sábado, 24 de abril de 2010

IV DOMINGO DE PASCUA
San Juan 10,27-30.


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En aquel tiempo, dijo Jesús: -Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco y ellas me siguen, y yo les doy la vida eterna; no perecerán para siempre y nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre, que me las ha dado, supera a todos y nadie puede arrebatarlas de la mano de mi Padre. Yo y el Padre somos uno.

Jesús, nos dice el Evangelista San Marcos (6,30-34), al desembarcar, vio mucha gente, sintió compasión de ellos, pues estaban como ovejas que no tienen pastor, y se puso a enseñarles muchas cosas.

Hoy, podemos tener una sensación semejante a aquella que nos describe San Marcos. Porque en la sociedad en que vivimos hay mucha gente que vive desorientada, confundida, mareada, sin rumbo, sin ideales, sin una meta en la vida. Viven como ovejas que no tienen pastor pastor.

Los cristianos no tenemos este problema o, al menos, no deberíamos tenerlo. Porque nosotros, los cristianos, sí tenemos un Pastor, un guía, una persona que nos conduce hacia el cielo: ese pastor es CRISTO, EL SEÑOR. El es la luz que brilla en medio de las tinieblas de este mundo, lleno de obscuridad y de ignoracia. El es la luz que brilla en nuestra vida, que guía nuestra historia.

Cristo es el buen Pastor que dio su vida por nosotros, inmolándose en la cruz; Cristo es el Buen Pastor que nos conoce a cada uno como el Padre lo conoce y él conoce al Padre (cf. Jn 10, 14-15). Cristo es el Pastor. Él es el que guía al rebaño, el que le marca el camino. El que cuida del rebaño y lo protege, el que le da el alimento y se preocupa de que las ovejas estén sanas.

La Palabra de Dios de este Domingo nos lo manifiesta con claridad a través de la bella imagen del pastor y las ovejas: Jesús es el Pastor, nosotros las ovejas.

Los tres verbos pronunciados por Jesús en este breve pasaje evangélico son verbos de acción: escuchar, conocer y seguir. A través de estas palabras, unidas entre sí con un hilo luminoso y espiritual, se puede construir toda la historia de la vocación cristiana: escuchar, conocer, seguir. Todo un programa de acción. Por eso hoy es necesario que nos preguntemos si estamos siendo buenos discípulos: si sabemos escuchar al Señor, si tratamos de conocerle, si tratamos de seguirle.

Para contestar a esta pregunta nada mejor que revisar si somos dóciles para dejarnos guiar por Jesús, si somos diligentes para escuchar sus enseñanzas y las enseñanzas de la Iglesia, si intentamos vivir cada día como Él quiere que lo hagamos.

viernes, 23 de abril de 2010

TERCERA SEMANA DE PASCUA

SÁBADO
SAN JUAN 6, 60-69  

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Al oír esto, muchos de sus discípulos dijeron:
—Es dura esta enseñanza, ¿quién puede escucharla?
Jesús, conociendo en su interior que sus discípulos murmuraban de esto, les dijo:
—¿Esto os escandaliza? Pues, ¿si vierais al Hijo del Hombre subir a donde estaba antes? El espíritu es el que da vida, la carne no sirve de nada: las palabras que os he hablado son espíritu y son vida. Sin embargo, hay algunos de vosotros que no creen. En efecto, Jesús sabía desde el principio quiénes eran los que no creían y quién era el que le iba a entregar.
Y añadía:
—Por eso os he dicho que ninguno puede venir a mí si no se lo ha concedido el Padre. Desde ese momento muchos discípulos se echaron atrás y ya no andaban con él.
Entonces Jesús les dijo a los doce:
—¿También vosotros queréis marcharos?
Le respondió Simón Pedro:
—Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros hemos creído y conocido que tú eres el Santo de Dios.

Tengo que reconocer, Señor, que a primera vista, este modo de hablar era duro. Y me explico que algunos de tus discípulos cuestionasen tus palabras. Les estabas diciendo, nada más y nada menos, que tenían que comer tu carne y beber tu sangre. Y en su interior brotaron las críticas.

Pero Tú, Señor, adivinando sus críticas les dijiste: “¿Esto os hace vacilar? ¿Y si vierais al Hijo del Hombre subir adonde estaba antes?” Era como decir, fiaos de Mi, de mi palabra, de mi poder, de la fuerza de mi espíritu.

Y seguiste: porque el Espíritu es el que da vida; la carne no sirve para nada. Mis palabras son Espíritu y Vida, y sin embargo, algunos no creéis. No admitís que os diga la verdad. Aquí está el secreto: en la verdad de mis palabras.

Y dijiste: Pero “nadie puede venir a Mí si mi Padre no se lo concede”. Por lo tanto, en vez de discutir, de reflexionar, de criticar, lo que debéis hacer, es pedir al Padre la gracia de entender, la gracia de amar.

Pero el hecho fue que algunos, desde entonces, se echaron para atrás y no volvieron a ir contigo. Señor, que yo nunca me eche para atrás, que siga siempre contigo.

Entonces, Tú, Señor, advirtiendo que los doce también temblaban, les dijiste: ¿También vosotros queréis marcharos? ¿También vosotros dudáis? Entonces Simón Pedro contestó: Señor, ¿a quién vamos a acudir que mejor nos vaya? Tus palabras son verdaderas. Nosotros creemos que Tú eres el Santo consagrado por Dios.

jueves, 22 de abril de 2010

TERCERA SEMANA DE PASCUA

VIERNES
SAN JUAN 6, 52-59             

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Los judíos se pusieron a discutir entre ellos: ¿Cómo puede éste
darnos a comer su carne?
Jesús les dijo:
—En verdad, en verdad os digo que si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo le resucitaré en el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él. Igual que el Padre que me envió vive y yo vivo por el Padre, así, aquel que me come vivirá por mí. Éste es el pan que ha bajo del cielo, no como el que comieron los padres y murieron: quien come este pan vivirá eter-namente.
Estas cosas dijo en la Sinagoga, enseñando en Cafarnaún.

Disputaban los judíos entre sí, cómo podías Tú, Señor, darles a comer tu carne. La cuestión no era pequeña ni de poca importancia. Tú habías dicho que el que comiera tu carne tendría vida. Y no lo podían entender. Y disputaban entre sí.

Tú, Señor, les habías dicho: “Os aseguro, que si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros”. Estaba clara la cuestión. Lo habías dicho con rotundidad. ¿Pero cómo era posible eso? Los judíos disputaban.

Y dijiste más: El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Insistías, Señor, en la necesidad de comer tu carne y beber tu sangre. Y esto, como condición de vida eterna, de resurrección final.

Y aún más: Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, habita en Mí y Yo en él. Es verdadera comida y verdadera bebida y la promesa es también verdadera.

Y añadiste: El Padre que vive me ha enviado y yo vivo por el Padre; del mismo modo, el que me come, vivirá por Mí. Este es el pan que ha bajado del cielo: no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron: el que come de este pan vivirá para siempre. No te entendían y volvías a repetirlo.

Dijiste esto, Señor, en la Sinagoga, en Cafarnaún. Se enteró mucha gente importante y sabia. Es decir, no fue una conversación de pasada, sino una enseñanza pública.

miércoles, 21 de abril de 2010

TERCERA SEMANA DE PASCUA

JUEVES
SAN JUAN 6, 44-51  

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Nadie puede venir a mí si no le atrae el Padre que me ha enviado, y yo lo resucitaré en el último día. Está escrito en los Profetas: Y serán todos enseñados por Dios. Todo el que ha escuchado al que viene del Padre, y ha aprendido, viene a mí. No es que alguien haya visto al Padre, sino que aquel que procede de Dios, ése ha visto al Padre. En verdad, en verdad os digo que el que cree tiene vida eterna. »Yo soy el pan de vida. Vuestros padres comieron en el desierto el maná y murieron. Éste es el pan que baja del cielo, para que si alguien lo come no muera. Yo soy el pan vivo que he bajado del cielo. Si alguno co-me este pan vivirá eternamente; y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo.


Los hombres, según su condición de criaturas, no pueden conocerte ni llegar hasta Ti, Señor, si no son sanados y ayudados por tu gracia. Y si responden a tu llamada y secundan tu gracia, les prometes el premio eterno y la resurrección en el último día.

Siempre que reflexiono en este tema, Señor, brotan en mí deseos de responder a tus gracias; y, a la vez, ruego me ayudes a confiar plenamente en Ti, y a esperar, por tu misericordia, me concedas la salvación eterna.

Somos discípulos de Dios —según está escrito— y somos discípulos tuyos. Que aprendamos a servirte, a huir de la pereza, del miedo, de la cobardía que nos dificulta la entrega y que sepamos serte fieles en el quehacer de cada día. ¡Ayúdanos, Señor!

Primero escuchar tu llamada, después responder libremente, y luego lanzarnos a la lucha, jugarnos el yo, vencer la soberbia, superar la vergüenza; no tener miedo a nadie ni a nada, vivir en medio del mundo con el desparpajo, la espontaneidad, el servicio, la entrega de ser discípulos tuyos.

A Dios nadie lo ha visto. Sólo Tú, Señor. Pero si creemos, tenemos la vida eterna asegurada. Para ello, debemos estar y permanecer fuertes. Tú eres el pan de vida. Mejor que el maná. El maná era otra cosa. “Tú eres el pan vivo bajado del cielo; el que coma de él vivirá para siempre”. Tu carne es el pan para alimento del mundo.

Gracias Señor, por las veces que he comido tu Cuerpo y he bebido tu Sangre. Con palabras de la Liturgia, lleno de fe y de esperanza, te digo, Señor: “Oh sagrado convite en el cual se recibe a Cristo, el alma se llena de gracia y se nos da una prenda para la gloria futura”.

Y con Santo Tomás confieso: “Al juzgar de Ti se equivocan la vista, el tacto, el gusto, pero basta el oído para creer con firmeza; creo todo lo que ha dicho el Hijo de Dios; nada es más verdadero que esta Palabra de verdad”.

Somos débiles, criaturas, pero discípulos, hijos. Esperamos la resurrección de los muertos.

martes, 20 de abril de 2010

TERCERA SEMANA DE PASCUA

MIÉRCOLES
SAN JUAN 6, 35-40                 

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Jesús les respondió:
—Yo soy el pan de vida; el que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí no tendrá nunca sed. Pero os lo he dicho: me habéis visto y no creéis. Todo lo que me da el Padre vendrá a mí, y al que viene a mí no lo echaré fuera, porque he bajado del cielo no para hacer mi voluntad sino la voluntad de Aquel que me ha enviado. Ésta es la voluntad del que me ha enviado: que no pierda nada de lo que Él me ha dado, sino que lo resucite en el último día. Porque ésta es la voluntad de mi Padre: que todo el que ve al Hijo y cree en él tenga vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día.

Y seguiste diciendo que Tú eres el pan de vida; que el que viene a Ti no pasará hambre, y que el que cree en Ti no pasará nunca sed. Y añadiste, os lo he dicho, me habéis visto y no creéis. Es como si dijeras: ¡con las cosas que habéis visto, y sin embargo, no creéis! ¡Cuánto os cuesta creer!

Y seguiste diciendo: Todo lo que me da el Padre vendrá a Mí, y el que venga a Mi, no lo echaré fuera; porque he bajado del Cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad de Aquel que me ha enviado. Habías venido para hacer la voluntad del Padre. Y qué bien la hiciste, Señor. Auméntanos la fe y ayúdanos para que también nosotros cumplamos la voluntad de Dios.

Tú mismo explicaste cuál es la voluntad del Padre. Dijiste: Esta es la voluntad del que me ha enviado: que no pierda nada de lo que me dio. Y añadiste: Esta es la voluntad de mi Padre: que todo el que ve al Hijo y cree en Él, tenga vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día.

Dices que el que te ha enviado es tu Padre; dices que todo el que te ve a Ti y cree en Ti, tendrá vida eterna; y dices que el último día lo resucitarás. ¡Cuántas veces, estas palabras habrían sido recordadas por San Juan para explicar que Tú, Señor, venías de Dios y venías a salvarnos!

Hoy nos recuerdan a nosotros que Tú, Señor, eres el enviado del Padre; que Tú siempre cumpliste la voluntad de Dios; y, a la vez, nos urgen a cada uno, a creer en Ti; a cumplir la voluntad de Dios.

lunes, 19 de abril de 2010

TERCERA SEMANA DE PASCUA MARTES
SAN JUAN 6, 30-35  

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Le dijeron:
—¿Y qué signo haces tú, para que lo veamos y te creamos? ¿Qué obras realizas tú? Nuestros padres comieron en el desierto el maná, co-mo está escrito: Les dio a comer pan del Cielo.
Les respondió Jesús:
—En verdad, en verdad os digo que Moisés no os dio el pan del cielo, sino que mi Padre os da el verdadero pan del cielo. Pues el pan de Dios es el que ha bajado del cielo y da la vida al mundo.
—Señor, danos siempre de este pan —le dijeron ellos.
Jesús les respondió:
—Yo soy el pan de vida; el que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí no tendrá nunca sed.

Querían signos, no eran suficientes las palabras. Las palabras podían ser engañosas. Los signos, no. Los signos eran objetivos. Por eso, te dijeron: “¿Y qué signo vemos que haces Tú, para que creamos en Ti? ¿Cuál es tu obra?

Acudiendo a la historia, uno de los presentes, en nombre de todos, afirmó: “Mira, nuestros padres comieron el maná en el desierto”, como diciendo, ese era un signo: la lluvia del maná cada mañana. Alimento del cuerpo y alivio del alma.

Entonces, Tú, Señor, replicaste: “Os aseguro que no fue Moisés quien os dio pan del cielo, sino que es mi Padre el que os da el verdadero pan del cielo”. El salto fue enorme. No sólo admitiste que el maná fue un signo, sino que declaraste que Dios sigue ofreciendo ese signo. Y mayor fue el salto cuando afirmaste que ese Dios era tu Padre. La gente quedó conmovida.

“Porque el pan de Dios —seguiste— es el que baja del cielo, y da vida al mundo”. Entonces ellos dijeron: Señor, danos siempre de ese pan. Y respondiste: Yo soy el pan de vida. El que viene a Mi no pasará hambre, y el que cree en Mí nunca pasará sed.

Tú, Señor, Hijo de Dios, eres el pan para la vida el mundo. Señor, que yo viva estas verdades; que acepte estos signos, que crea en tus palabras.

domingo, 18 de abril de 2010

TERCERA SEMANA DE PASCUA

LUNES
SAN JUAN 6, 22-29    
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Al día siguiente, la multitud que estaba al otro lado del mar vio que no había allí más que una sola barca, y que Jesús no había subido a ella con sus discípulos, sino que éstos se habían marchado solos. De Tibería-des otras barcas llegaron cerca del lugar donde habían comido el pan después de haber dado gracias al Señor. Cuando la multitud vio que ni Jesús ni sus discípulos estaban allí, subieron a las barcas y fueron a Ca-farnaún buscando a Jesús. Y al encontrarle en la otra orilla del mar, le preguntaron:
—Maestro, ¿cuándo has llegado aquí?
Jesús les respondió:
—En verdad, en verdad os digo que vosotros me buscáis no por haber visto los signos, sino porque habéis comido los panes y os habéis saciado. Obrad no por el alimento que se consume sino por el que perdura hasta la vida eterna, el que os dará el Hijo del Hombre, pues a éste lo confirmó Dios Padre con su sello.
Ellos le preguntaron:
—¿Qué debemos hacer para realizar las obras de Dios?
Jesús les respondió:
—Ésta es la obra de Dios, que creáis en quien Él ha enviado.

Allí sólo habían quedado restos de una lancha y se notaba que la hierba del suelo había sido aplastada. Se percibía también gran movimiento de personas. Nuevas lanchas que llegaban y nuevas gentes volvían al lugar del milagro. Mas cuando vieron que ni Tú estabas allí, ni tampoco estaban tus discípulos, se embarcaron de nuevo y se fueron a Cafarnaún en busca de los signos que Tú hacías, en busca de los milagros que Tú realizabas.

Al fin, te encontraron en la otra orilla de lago. Y te preguntaron: “Maestro, ¿cuándo has venido aquí? ¡Llevamos todo el día buscándote! Entonces Tú, Señor, les dijiste: “Os lo aseguro: me buscáis, no porque habéis visto signos, sino porque comisteis pan hasta saciaros” “Trabajad no por el alimento que perece, sino por el ali-mento que perdura”, el que os dará el Hijo del Hombre.

Te preguntaron: ¿qué obras tenemos que hacer para trabajar en lo que Dios quiere? Y Tú respondiste: Esta es la obra de Dios, que creáis en quien El ha enviado. Es decir, creer en Ti, Señor.

Creo en Ti, Señor; creo que Tú eres el Hijo de Dios, que fuiste concebido por obra y gracia del Espíritu Santo; que naciste de María Virgen; que padeciste bajo el poder de Poncio Pilato; que fuiste crucificado, muerto y sepultado; que descendiste a los infiernos; que al tercer día resucitaste de entre los muertos; que subiste a los cielos; que estás sentado a la derecha de Dios Padre todopoderoso, que desde allí has de venir a juzgar a vivos y a muertos; y creo en el Espíritu Santo, en la santa Iglesia católica, en la comunión de los santos, en el perdón de los pecados, en la resurrección de la carne y en la vida eterna.

sábado, 17 de abril de 2010

III DOMINGO DE PASCUA
Evangelio: San Juan 21, 1-19   

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En aquel tiempo, Jesús se apareció otra vez a los discípulos junto al lago de Tiberíades. Y se apareció de esta manera: Estaban juntos Simón Pedro, Tomás apodado el Mellizo, Natanael el de Caná de Galilea, los Zebedeos y otros dos discípulos suyos.
Simón Pedro les dice:
—«Me voy a pescar.»
Ellos contestan:
—«Vamos también nosotros contigo.»
Salieron y se embarcaron; y aquella noche no cogieron nada. Estaba ya amaneciendo, cuando Jesús se presentó en la orilla; pero los discípulos no sabían que era Jesús.
Jesús les dice:
—«Muchachos, ¿tenéis pescado?»
Ellos contestaron:
—«No.»
Él les dice:
—«Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis.»
La echaron, y no tenían fuerzas para sacarla, por la multitud de peces. Y aquel discípulo que Jesús tanto quería le dice a Pedro:
—«Es el Señor.»
Al oír que era el Señor, Simón Pedro, que estaba desnudo, se ató la túnica y se echó al agua. Los demás discípulos se acercaron en la barca, porque no distaban de tierra más que unos cien metros, remolcando la red con los peces.
Al saltar a tierra, ven unas brasas con un pescado puesto encima y pan. Jesús les dice:
—«Traed de los peces que acabáis de coger.»
Simón Pedro subió a la barca y arrastró hasta la orilla la red repleta de peces grandes: ciento cincuenta y tres. Y aunque eran tantos, no se rompió la red.
Jesús les dice:
—«Vamos, almorzad.»
Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle quién era, porque sabían bien que era el Señor.
Jesús se acerca, toma el pan y se lo da, y lo mismo el pescado.
Ésta fue la tercera vez que Jesús se apareció a los discípulos, después de resucitar de entre los muertos.
Después de comer, dice Jesús a Simón Pedro:
— «Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?»
Él le contestó:
— «Sí, Señor, tú sabes que te quiero.»
Jesús le dice:
— «Apacienta mis corderos.»
Por segunda vez le pregunta:
— «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?»
Él le contesta:
— «Sí, Señor, tú sabes que te quiero.»
Él le dice:
— «Pastorea mis ovejas.»
Por tercera vez le pregunta:
— «Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?»
Se entristeció Pedro de que le preguntara por tercera vez si lo quería y le contestó:
— «Señor, tú conoces todo, tú sabes que te quiero.»
- Jesús le dice:
— «Apacienta mis ovejas.

Te lo aseguro: cuando eras joven, tú mismo te ceñías e ibas adonde querías; pero, cuando seas viejo, extenderás las manos, otro te ceñirá y te llevará adonde no quieras.»
Esto dijo aludiendo a la muerte con que iba a dar gloria a Dios. Dicho esto, añadió:
— «Sígueme.»


El domingo pasado la Palabra de Dios nos hablaba de que la fe es un misterio que nunca comprenderemos del todo, y veíamos que esa fe en Jesucristo tiene dos consecuencias inmediatas: la eclesialidad y su carácter misionero.

Hoy la Palabra de Dios insiste en ello. La Iglesia es el pueblo de Dios que peregrina hacia el Reino de los Cielos, y está llamada a dar testimonio de Jesucristo resucitado en medio del mundo. La respuesta a la palabra y el testimonio de los Apóstoles es la persecución, pero hay que obedecer a Dios antes que a los hombres.

Pero la Iglesia no camina sola, sino que Jesús le ha puesto unos guías con la misión de enseñar, santificar y gobernar la Iglesia. Esos guías son los Apóstoles presididos por Pedro que es la cabeza del colegio apostólico.

Los sucesores de los Apóstoles son los Obispos presididos por el sucesor de Pedro: el Papa. Ellos son los que tienen en la Iglesia el mandato dado por Jesucristo de enseñar, santificar y gobernar.

Por ello, es importante superar el individualismo y el subjetivismo y que vivas tu fe unido a la Iglesia, en comunión con ella, escuchando con atención sus enseñanzas, porque el oficio de interpretar auténticamente la Palabra de Dios, ha sido encomendado sólo al Magisterio de la Iglesia, el cual lo ejercita en nombre de Jesucristo (cf. Dei Verbum 10), es decir, a los obispos en comunión con el sucesor de Pedro, el Papa (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 85).

Desde esta perspectiva, se comprende que el Resucitado les confiera —con la efusión del Espíritu— el poder de perdonar los pecados (cf. Jn 20, 23). Los doce Apóstoles son así el signo más evidente de la voluntad de Jesús respecto a la existencia y la misión de su Iglesia, la garantía de que entre Cristo y la Iglesia no existe ninguna contraposición: son inseparables, a pesar de los pecados de los hombres que componen la Iglesia. Por tanto, es del todo incompatible con la intención de Cristo un eslogan que estuvo de moda hace algunos años: "Jesús sí, Iglesia no". Este Jesús individualista elegido es un Jesús de fantasía. No podemos tener a Jesús prescindiendo de la realidad que él ha creado y en la cual se comunica.

Entre el Hijo de Dios encarnado y su Iglesia existe una profunda, inseparable y misteriosa continuidad, en virtud de la cual Cristo está presente hoy en su pueblo. Es siempre contemporáneo nuestro, es siempre contemporáneo en la Iglesia construida sobre el fundamento de los Apóstoles, está vivo en la sucesión de los Apóstoles. Y esta presencia suya en la comunidad, en la que él mismo se da siempre a nosotros, es motivo de nuestra alegría. Sí, Cristo está con nosotros, el Reino de Dios viene (Benedicto XVI, Catequesis 15-3-2006).

Por ello, es fundamental que aceptes a los Obispos y al Papa como los pastores puestos por Jesús para guiar a la Iglesia, que les ames como guías que necesitamos para nuestra orientación y que escuches con atención su voz, tratando de vivir conforme a sus enseñanzas.

Que no te dejes deslumbrar por las críticas de aquellos no quieren ni a Cristo ni a la Iglesia -no te engañes-, y que trates de hacer, con el ejemplo de una vida santa y entregada con generosidad, una Iglesia cada vez más santa y más fiel a Jesucristo.

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viernes, 16 de abril de 2010

SEGUNDA SEMANA DE PASCUA

SÁBADO
SAN JUAN 6, 16-21     


Cuando estaba atardeciendo, bajaron sus discípulos al mar, embarcaron y pusieron rumbo a la otra orilla, hacia Cafarnaún. Ya había oscurecido y Jesús aún no se había reunido con ellos. El mar estaba agitado a causa del fuerte viento que soplaba. Después de remar unos veinticinco o treinta estadios, vieron a Jesús que andaba sobre el mar y se acercaba a la barca, y les entró miedo. Pero él les dijo:
—Soy yo, no temáis.
Entonces ellos quisieron que subiera a la barca; y al instante la barca llegó a tierra, al lugar adonde iban.

La tarde iba cayendo. Fue entonces, Señor, cuando tus discípulos bajaron al mar. Al poco rato, embarcaron. El piloto de la barca puso rumbo a la otra orilla, hacia Cafarnaún. Pronto se hizo de noche. Y allí estaban todos, sólo faltabas Tú.

La noche era casi obscurecida y el mar estaba agitado. El viento soplaba cada vez más fuerte. Y Tú, sin llegar. Tus discípulos, con fuerza y tesón, remaron un poco más; en esto, algunos vieron que Tú, Señor, venías andando sobre el mar, y que, poco a poco, te ibas acercando hacia la barca. Y, aunque te esperaban, les dio mucho miedo. Algo extraño estaba sucediendo que no les gustaba nada.

En esto, hablaste: “Soy yo no temáis”. Era tu saludo habitual; era tu carta de presentación. Era tu seña de identidad. Entonces ellos te invitaron a subir a la barca. Pero al instante la barca tocó tierra. Habían llegado al lugar previsto, al punto de destino.

Señor, hoy quiero decirte que Tú siempre sales al encuentro. Saliste al encuentro de los Apóstoles entonces; ahora sales al encuentro de cada uno de nosotros. Y siempre te muestras con poder y valor. Entonces y ahora. Y ofreces, a todos, la paz y la tranquilidad que es lo tuyo, Señor.

Las palabras “Soy Yo” (o “Yo soy”), evocan aquellas palabras con las que Dios reveló su nombre a Moisés” . Hoy también te muestras así a nosotros: aunque no te veamos; aunque no sintamos tu acción; aunque calles siempre; porque esperas, porque das sosiego, porque traes la paz.

jueves, 15 de abril de 2010

SEGUNDA SEMANA DE PASCUA

VIERNES
SAN JUAN 6, 1-15                   

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Después de esto partió Jesús a la otra orilla del mar de Galilea, el de Tiberíades. Le seguía una gran muchedumbre porque veían los signos que hacía con los enfermos. Jesús subió al monte y se sentó allí con sus discípulos. Pronto iba a ser la Pascua, la fiesta de los judíos. Jesús, al le-vantar la mirada y ver que venía hacia él una gran muchedumbre, dijo a Felipe:
—¿Dónde vamos a comprar pan para que coman éstos? —lo decía para probarle, pues él sabía lo que iba a hacer.
Felipe le respondió:
—Doscientos denarios de pan no bastan para que cada uno coma un poco.
Uno de sus discípulos, Andrés, el hermano de Simón Pedro, le dijo:
—Aquí hay un muchacho que tiene cinco panes de cebada y dos pe-ces; pero, ¿qué es esto para tantos?
Jesús dijo:
—Mandad a la gente que se siente —había en aquel lugar hierba abundante. Y se sentaron un total de unos cinco mil hombres. Jesús tomó los panes, y después de dar gracias, los repartió a los que estaban senta-dos, e igualmente les dio cuantos peces quisieron. Cuando quedaron sa-ciados, les dijo a sus discípulos.
—Recoged los trozos que han sobrado para que nada se pierda.
Y los recogieron, y llenaron doce cestos con los trozos de los cinco panes de cebada que sobraron a los que habían comido.
Aquellos hombres, viendo el signo que Jesús había hecho, decían:
—Éste es verdaderamente el Profeta que viene al mundo.
Jesús, conociendo que estaban dispuesto a llevárselo para hacerle rey, se retiró de nuevo al monte él solo.


Hoy, en palabras de San Juan, volvemos a recordar aquella escena maravillosa de la multiplicación de los panes y los peces. Señor, te habías pasado a la otra orilla del lago de Tiberíades. Te seguía mucha gente porque había contemplado admirada los signos que hacías. ¡Qué escenas tan hermosas, tan llenas de emoción y de contenido y, a la vez, de naturalidad!

Dejaste la barca, subiste a la montaña y te sentaste rodeado de tus discípulos. Estaba cerca la Pascua. Tú levantaste los ojos, viste a las personas que llegaban y dijiste a Felipe ¿cómo podremos dar de comer a tantos? Felipe te dijo: imposible, necesitaríamos una fortuna. Acertaba a pasar por allí Andrés y dijo: “Aquí hay un muchacho que tiene cinco panes de cebada y un par de peces”. Pero ¿qué es eso para tantos?

A continuación, mandaste que la gente se sentara. Y todos se sentaron. Eran varios miles. Tomaste los panes, los bendijiste y ayudado por tus discípulos los repartisteis a los que estaban sentados y lo mismo hicisteis con el pescado.

Al final, los propios discípulos recogieron las sobras. Llenaron doce canastas. Las gentes al ver “el signo” que Tú habías hecho, decían: este es el Profeta que tenía que venir al mundo. Y Tú, Señor, sabiendo que iban a proclamarte Rey, te retiraste otra vez a la montaña, solo.

No había llegado tu hora.

miércoles, 14 de abril de 2010

SEGUNDA SEMANA DE PASCUA

JUEVES
SAN JUAN 3, 31-36               

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El que viene de lo alto está sobre todos. El que es de la tierra, de la tierra es y de la tierra habla. El que viene del cielo está sobre todos, y da testimonio de lo que ha visto y oído, pero nadie recibe su testimonio. El que recibe su testimonio confirma que Dios es veraz; pues aquél a quien Dios ha enviado habla las palabras de Dios, porque da el Espíritu sin medida. El Padre ama al Hijo y todo lo ha puesto en sus manos. El que cree en el Hijo tiene vida eterna, pero quien rehúsa creer en el Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios pesa sobre él.

Llegamos, hoy, Señor, a las palabras finales del capítulo tercero de tu discípulo amado. Estas palabras finales “revelan tu condición divina, Señor. Y, además, manifiestan tu modo de ser” . Nos dicen claramente que Tú, Señor, eres “el único que puede revelar a Dios Padre a los hombres, porque Tú eres el Hijo de Dios”.

Y porque eres Hijo de Dios “estás sobre todo”; y porque eres Hijo de Dios “das testimonio de lo que has visto y vivido”. Y aunque a nosotros nos cueste recibir tu testimonio, Tú nos lo revelas. Hoy y ahora, Señor, te pido la humildad necesaria para que de aquí en adelante escuche tus palabras, reciba tu testimonio, crea en tu doctrina.

Sólo así, después, con tu gracia y apoyado en tu fuerza, yo también podré dar testimonio de que “eres veraz”, de que tu Palabra es de Dios, auténtica, salvadora, de que tu testimonio es válido.

Y lo mismo que Tú, Señor, te apoyas en el Padre, porque sabes que Él te ama y que todo lo ha puesto en tus manos, que yo también sea consciente de que Tú me amas, y de que me ama el Padre y de que me ama el Espíritu Santo. Que entienda que Dios Padre me protege, que Tú, Señor, el Hijo, me ayudas y que el Espíritu Santo me guía.

Por mi parte, una y otra vez, quiero decir: creo en Dios Padre, creo en Dios Hijo, creo en Dios Espíritu Santo, creo en la Santísima Trinidad, creo en mi Señor Jesucristo, Dios y hombre.

martes, 13 de abril de 2010

SEGUNDA SEMANA DE PASCUA

MIÉRCOLES
SAN JUAN 3, 16-21
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Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Pues Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él no es juzgado; pero quien no cree ya está juzgado, porque no cree en el nombre del Hijo Unigénito de Dios. Éste es el juicio: que vino la luz al mundo y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, ya que sus obras eran malas. Pues todo el que obra mal odia la luz y no viene a la luz, para que sus obras no le acusen. Pero el que obra según la verdad viene a la luz, para que sus obras se pongan de manifiesto, porque han sido hechas según Dios.

El mundo en el que vivimos fue creado por Dios desde toda la eternidad. Y desde siempre fue amado por Él. Tanto amó Dios al mundo que cuando el hombre se reveló contra Él, no dudó en en-viarte a Ti, su Hijo, no para condenar el mundo sino para que el mundo se salve por Él.

Salvar y condenar. He aquí dos palabras que encierran dos con-ceptos, dos realidades importantes: la felicidad y la desdicha. Y ambas con la connotación de eternidad: salvarse eternamente o condenarse eternamente.

Señor, Tú propusiste para conseguir la salvación algunas condiciones: Creer en Dios: el que cree en Él, no será condenado; el que no cree, ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios; creer en el Hijo: creer en Ti, Señor. Yo creo, pero aumenta mi fe, yo creo pero fortalece mi credulidad; yo creo en Ti como enviado del Padre; y creer en el Espíritu Santo: Señor y dador de vida.

Y anunciaste el juicio: la luz vino al mundo, y los hombres pre-firieron las tinieblas a la luz, porque sus obras eran malas. El que obra perversamente detesta la luz, no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras.

Al contrario, el que realiza la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios. Ayúdanos a entender la verdad, a realizar la verdad, a vivir en verdad. Ayúdanos a buscar la luz, a trabajar en plena luz, a amar la luz, a acoger la luz, a extender la luz.

Señor, ¡qué grandes temas! Vino la luz y no la recibimos; pero nos amaste tanto, aumentaste tanto tu luz, que al fin todos quedamos envueltos en ella. Señor, Tú eres la luz, envuélvenos en tu luz. Tú eres la luz, clarifícanos en tu luz.

sábado, 3 de abril de 2010


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SEGUNDA SEMANA DE PASCUA
MARTES
SAN JUAN 3, 5-15

Jesús contestó:
—En verdad, en verdad te digo que si uno no nace del agua y del Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios. Lo nacido de la carne, carne es; y lo nacido del Espíritu, espíritu es. No te sorprendas de que te haya dicho que debéis nacer de nuevo. El viento sopla donde quiere y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así es todo el que ha nacido del Espíritu.
Respondió Nicodemo y le dijo:
—¿Cómo puede ser esto?
Contestó Jesús:
—¿Tú eres maestro en Israel y lo ignoras? En verdad, en verdad te digo que hablamos de lo que sabemos, y damos testimonio de lo que hemos visto, pero no recibís nuestro testimonio. Si os he hablado de cosas terrenas y no creéis, ¿cómo ibais a creer si os hablara de cosas celestiales? Pues nadie ha subido al cielo, sino el que bajó del cielo, el Hijo del Hombre. Igual que Moisés levantó la serpiente en el desierto, así debe ser levantado el Hijo del Hombre, para que todo el que crea tenga vida eterna en él.

Para entrar en el Reino de Dios —dijiste a Nicodemo— había que nacer del agua y del Espíritu. Con estas dos imágenes le dabas a entender que es necesario nacer de nuevo. Nacer del agua y nacer del Espíritu. Sólo así se podía adquirir la categoría de hijo de Dios y la libertad necesaria para pertenecer a su familia.

Quizás Nicodemo abrió los ojos como platos o se echó las manos a la cabeza o se preguntó en voz alta qué significaba ¿nacer de nuevo? Tú, Señor, le dijiste: Nicodemo, amigo, “no te sorprendas de que te haya dicho que debéis nacer de nuevo”. Fíjate en el viento, “sopla donde quiere y oyes su voz pero no sabes de dónde viene ni a dónde va”. Pues así es todo el que ha nacido del Espíritu”.

De nuevo intervino Nicodemo. Ahora, con una pregunta ingenua: ¿Y eso cómo pude ser? Y Tú, Señor, dijiste: ¿y tú siendo Maestro de Israel lo ignoras? Y seguiste: Hazme caso, recibe mi testimonio. Ten fe en Mí. Y para que entendiera acudiste a la serpiente de bronce levantada por Moisés en un mástil y la comparaste con tu próxima crucifixión.

Lo mismo que eran curados los mordidos por las serpientes venenosas del desierto, cuando miraban a la serpiente de bronce, los que te mirasen a Ti, quedarían salvados.

Ayúdanos a mirarte con fe y esperanza.
SEGUNDA SEMANA DE PASCUA
LUNES
SAN JUAN 3, 1-8    


Había entre los fariseos un hombre que se llamaba Nicodemo, judío influyente. Éste vino a él de noche y le dijo:
—Rabbí, sabemos que has venido de parte de Dios como Maestro, pues nadie puede hacer los prodigios que tú haces si Dios no está con él.
Contestó Jesús y le dijo:
—En verdad, en verdad te digo que si uno no nace de lo alto no puede ver el Reino de Dios.
Nicodemo le respondió:
—¿Cómo puede un hombre nacer siendo viejo? ¿Acaso puede entrar otra vez en el seno de su madre y nacer?
Jesús contestó:
—En verdad, en verdad te digo que si uno no nace del agua y del Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios. Lo nacido de la carne, carne es; y lo nacido del Espíritu, espíritu es. No te sorprendas de que te haya dicho que debéis nacer de nuevo. El viento sopla donde quiere y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así es todo el que ha nacido del Espíritu.

Nicodemo era fariseo. Y jefe judío. En cierta ocasión fue a verte. Era de noche. Te llamó Maestro. Y en tu presencia confesó que habías venido a este mundo de parte de Dios. Y aportó una razón convincente: nadie podía hacer los signos que Tú hacías si Dios no estuviera con Él.

Tú, Señor, le contestaste. “Te lo aseguro, Nicodemo, el que no nazca de nuevo no puede ver el Reino de Dios”. Nacer de nuevo equivalía a procurar la conversión, a cambiar de vida, aceptar la nueva ley, el nuevo mandamiento. Bienaventurados los que nazcan de nuevo porque ellos verán el Reino de Dios. Importante cuestión la que Tú predicabas: nacer de nuevo.

Nicodemo que lo entendió al pie de la letra, preguntó: ¿cómo puede nacer un hombre siendo viejo? ¿acaso puede por segunda vez entrar en el vientre de su madre y nacer? Entonces Tú dijiste: el que no nazca de agua y del Espíritu, no puede entrar en el Reino de los cielos. Y no olvides que lo que nace de la carne es carne, pero lo que nace del Espíritu es espíritu.

Por eso, no te extrañes de que te haya dicho: tenéis que nacer de nuevo. El viento sopla donde quiere y oyes su ruido, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así es todo el que ha nacido del Espíritu.

Nicodemo no habló más.
SEGUNDA SEMANA DE PASCUA
DOMINGO (A)
SAN JUAN 20, 19-23   

Al atardecer de aquel día, el siguiente al sábado, con las puertas del lugar donde se habían reunido los discípulos cerradas por miedo a los judíos, vino Jesús, se presentó en medio de ellos y les dijo:
—La paz esté con vosotros.
Y dicho esto les mostró las manos y el costado.
Al ver al Señor, los discípulos se alegraron. Les repitió:
—La paz esté con vosotros. Como el Padre me envió así os envío yo.
Dicho esto sopló sobre ellos y les dijo:
—Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les son perdonados; a quienes se los retengáis, les son retenidos.
Tomás, uno de los doce, llamado Dídimo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Los otros discípulos le dijeron:
—¡Hemos visto al Señor!
Pero él les respondió:
—Si no veo en las manos la marca de los clavos y meto mi mano en el costado, no creeré.
A los ocho días, estaban otra vez dentro sus discípulos y Tomás con ellos. Aunque estaban las puertas cerradas, vino Jesús, se presentó en medio y dijo:
—La paz esté con vosotros.
Después dijo a Tomás:
—Trae aquí tu dedo y mira mis manos, y trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente.
Respondió Tomás y le dijo:
—¡Señor mío y Dios mío!
Jesús contestó:
—Porque me has visto has creído; bienaventurados los que sin haber visto han creído.
Muchos otros milagros hizo también Jesús en presencia de sus discípulos, que no han sido escritos en este libro. Sin embargo, éstos han sido escritos para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre.


El día había transcurrido sin sobresaltos. Ratos de conversación y ratos de silencio, de espera. Algunos habían salido a la calle. Otros permanecían encerrados. Era al atardecer. En esto, te presentaste en medio de la sala. El alboroto debió de ser grande. Pero antes de que nadie te preguntara nada, dijiste: la paz esté con vosotros.

A continuación, mostraste a los presentes —sólo faltaba Tomás— tus manos heridas y traspasadas por los clavos y tu costado abierto. Al verte, tus discípulos se alegraron sobremanera, intensamente. Por momentos desaparecieron los miedos y los temores. Todo era nuevo, distinto; mejor, maravilloso. Entonces, Tú volviste a decir: “la paz esté con vosotros”. Y soplando sobre ellos dijiste: “recibid el Espíritu Santo, perdonad y retened los pecados”. El Señor —dice el Concilio de Trento— principalmente entonces, instituyó el sacramento de la Penitencia .

A los ocho días, te presentaste de nuevo. Ahora estaba también Tomás. Con él tuviste una conversación extraordinaria. Y Tomás, en muy poco tiempo, pasó de incrédulo a creyente. Y este apóstol, la figura de los que dudan, tanto de tu divinidad como de tu humanidad, es modelo de creyente sin reservas.

¡Señor mío y Dios mío!, qué buena jaculatoria.
OCTAVA DE PASCUA
SÁBADO
SAN MARCOS 16, 9-15   


Después de resucitar al amanecer del primer día de la semana, se apareció en primer lugar a María Magdalena, de la que había expulsado siete demonios. Ella fue a anunciarlo a los que habían estado con él, que se encontraban tristes y llorosos. Pero ellos, al oír que estaba vivo y que ella lo había visto, no lo creyeron.
Después de esto se apareció, bajo distinta figura, a dos de ellos que iban de camino a una aldea; también ellos regresaron y lo comunicaron a los demás, pero tampoco les creyeron.
Por último, se apareció a los once cuando estaban a la mesa, y les reprochó su incredulidad y dureza de corazón, porque no creyeron a los que lo habían visto resucitado. Y les dijo:
—Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda criatura.

Señor, resucitaste al amanecer del primer día de la semana, al tercer día de tu santa muerte. Tres días de fe y de esperanza. Al amanecer, pues, del domingo resucitaste glorioso para nunca más morir. Y te apareciste, Señor, primero a María Magdalena de la que habías echado siete demonios. ¡Cómo y con qué prontitud premiaste, Señor, el amor! María Magdalena, la de los siete demonios, la primera. Aunque antes, con toda seguridad, te habías aparecido a tu Santísima Madre y nuestra Madre, María.

Y María Magdalena, con las alas que da el amor, fue a decírselo a tus discípulos, que escondidos, esperaban, llenos de tristeza y llorando, alguna noticia. ¡La cosa no era para menos, Señor! Tres años caminando juntos, tres años oyendo tus palabras, tres años contemplando tus acciones milagrosas; tres años de charlas, de conversaciones, de desahogos, de intimidad; y, de repente, sus ojos, te vieron condenado, crucificado, muerto y sepultado.

Con asombro, en absoluto silencio, oyeron a María Magdalena que les contaba que te había visto: que Tú vivías, que ella te había visto; pero ellos no pasaban a creerlo; no sé si de alegría o de miedo; pero no lo creían.

Luego supieron que te habías aparecido a dos de ellos —los de Emaús— cuando caminaban a la aldea, y a los once cuando estaban a la mesa, y que les habías reprendido por su incredulidad y dureza de corazón.

Señor, ayúdanos a creer, con total adhesión, en tus palabras.
OCTAVA DE PASCUA
VIERNES
SAN JUAN 21, 1-14   

Después volvió a aparecerse Jesús a sus discípulos a orillas del mar de Tiberíades. Se apareció así: estaban juntos Simón Pedro y Tomás —el llamado Dídimo—, Natanael —que era de Caná de Galilea—, los hijos de Zebedeo y otros dos de sus discípulos. Les dijo Simón Pedro:
—Voy a pescar.
Le contestaron:
—Nosotros también vamos contigo.
Salieron y subieron a la barca. Pero aquella noche no pescaron nada.
Cuando ya amaneció, se presentó Jesús en la orilla; pero sus discípulos no se dieron cuenta de que era Jesús. Les dijo Jesús:
—Muchachos, ¡tenéis algo de comer!
— No— Le contestaron:
Él les dijo:
—Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis.
La echaron, y casi no eran capaces de sacarla por la gran cantidad de peces. Aquel discípulo a quien amaba Jesús le dijo a Pedro:
—¡Es el Señor!
Al oír Simón Pedro que era el Señor se ató la túnica, porque estaba desnudo, y se echó al mar. Los otros discípulos vinieron en la barca, pues no estaban lejos de tierra, sino a unos doscientos codos, arrastrando la red con los peces.
Cuando descendieron a tierra vieron unas brasas preparadas, un pez encima y pan. Jesús les dijo:
—Traed algunos de los peces que habéis pescado ahora. Subió Simón Pedro y sacó a tierra la red llena de ciento cincuenta y tres peces grandes. Y a pesar de ser tantos no se rompió la red. Jesús les dijo:
—Venid a comer.
Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle:
—¿Tú quién eres?, pues sabían que era el Señor.
Vino Jesús, tomó el pan y lo distribuyó entre ellos, y lo mismo el pez. Ésta fue la tercera vez que Jesús se apareció a sus discípulos, después de resucitar de entre los muertos.

Mar de Tiberíades. ¡Cuántas veces tus discípulos se habían encontrado contigo, Señor, en este lugar. Cuántos recuerdos y cuántas ilusiones y cuántos proyectos! Por eso, quizás, quisiste manifestarte también aquí a tus discípulos después de resucitado. Así lo cuenta uno de los protagonistas: Estábamos, entre barcas y redes, Pedro, Tomás, Natanael, mi hermano y yo y otros dos discípulos. Entonces, Pedro nos dijo que él se iba a pescar, nosotros le dijimos que le acompañábamos. Salimos, pues, los siete y subimos a la barca. Pero aquella noche no pescamos nada. Fue una anoche en blanco.

Pasada la noche, llegó el amanecer. Allí, en la orilla, estabas Tú, Señor, pero ninguno de los siete pescadores te reconocimos. Tú dijiste: que, pescadores, ¿tenéis algo que comer? Y te contestamos: nada. Tu insististe: yo os aconsejo que echéis la red al lado derecho de la barca y encontraréis pesca. Y nosotros, pescadores de toda la vida, fiados en no sé que razones (la razón a veces no tiene razones) te obedecimos y la echamos.

Al poco rato, nos vimos mal para sacar la red, por la cantidad de peces. Aquello había sido un milagro. Entonces, Juan, con total seguridad, le dijo a Pedro: ese que nos ha dicho tal y tal es Jesús, el Señor. Pedro se vistió de prisa y se echó al mar. Mientras, los demás llegamos con la barca, no estaba lejos de tierra, a unos cien metros, arrastrando la red con los peces.

Y al salir a tierra —¡qué detalle!—, vimos unas brasas y un pescado sobre ellas y pan. Y Tú, Señor, nos dijiste: acercadme los peces que acabáis de pescar. Entonces Simón Pedro sacó la red, tenía ciento cincuenta y tres peces. Tú nos dijiste: venid y comed; y nadie decía nada, ni preguntaba nada, porque estábamos seguros de que eras Tú.

Tú, Señor, siempre en los detalles, tomaste el pan y nos lo diste, y lo mismo el pescado. Y comimos felices; y escuchamos palabras de ánimo y de consuelo. Fue esta la tercera vez que Tú, Señor, te apareciste a tus discípulos después de resucitar de entre los muertos.
OCTAVA DE PASCUA
JUEVES
SAN LUCAS 24, 35-48  

Y ellos se pusieron a contar lo que había pasado en el camino, y cómo le habían reconocido en la fracción del pan.
Mientras ellos estaban hablando de estas cosas, Jesús se puso en medio y les dijo:
—La paz esté con vosotros.
Se llenaron de espanto y de miedo, pensando que veían un espíritu. Y les dijo:
—¿Por qué os asustáis, y por qué admitís esos pensamientos en vuestros corazones? Mirad mis manos y mis pies: soy yo mismo. Palpadme y comprended que un espíritu no tiene carne ni huesos como veis que yo tengo.
Y dicho esto, les mostró las manos y los pies. Como no acababan de creer por la alegría y estaban llenos de admiración, les dijo:
—¿Tenéis aquí algo que comer?
Entonces ellos le ofrecieron un trozo de pez asado. Y lo tomó y se lo comió delante de ellos.
Y les dijo:
—Esto es lo que os decía cuando aún estaba con vosotros: es necesario que se cumpla todo lo que está escrito en la Ley de Moisés y en los Profetas y en los Salmos acerca de mí.
Entonces les abrió el entendimiento para que comprendiesen las Escrituras. Y les dijo:
—Así está escrito: que el Cristo tiene que padecer y resucitar de entre los muertos al tercer día, y que se predique en su nombre la conversión para perdón de los pecados a todas las gentes, comenzando desde Jerusalén. Vosotros sois testigos de estas cosas. Y sabed que yo os envío al que mi Padre ha prometido. Vosotros permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos de la fuerza de lo alto.

Los discípulos de Emaús contaban su experiencia, los otros discípulos la suya. Unos estaban felices, otros lo estaban igualmente, todos habían cambiado de aspecto, de talante, hasta de cara. En esto, cuando todavía estaban hablando de estas cosas, Tú mismo, Señor, te presentaste en medio de ellos y les dijiste: la paz esté con vosotros. Era tu saludo de resucitado, desear lo mejor: la paz, la tranquilidad.

Y todos, felices y contentos hace un momento por lo que cada uno contaba, al oírte, se turbaron y se llenaron de miedo; creían ver un espíritu. No estaban todavía acostumbrados a que Tú, Señor, les visitases y de esta manera. Era la primera vez. Era, por lo tanto, algo desconocido para ellos.

Tú, Señor, con suavidad, les dijiste: ¿Por qué os asustáis y dudáis dentro de vosotros? Ved mis manos y mis pies. Soy yo mismo. Mis manos, las que tantas veces os han bendecido, las que tantas veces os han ayudado; y mis pies, los mismos pies que han recorrido con vosotros los caminos de Galilea; los mismos pies que pisaron vuestras plazas y vuestros caminos.

Pero ninguno se movía de su sitio; nadie decía nada. Todos se quedaron parados, aturdidos. Y Tú, Señor, insististe: palpadme y comprended que un espíritu no tiene carne ni huesos, como veis que yo tengo. Eras Tú mismo, Señor, eras Tú mismo, con tu mismo cuerpo, pero resucitado.

Y, para que se convencieran, les mostraste las manos y los pies. Tus manos benditas, tus llagas gloriosas, y tus pies hermosos de viajero divino. Y, como ellos, de pura alegría y asombro, no creían, les dijiste: ¿Tenéis algo de comer? y te ofrecieron un trozo de pez asado. Tú lo cogiste y lo comiste delante de ellos.

Ayúdanos a hacer un acto de fe en tus palabras.
OCTAVA DE PASCUA
MIÉRCOLES
SAN LUCAS 24, 13-35  

Ese mismo día, dos de ellos se dirigían a una aldea llamada Emaús, que distaba de Jerusalén sesenta estadios. Y conversando entre sí de todo lo que había acontecido. Y mientras comentaban y discutían, el propio Jesús se acercó y se puso a caminar con ellos; aunque sus ojos eran incapaces de reconocerle. Y les dijo:
—¿Qué venías hablando entre vosotros por el camino?
Y se detuvieron entristecidos. Uno de ellos, que se llamaba Cleofás, le respondió:
—¿Eres tú el único forastero en Jerusalén que no sabe lo que ha pasado allí estos días?
Él les dijo:
—¿Qué ha pasado?
Y le contestaron:
—Lo de Jesús el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y palabras delante de Dios y ante todo el pueblo: cómo los príncipes de los sacerdotes y nuestros magistrados lo entregaron para que lo condenaran a muerte y lo crucificaron. Sin embargo nosotros esperábamos que él sería quien redimiera a Israel. Pero con todo, es ya el tercer día desde que han pasado estas cosas. Bien es verdad que algunas mujeres de las que están con nosotros nos han sobresaltado, porque fueron al sepulcro de madrugada y, como no encontraron su cuerpo, vinieron diciendo que habían tenido una visión de ángeles, que les dijeron que está vivo. Después fueron algunos de los nuestros al sepulcro y lo hallaron tal como dijeron las mujeres, pero a él no le vieron.
Entonces Jesús les dijo:
—¡Necios y torpes de corazón para creer todo lo que anunciaron los Profetas! ¿No era preciso que el Cristo padeciera estas cosas y así entrara en su gloria?
Y comenzando por Moisés y por todos los Profetas les interpretó en todas las Escrituras lo que se refería a él. Llegaron cerca de la aldea a donde iban, y él hizo ademán de continuar adelante. Pero le retuvieron diciéndole:
—Quédate con nosotros, porque se hace tarde y está ya anocheciendo.
Y entró para quedarse con ellos. Y cuando estaban juntos a la mesa tomó el pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio. Entonces se les abrieron los ojos y le reconocieron, pero él desapareció de su presencia. Y se dijeron uno a otro:
—¿No es verdad que ardía nuestro corazón dentro de nosotros, mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?
Y al instante se levantaron y regresaron a Jerusalén, y encontraron reunidos a los once y a los que estaban con ellos, que decían:
—El Señor ha resucitado realmente y se ha aparecido a Simón.
Y ellos se pusieron a contar lo que había pasado en el camino, y cómo le habían reconocido en la fracción del pan.

Las autoridades, Señor, te habían condenado a muerte; cumpliendo la sentencia te habían crucificado. Externamente todo había terminado. Quizás por eso, aquel mismo día, dos de tus discípulos se volvían a Emaús, su aldea, distante de Jerusalén unos trece kilómetros, a los quehaceres de siempre. Con tu muerte todo había finalizado.

Mientras caminaban con paso cansino y torpe, hablaban de lo sucedido contigo. En esto, te acercaste Tú, Señor, y te pusiste a caminar a su lado. Tan metidos estaban en sus cosas, que no te reconocieron. Tú eras para ellos, un forastero más que se unía en su camino.

Tú, Señor, para entrar en conversación, les preguntaste de qué iban hablando. Se detuvieron un instante. Comprobaste que llevaban los ojos llorosos, entristecidos. Hubo un momento de silencio. Tú callabas, ellos callaban. Al cabo de un rato, uno de ellos, llamado Cleofás, sin mirarte a la cara, respondió ¿Eres Tú el único forastero en Jerusalén que no sabes lo que ha sucedido en ella estos días? ¿Es que no te has enterado de lo ocurrido?

Tú con paciencia infinita, volviste a preguntar ¿qué es lo que ha sucedido para que estéis tan tristes? Y ellos, a la vez, te dijeron: lo de Jesús de Nazaret, profeta poderoso en obras y palabras ante Dios y ante todo el pueblo. Pero los sumos sacerdotes y autoridades lo entregaron, lo condenaron a muerte y lo crucificaron. Ha sido una cosa espantosa, tremenda, dolorosísima. No te lo puedes imaginar, forastero.

Nosotros —se miraron mutuamente—, y otros muchos teníamos puestas en él nuestras esperanzas. Pensábamos que iba a ser el libertador de Israel, pero no ha sido así. Es verdad que algunos de los nuestros fueron al lugar donde lo enterraron y dicen que vieron vacío el sepulcro, pero a Él no lo vieron. Y hablan también de que si unas mujeres lo vieron... y así hemos estado un tiempo, locos de temor y llenos de miedo. Por eso, hemos decido volvernos a nuestra aldea, a nuestro pueblo, a lo nuestro, a lo de siempre. Y en la aldea pasaremos el resto de nuestra vida. Trabajando y llorando la desaparición de este hombre, tan bueno, tan extraordinario. Lo extraño es que Tú, forastero, no te hayas enterado.

Entonces, Tú, Señor, les dijiste: ¡Oh necios y torpes de corazón para creer todo lo que anunciaron los profetas! ¿No era preciso que el Cristo padeciera estas cosas y así entrara en su gloria? Y luego, “comenzando por Moisés y por todos los Profetas les interpretaste en las Escrituras lo que a Ti se refería”. En esto, los tres llegasteis cerca de la aldea donde iban aquellos discípulos. Tú hiciste ademán de continuar adelante. Pero ellos no te lo permitieron. Quédate con nosotros —te dijeron— porque se hace tarde y está ya anocheciendo.

Accediste y entraste con ellos. Te invitaron a cenar. “Y estando juntos a la mesa tomaste pan, lo bendijiste, lo partiste y se lo diste a los dos”. Fue entonces, cuando “se les abrieron los ojos” como platos y “te reconocieron”. Y Tú, Señor, que una vez más habías cumplido la voluntad del Padre, desapareciste de su presencia.

Los dos, Cleofás y el otro, se levantaron de la mesa, se abrazaron, saltaron de júbilo y se dijeron: ¿No es verdad que ardía nuestro corazón dentro de nosotros, mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?

Al instante regresaron a Jerusalén. La vuelta fue mucho más corta; y cuando llegaron encontraron reunidos a los Once y a otros. Todos decían lo mismo: “El Señor ha resucitado realmente”. Y aquéllos decían que te habías aparecido a Simón, y éstos contaban lo que les había pasado contigo en el camino y cómo te habían reconocido en la mesa al partir el pan.
OCTAVA DE PASCUA
MARTES
SAN JUAN 20, 11-18 



María estaba fuera llorando junto al sepulcro. Mientras lloraba se inclinó hacia el sepulcro, y vio a dos ángeles de blanco, sentados uno a la cabecera y otro a los pies, donde había sido colocado el cuerpo de Jesús. Ellos dijeron:
—Mujer, ¿por qué lloras?
—Se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto —les respondió.
Dicho esto, se volvió hacia atrás y vio a Jesús de pie, pero no sabía que era Jesús. Le dijo Jesús:
—Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?
Ella, pensando que era el hortelano, le dijo:
—Señor, si te lo has llevado tú, dime dónde lo has puesto y yo lo recogeré.
Jesús le dijo:
—¡María!
Ella, volviéndose, exclamó en hebreo:
—¡Rabbuni!, que quiere decir Maestro.
Jesús le dijo:
—Suéltame, que aún no he subido a mi Padre; pero vete donde están mis hermanos y diles: Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios.
Fue María Magdalena y anunció a los discípulos:
—¡He visto al Señor!, y me ha dicho estas cosas.

Más noticias sobre tu muerte y sobre tu resurrección. Ahora es San Juan: al fin, tras el juicio, la condena, la crucifixión, la muerte. Te enterraron en un sepulcro nuevo. Y allí, junto al sepulcro, María Magdalena, sufriendo y con lágrimas en los ojos, se asomó al sepulcro y, ¡oh, sorpresa!, dentro, vio dos ángeles vestidos de blanco, sentados, uno a la cabecera y el otro a los pies, donde había sido puesto tu cuerpo. María veía pero seguía llorando.

Ellos, los ángeles, le preguntaron: mujer, ¿por qué lloras? Ella les contesta: Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto. Por eso lloro. Y seguiré llorando. Porque yo estoy segura de que Él era inocente y lo mataron; porque yo estoy segura de que Él era inocente y murió en la cruz. Por eso lloro, y seguiré llorando. Necesito saber dónde lo han puesto. Necesito saberlo.

Dicho esto, aquella mujer dio media vuelta y te vio a Ti, Señor, de pie, pero no sabía que eras Tú. Y Tú le dices: “Mujer, ¿por qué lloras? ¿qué te pasa? ¿a quién buscas? Y ella, que te tomó por el hortelano, contestó: Señor, si Tú te lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo lo recogeré. Él era inocente, Él era inocente, Él era...

Entonces Tú, Señor, le dijiste: María. Y ella, dándose media vuelta te dijo: Rabboni (que significa Maestro). Y Tú le dices: Suéltame, que todavía no he subido al Padre. Anda, ve a mis hermanos y diles: subo al Padre mío y al Padre vuestro, al Dios mío y al Dios vuestro.

Y María Magdalena fue y anunció a los discípulos la gran noticia: he visto al Señor y me ha dicho estas cosas. Y, con aquel gesto, se convirtió en la gran anunciadora de tu Resurrección; la gran anunciadora de la Buena Nueva. ¡Merecía la pena el haber llorado tanto!