conocías bien a “los tuyos” y también a los que te rodeaban. Más de treinta años viviendo entre la gente, te había proporcionado un conocimiento exacto del ambiente y de las costumbres de tu tiempo. Además, por ser Dios, conocías hasta lo más íntimo del corazón de cada uno.

Un día dijiste a tus discípulos: “Si no sois mejores que los letrados y fariseos no entraréis en el Reino de los cielos”. Puedo pensar que los letrados y fariseos no eran buenos, y que, por lo tanto, había que superarlos: o que eran buenos y había que ser mejores. En todo caso, lo que propones, Señor, es un cambio, un perfeccionamiento, un pasar del Antiguo al Nuevo Testamento.

Se dijo: no matarás; Yo os digo, no pelearos; se dijo, Yo os digo: cambiar, pues, para mejor. Ahora, después de veinte siglos, Señor, sigue sonando tu palabra: se dijo..., pero yo os digo... Ayúdanos a entender este cambio, y, sobre todo, ayúdanos a creerte a Ti.

Seguidamente hablaste de un tema muy importante; la ofrenda a Dios y el amor al hermano. Ambas cosas, dijiste, tienen que ir de la mano, unidas. No podemos amarte a Ti, Señor, si no vivimos en paz entre nosotros. Por lo tanto, hay que arreglar la situación de enemistad, de odio, de rencor con el hermano para ir a ofrendar al Padre de todos. Es necesario el cambio.

Y hay que hacerlo pronto, sin dar largas al asunto; sin dejarlo para más tarde, porque con el tiempo, las cosas a veces se complican. Cuando las ofensas no se perdonan, se enconan: y las heridas enconadas requieren un tratamiento, un proceso, que, en ocasiones, si nos descuidamos, nunca llega.

miércoles, 24 de febrero de 2010


Primera Semana de Cuaresma
JUEVES
San Mateo 7, 7-12

»Pedid y se os dará; buscad y encontraréis; llamad y se os abrirá. Porque todo el que pide, recibe; y todo el que busca, encuentra; y al que llama se le abrirá.
»¿Quién de entre vosotros, si su hijo suyo le pide un pan le da una piedra? ¿O si le pide un pez le da una serpiente? Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar a vuestros hijos cosas buenas, ¿cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará cosas buenas a los que se lo pidan?» Todo lo que queráis que hagan los hombres con vosotros, hacedlo también vosotros con ellos: ésta es la Ley y los Profetas.

Los discípulos por norma deben escuchar a su maestro. A Ti, Señor, tus discípulos te escuchaban con atención y agrado. Tú les enseñabas de modos distintos: a veces mientras avanzabais por el camino; otras veces les instruías en la tranquilidad de algún descampado; en ocasiones dialogabas con ellos, a la orilla del mar; en la base de la barca; en la ladera de un monte.

Quiero pensar que esta vez estabas a la sombra de una higuera. Acaso, cerca, jugaban un grupo de niños; en la casas vecinas trabajaban las mujeres; y allá no muy lejos, un hombre entrado en años arreaba con un látigo a su cabalgadura.

Fue entonces, cuando comenzaste a decir: pedid y se os dará, buscad y encontraréis; llamad y se os abrirá. Porque todo el que pide recibe; y todo el que busca, encuentra; y al que llama se le abrirá. Todo un programa de comportamiento: pedir como necesitados; buscar, como interesados; llamar como confiados.

Y, quizás, mientras hablabas, mirando al niño que jugaba allí cerca, se te ocurrió la comparación: si vuestro hijo pide pan le dais pan, no una piedra; y si pide pescado le dais pescado, no una serpiente; es decir, le atendéis, le amáis, le queréis. Pues cuánto más vuestro Padre del cielo, que es bueno, os dará cosas buenas. Si vosotros que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, vuestro Padre os colmará de bienes. Conviene, pues, que pidáis, que busquéis, que llaméis.

Y al final, Señor, dejaste caer una de tus hermosas sentencias: “Tratad a los demás como queréis que ellos os traten”. Qué buen consejo para vivirlo siempre.

martes, 23 de febrero de 2010


Primera Semana de Cuaresma
MIËRCOLES
San Lucas 11, 29-32

Habiéndose reunido una gran muchedumbre, comenzó a decir:
—Esta generación es una generación perversa; busca una señal y no se le dará otra señal que la de Jonás. Porque, así como Jonás fue señal para los habitantes de Nínive, del mismo modo lo será también el Hijo del Hombre para esta generación. La reina del Sur se levantará en el juicio contra los hombres de esta generación y los condenará: porque vino de los confines de la tierra para oír la sabiduría de Salomón, y daos cuenta de que aquí hay algo más que Salomón. Los hombres de Nínive se levantarán en el Juicio contra esta generación y la condenarán: porque ellos se convirtieron ante la predicación de Jonás, y daos cuenta de que aquí hay más que Jonás.

La gente se arremolinaba junto a Ti, Señor. Allí estaban todos unidos, como una piña. Deseaban oír tus palabras. Acaso también esperaban ser curados de sus enfermedades; o, tal vez, pretendían recibir algún favor de tus manos. Allí se hallaban todos, ansiosos de recibir la ayuda corporal y el alimento espiritual.

Entonces Tú, Señor, dijiste: Esta generación es una generación perversa. Aunque no te referías a aquellos que te seguían, sino a la élite, a los escribas y fariseos. ¡Qué jarro de agua, Señor!
Esta generación —seguiste— pide un signo, una señal. Pues bien, se le dará una señal: Como Jonás fue un signo para los habitantes de Nínive, lo mismo será el Hijo del hombre para esta generación. Tú ibas a ser la señal. Y en efecto, lo fuiste, con tu muerte y resurrección: igual que Jonás estuvo oculto en la ballena, Tú estuviste oculto en la tierra y como Jonás antes de morir te dedicaste un tiempo a la predicación y a la penitencia.

Y comparaste también aquella generación con la generación del tiempo de la reina del Sur, con los hombres de Nínive; y preferiste aquellos hombres de entonces a éstos hombres de hoy, porque aquellos escucharon a Salomón y a Jonás, y éstos a Ti no te escucharon; y eso que Tú, Señor, eres más que los dos y más que todos juntos.

Abro mi corazón y te presento mis viejas inquietudes: ¿Por qué, Señor, nos resistimos a acoger tu Palabra, tu gracia, tu persona? ¿Por qué pretendemos ver con los ojos del cuerpo y prescindimos de los ojos del espíritu? ¿Por qué somos así, Señor? ¿Por qué?
Señor, ayúdanos a reconocerte en este gran signo: el signo de tu misericordia, el signo de tu entrega, de tu amor.

lunes, 22 de febrero de 2010


Primera Semana de Cuaresma
MARTES
San Mateo 6, 7-15

Y al orar no empleéis muchas palabras como los gentiles, que piensan que por su locuacidad van a ser escuchados. Así pues, no seáis como ellos; porque bien sabe vuestro Padre de qué tenéis necesidad antes de que se lo pidáis. Vosotros, en cambio, orad así:
Padre nuestro, que estás en los cielos,
santificado sea tu Nombre;
venga tu Reino;
hágase tu voluntad
como en el cielo, también en la tierra;
danos hoy nuestro pan cotidiano;
y perdónanos nuestras deudas,
como también nosotros perdonamos a nuestros deudores;
y no nos pongas en tentación,
sino líbranos del mal» Porque si les perdonáis a los hombres sus ofensas, también os perdonará vuestro Padre Celestial. Pero si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre os perdonará vuestros pecados.

En un resallano del monte, de rodillas, hablabas, Señor, a tus discípulos que arremolinados como siempre a tu alrededor, te escuchaban atentos. Momentos después, llegó un número crecido de hombres sencillos. Aquella tarde les ibas a enseñar cosas importantes.

Tras un murmullo suave al principio, un silencio denso envolvió al grupo después. Fue entonces, cuando Tú, Señor, comenzaste a decir palabras divinas. Tus oyentes las recogían en sus mentes, en sus corazones; más tarde, algunos las pusieron por escrito.

Cuando recéis —dijiste— no habléis mucho, a lo pagano, sino usad las palabras justas, y que sean palabras llanas, confiadas; en realidad, vuestro Padre Dios —subrayaste— sabe todo lo que necesitáis antes de que se lo pidáis.
Tus discípulos aprendieron que la oración para que sea verdadera debe comenzar en el silencio del corazón, sólo así terminará en las manos de Dios. La manifestación externa, aunque conviene sea natural, es secundaria.

Y a continuación, Señor, les enseñaste la oración más hermosa que jamás haya existido. No sé si la recitaste despacio o la dijiste de corrido, lo cierto es que tus discípulos la aprendieron con exactitud y así la transmitieron.

Dijiste: “Padre nuestro, que estás en el cielo, santificado sea tu Nombre; venga a nosotros tu reino; hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo. Danos hoy nuestro pan de cada día; perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden; no nos dejes caer en la tentación, y líbranos del mal. Amén”.