jueves, 15 de abril de 2010

SEGUNDA SEMANA DE PASCUA

VIERNES
SAN JUAN 6, 1-15                   

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Después de esto partió Jesús a la otra orilla del mar de Galilea, el de Tiberíades. Le seguía una gran muchedumbre porque veían los signos que hacía con los enfermos. Jesús subió al monte y se sentó allí con sus discípulos. Pronto iba a ser la Pascua, la fiesta de los judíos. Jesús, al le-vantar la mirada y ver que venía hacia él una gran muchedumbre, dijo a Felipe:
—¿Dónde vamos a comprar pan para que coman éstos? —lo decía para probarle, pues él sabía lo que iba a hacer.
Felipe le respondió:
—Doscientos denarios de pan no bastan para que cada uno coma un poco.
Uno de sus discípulos, Andrés, el hermano de Simón Pedro, le dijo:
—Aquí hay un muchacho que tiene cinco panes de cebada y dos pe-ces; pero, ¿qué es esto para tantos?
Jesús dijo:
—Mandad a la gente que se siente —había en aquel lugar hierba abundante. Y se sentaron un total de unos cinco mil hombres. Jesús tomó los panes, y después de dar gracias, los repartió a los que estaban senta-dos, e igualmente les dio cuantos peces quisieron. Cuando quedaron sa-ciados, les dijo a sus discípulos.
—Recoged los trozos que han sobrado para que nada se pierda.
Y los recogieron, y llenaron doce cestos con los trozos de los cinco panes de cebada que sobraron a los que habían comido.
Aquellos hombres, viendo el signo que Jesús había hecho, decían:
—Éste es verdaderamente el Profeta que viene al mundo.
Jesús, conociendo que estaban dispuesto a llevárselo para hacerle rey, se retiró de nuevo al monte él solo.


Hoy, en palabras de San Juan, volvemos a recordar aquella escena maravillosa de la multiplicación de los panes y los peces. Señor, te habías pasado a la otra orilla del lago de Tiberíades. Te seguía mucha gente porque había contemplado admirada los signos que hacías. ¡Qué escenas tan hermosas, tan llenas de emoción y de contenido y, a la vez, de naturalidad!

Dejaste la barca, subiste a la montaña y te sentaste rodeado de tus discípulos. Estaba cerca la Pascua. Tú levantaste los ojos, viste a las personas que llegaban y dijiste a Felipe ¿cómo podremos dar de comer a tantos? Felipe te dijo: imposible, necesitaríamos una fortuna. Acertaba a pasar por allí Andrés y dijo: “Aquí hay un muchacho que tiene cinco panes de cebada y un par de peces”. Pero ¿qué es eso para tantos?

A continuación, mandaste que la gente se sentara. Y todos se sentaron. Eran varios miles. Tomaste los panes, los bendijiste y ayudado por tus discípulos los repartisteis a los que estaban sentados y lo mismo hicisteis con el pescado.

Al final, los propios discípulos recogieron las sobras. Llenaron doce canastas. Las gentes al ver “el signo” que Tú habías hecho, decían: este es el Profeta que tenía que venir al mundo. Y Tú, Señor, sabiendo que iban a proclamarte Rey, te retiraste otra vez a la montaña, solo.

No había llegado tu hora.

miércoles, 14 de abril de 2010

SEGUNDA SEMANA DE PASCUA

JUEVES
SAN JUAN 3, 31-36               

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El que viene de lo alto está sobre todos. El que es de la tierra, de la tierra es y de la tierra habla. El que viene del cielo está sobre todos, y da testimonio de lo que ha visto y oído, pero nadie recibe su testimonio. El que recibe su testimonio confirma que Dios es veraz; pues aquél a quien Dios ha enviado habla las palabras de Dios, porque da el Espíritu sin medida. El Padre ama al Hijo y todo lo ha puesto en sus manos. El que cree en el Hijo tiene vida eterna, pero quien rehúsa creer en el Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios pesa sobre él.

Llegamos, hoy, Señor, a las palabras finales del capítulo tercero de tu discípulo amado. Estas palabras finales “revelan tu condición divina, Señor. Y, además, manifiestan tu modo de ser” . Nos dicen claramente que Tú, Señor, eres “el único que puede revelar a Dios Padre a los hombres, porque Tú eres el Hijo de Dios”.

Y porque eres Hijo de Dios “estás sobre todo”; y porque eres Hijo de Dios “das testimonio de lo que has visto y vivido”. Y aunque a nosotros nos cueste recibir tu testimonio, Tú nos lo revelas. Hoy y ahora, Señor, te pido la humildad necesaria para que de aquí en adelante escuche tus palabras, reciba tu testimonio, crea en tu doctrina.

Sólo así, después, con tu gracia y apoyado en tu fuerza, yo también podré dar testimonio de que “eres veraz”, de que tu Palabra es de Dios, auténtica, salvadora, de que tu testimonio es válido.

Y lo mismo que Tú, Señor, te apoyas en el Padre, porque sabes que Él te ama y que todo lo ha puesto en tus manos, que yo también sea consciente de que Tú me amas, y de que me ama el Padre y de que me ama el Espíritu Santo. Que entienda que Dios Padre me protege, que Tú, Señor, el Hijo, me ayudas y que el Espíritu Santo me guía.

Por mi parte, una y otra vez, quiero decir: creo en Dios Padre, creo en Dios Hijo, creo en Dios Espíritu Santo, creo en la Santísima Trinidad, creo en mi Señor Jesucristo, Dios y hombre.

martes, 13 de abril de 2010

SEGUNDA SEMANA DE PASCUA

MIÉRCOLES
SAN JUAN 3, 16-21
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Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Pues Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él no es juzgado; pero quien no cree ya está juzgado, porque no cree en el nombre del Hijo Unigénito de Dios. Éste es el juicio: que vino la luz al mundo y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, ya que sus obras eran malas. Pues todo el que obra mal odia la luz y no viene a la luz, para que sus obras no le acusen. Pero el que obra según la verdad viene a la luz, para que sus obras se pongan de manifiesto, porque han sido hechas según Dios.

El mundo en el que vivimos fue creado por Dios desde toda la eternidad. Y desde siempre fue amado por Él. Tanto amó Dios al mundo que cuando el hombre se reveló contra Él, no dudó en en-viarte a Ti, su Hijo, no para condenar el mundo sino para que el mundo se salve por Él.

Salvar y condenar. He aquí dos palabras que encierran dos con-ceptos, dos realidades importantes: la felicidad y la desdicha. Y ambas con la connotación de eternidad: salvarse eternamente o condenarse eternamente.

Señor, Tú propusiste para conseguir la salvación algunas condiciones: Creer en Dios: el que cree en Él, no será condenado; el que no cree, ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios; creer en el Hijo: creer en Ti, Señor. Yo creo, pero aumenta mi fe, yo creo pero fortalece mi credulidad; yo creo en Ti como enviado del Padre; y creer en el Espíritu Santo: Señor y dador de vida.

Y anunciaste el juicio: la luz vino al mundo, y los hombres pre-firieron las tinieblas a la luz, porque sus obras eran malas. El que obra perversamente detesta la luz, no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras.

Al contrario, el que realiza la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios. Ayúdanos a entender la verdad, a realizar la verdad, a vivir en verdad. Ayúdanos a buscar la luz, a trabajar en plena luz, a amar la luz, a acoger la luz, a extender la luz.

Señor, ¡qué grandes temas! Vino la luz y no la recibimos; pero nos amaste tanto, aumentaste tanto tu luz, que al fin todos quedamos envueltos en ella. Señor, Tú eres la luz, envuélvenos en tu luz. Tú eres la luz, clarifícanos en tu luz.

sábado, 3 de abril de 2010


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SEGUNDA SEMANA DE PASCUA
MARTES
SAN JUAN 3, 5-15

Jesús contestó:
—En verdad, en verdad te digo que si uno no nace del agua y del Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios. Lo nacido de la carne, carne es; y lo nacido del Espíritu, espíritu es. No te sorprendas de que te haya dicho que debéis nacer de nuevo. El viento sopla donde quiere y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así es todo el que ha nacido del Espíritu.
Respondió Nicodemo y le dijo:
—¿Cómo puede ser esto?
Contestó Jesús:
—¿Tú eres maestro en Israel y lo ignoras? En verdad, en verdad te digo que hablamos de lo que sabemos, y damos testimonio de lo que hemos visto, pero no recibís nuestro testimonio. Si os he hablado de cosas terrenas y no creéis, ¿cómo ibais a creer si os hablara de cosas celestiales? Pues nadie ha subido al cielo, sino el que bajó del cielo, el Hijo del Hombre. Igual que Moisés levantó la serpiente en el desierto, así debe ser levantado el Hijo del Hombre, para que todo el que crea tenga vida eterna en él.

Para entrar en el Reino de Dios —dijiste a Nicodemo— había que nacer del agua y del Espíritu. Con estas dos imágenes le dabas a entender que es necesario nacer de nuevo. Nacer del agua y nacer del Espíritu. Sólo así se podía adquirir la categoría de hijo de Dios y la libertad necesaria para pertenecer a su familia.

Quizás Nicodemo abrió los ojos como platos o se echó las manos a la cabeza o se preguntó en voz alta qué significaba ¿nacer de nuevo? Tú, Señor, le dijiste: Nicodemo, amigo, “no te sorprendas de que te haya dicho que debéis nacer de nuevo”. Fíjate en el viento, “sopla donde quiere y oyes su voz pero no sabes de dónde viene ni a dónde va”. Pues así es todo el que ha nacido del Espíritu”.

De nuevo intervino Nicodemo. Ahora, con una pregunta ingenua: ¿Y eso cómo pude ser? Y Tú, Señor, dijiste: ¿y tú siendo Maestro de Israel lo ignoras? Y seguiste: Hazme caso, recibe mi testimonio. Ten fe en Mí. Y para que entendiera acudiste a la serpiente de bronce levantada por Moisés en un mástil y la comparaste con tu próxima crucifixión.

Lo mismo que eran curados los mordidos por las serpientes venenosas del desierto, cuando miraban a la serpiente de bronce, los que te mirasen a Ti, quedarían salvados.

Ayúdanos a mirarte con fe y esperanza.
SEGUNDA SEMANA DE PASCUA
LUNES
SAN JUAN 3, 1-8    


Había entre los fariseos un hombre que se llamaba Nicodemo, judío influyente. Éste vino a él de noche y le dijo:
—Rabbí, sabemos que has venido de parte de Dios como Maestro, pues nadie puede hacer los prodigios que tú haces si Dios no está con él.
Contestó Jesús y le dijo:
—En verdad, en verdad te digo que si uno no nace de lo alto no puede ver el Reino de Dios.
Nicodemo le respondió:
—¿Cómo puede un hombre nacer siendo viejo? ¿Acaso puede entrar otra vez en el seno de su madre y nacer?
Jesús contestó:
—En verdad, en verdad te digo que si uno no nace del agua y del Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios. Lo nacido de la carne, carne es; y lo nacido del Espíritu, espíritu es. No te sorprendas de que te haya dicho que debéis nacer de nuevo. El viento sopla donde quiere y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así es todo el que ha nacido del Espíritu.

Nicodemo era fariseo. Y jefe judío. En cierta ocasión fue a verte. Era de noche. Te llamó Maestro. Y en tu presencia confesó que habías venido a este mundo de parte de Dios. Y aportó una razón convincente: nadie podía hacer los signos que Tú hacías si Dios no estuviera con Él.

Tú, Señor, le contestaste. “Te lo aseguro, Nicodemo, el que no nazca de nuevo no puede ver el Reino de Dios”. Nacer de nuevo equivalía a procurar la conversión, a cambiar de vida, aceptar la nueva ley, el nuevo mandamiento. Bienaventurados los que nazcan de nuevo porque ellos verán el Reino de Dios. Importante cuestión la que Tú predicabas: nacer de nuevo.

Nicodemo que lo entendió al pie de la letra, preguntó: ¿cómo puede nacer un hombre siendo viejo? ¿acaso puede por segunda vez entrar en el vientre de su madre y nacer? Entonces Tú dijiste: el que no nazca de agua y del Espíritu, no puede entrar en el Reino de los cielos. Y no olvides que lo que nace de la carne es carne, pero lo que nace del Espíritu es espíritu.

Por eso, no te extrañes de que te haya dicho: tenéis que nacer de nuevo. El viento sopla donde quiere y oyes su ruido, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así es todo el que ha nacido del Espíritu.

Nicodemo no habló más.
SEGUNDA SEMANA DE PASCUA
DOMINGO (A)
SAN JUAN 20, 19-23   

Al atardecer de aquel día, el siguiente al sábado, con las puertas del lugar donde se habían reunido los discípulos cerradas por miedo a los judíos, vino Jesús, se presentó en medio de ellos y les dijo:
—La paz esté con vosotros.
Y dicho esto les mostró las manos y el costado.
Al ver al Señor, los discípulos se alegraron. Les repitió:
—La paz esté con vosotros. Como el Padre me envió así os envío yo.
Dicho esto sopló sobre ellos y les dijo:
—Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les son perdonados; a quienes se los retengáis, les son retenidos.
Tomás, uno de los doce, llamado Dídimo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Los otros discípulos le dijeron:
—¡Hemos visto al Señor!
Pero él les respondió:
—Si no veo en las manos la marca de los clavos y meto mi mano en el costado, no creeré.
A los ocho días, estaban otra vez dentro sus discípulos y Tomás con ellos. Aunque estaban las puertas cerradas, vino Jesús, se presentó en medio y dijo:
—La paz esté con vosotros.
Después dijo a Tomás:
—Trae aquí tu dedo y mira mis manos, y trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente.
Respondió Tomás y le dijo:
—¡Señor mío y Dios mío!
Jesús contestó:
—Porque me has visto has creído; bienaventurados los que sin haber visto han creído.
Muchos otros milagros hizo también Jesús en presencia de sus discípulos, que no han sido escritos en este libro. Sin embargo, éstos han sido escritos para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre.


El día había transcurrido sin sobresaltos. Ratos de conversación y ratos de silencio, de espera. Algunos habían salido a la calle. Otros permanecían encerrados. Era al atardecer. En esto, te presentaste en medio de la sala. El alboroto debió de ser grande. Pero antes de que nadie te preguntara nada, dijiste: la paz esté con vosotros.

A continuación, mostraste a los presentes —sólo faltaba Tomás— tus manos heridas y traspasadas por los clavos y tu costado abierto. Al verte, tus discípulos se alegraron sobremanera, intensamente. Por momentos desaparecieron los miedos y los temores. Todo era nuevo, distinto; mejor, maravilloso. Entonces, Tú volviste a decir: “la paz esté con vosotros”. Y soplando sobre ellos dijiste: “recibid el Espíritu Santo, perdonad y retened los pecados”. El Señor —dice el Concilio de Trento— principalmente entonces, instituyó el sacramento de la Penitencia .

A los ocho días, te presentaste de nuevo. Ahora estaba también Tomás. Con él tuviste una conversación extraordinaria. Y Tomás, en muy poco tiempo, pasó de incrédulo a creyente. Y este apóstol, la figura de los que dudan, tanto de tu divinidad como de tu humanidad, es modelo de creyente sin reservas.

¡Señor mío y Dios mío!, qué buena jaculatoria.
OCTAVA DE PASCUA
SÁBADO
SAN MARCOS 16, 9-15   


Después de resucitar al amanecer del primer día de la semana, se apareció en primer lugar a María Magdalena, de la que había expulsado siete demonios. Ella fue a anunciarlo a los que habían estado con él, que se encontraban tristes y llorosos. Pero ellos, al oír que estaba vivo y que ella lo había visto, no lo creyeron.
Después de esto se apareció, bajo distinta figura, a dos de ellos que iban de camino a una aldea; también ellos regresaron y lo comunicaron a los demás, pero tampoco les creyeron.
Por último, se apareció a los once cuando estaban a la mesa, y les reprochó su incredulidad y dureza de corazón, porque no creyeron a los que lo habían visto resucitado. Y les dijo:
—Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda criatura.

Señor, resucitaste al amanecer del primer día de la semana, al tercer día de tu santa muerte. Tres días de fe y de esperanza. Al amanecer, pues, del domingo resucitaste glorioso para nunca más morir. Y te apareciste, Señor, primero a María Magdalena de la que habías echado siete demonios. ¡Cómo y con qué prontitud premiaste, Señor, el amor! María Magdalena, la de los siete demonios, la primera. Aunque antes, con toda seguridad, te habías aparecido a tu Santísima Madre y nuestra Madre, María.

Y María Magdalena, con las alas que da el amor, fue a decírselo a tus discípulos, que escondidos, esperaban, llenos de tristeza y llorando, alguna noticia. ¡La cosa no era para menos, Señor! Tres años caminando juntos, tres años oyendo tus palabras, tres años contemplando tus acciones milagrosas; tres años de charlas, de conversaciones, de desahogos, de intimidad; y, de repente, sus ojos, te vieron condenado, crucificado, muerto y sepultado.

Con asombro, en absoluto silencio, oyeron a María Magdalena que les contaba que te había visto: que Tú vivías, que ella te había visto; pero ellos no pasaban a creerlo; no sé si de alegría o de miedo; pero no lo creían.

Luego supieron que te habías aparecido a dos de ellos —los de Emaús— cuando caminaban a la aldea, y a los once cuando estaban a la mesa, y que les habías reprendido por su incredulidad y dureza de corazón.

Señor, ayúdanos a creer, con total adhesión, en tus palabras.
OCTAVA DE PASCUA
VIERNES
SAN JUAN 21, 1-14   

Después volvió a aparecerse Jesús a sus discípulos a orillas del mar de Tiberíades. Se apareció así: estaban juntos Simón Pedro y Tomás —el llamado Dídimo—, Natanael —que era de Caná de Galilea—, los hijos de Zebedeo y otros dos de sus discípulos. Les dijo Simón Pedro:
—Voy a pescar.
Le contestaron:
—Nosotros también vamos contigo.
Salieron y subieron a la barca. Pero aquella noche no pescaron nada.
Cuando ya amaneció, se presentó Jesús en la orilla; pero sus discípulos no se dieron cuenta de que era Jesús. Les dijo Jesús:
—Muchachos, ¡tenéis algo de comer!
— No— Le contestaron:
Él les dijo:
—Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis.
La echaron, y casi no eran capaces de sacarla por la gran cantidad de peces. Aquel discípulo a quien amaba Jesús le dijo a Pedro:
—¡Es el Señor!
Al oír Simón Pedro que era el Señor se ató la túnica, porque estaba desnudo, y se echó al mar. Los otros discípulos vinieron en la barca, pues no estaban lejos de tierra, sino a unos doscientos codos, arrastrando la red con los peces.
Cuando descendieron a tierra vieron unas brasas preparadas, un pez encima y pan. Jesús les dijo:
—Traed algunos de los peces que habéis pescado ahora. Subió Simón Pedro y sacó a tierra la red llena de ciento cincuenta y tres peces grandes. Y a pesar de ser tantos no se rompió la red. Jesús les dijo:
—Venid a comer.
Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle:
—¿Tú quién eres?, pues sabían que era el Señor.
Vino Jesús, tomó el pan y lo distribuyó entre ellos, y lo mismo el pez. Ésta fue la tercera vez que Jesús se apareció a sus discípulos, después de resucitar de entre los muertos.

Mar de Tiberíades. ¡Cuántas veces tus discípulos se habían encontrado contigo, Señor, en este lugar. Cuántos recuerdos y cuántas ilusiones y cuántos proyectos! Por eso, quizás, quisiste manifestarte también aquí a tus discípulos después de resucitado. Así lo cuenta uno de los protagonistas: Estábamos, entre barcas y redes, Pedro, Tomás, Natanael, mi hermano y yo y otros dos discípulos. Entonces, Pedro nos dijo que él se iba a pescar, nosotros le dijimos que le acompañábamos. Salimos, pues, los siete y subimos a la barca. Pero aquella noche no pescamos nada. Fue una anoche en blanco.

Pasada la noche, llegó el amanecer. Allí, en la orilla, estabas Tú, Señor, pero ninguno de los siete pescadores te reconocimos. Tú dijiste: que, pescadores, ¿tenéis algo que comer? Y te contestamos: nada. Tu insististe: yo os aconsejo que echéis la red al lado derecho de la barca y encontraréis pesca. Y nosotros, pescadores de toda la vida, fiados en no sé que razones (la razón a veces no tiene razones) te obedecimos y la echamos.

Al poco rato, nos vimos mal para sacar la red, por la cantidad de peces. Aquello había sido un milagro. Entonces, Juan, con total seguridad, le dijo a Pedro: ese que nos ha dicho tal y tal es Jesús, el Señor. Pedro se vistió de prisa y se echó al mar. Mientras, los demás llegamos con la barca, no estaba lejos de tierra, a unos cien metros, arrastrando la red con los peces.

Y al salir a tierra —¡qué detalle!—, vimos unas brasas y un pescado sobre ellas y pan. Y Tú, Señor, nos dijiste: acercadme los peces que acabáis de pescar. Entonces Simón Pedro sacó la red, tenía ciento cincuenta y tres peces. Tú nos dijiste: venid y comed; y nadie decía nada, ni preguntaba nada, porque estábamos seguros de que eras Tú.

Tú, Señor, siempre en los detalles, tomaste el pan y nos lo diste, y lo mismo el pescado. Y comimos felices; y escuchamos palabras de ánimo y de consuelo. Fue esta la tercera vez que Tú, Señor, te apareciste a tus discípulos después de resucitar de entre los muertos.
OCTAVA DE PASCUA
JUEVES
SAN LUCAS 24, 35-48  

Y ellos se pusieron a contar lo que había pasado en el camino, y cómo le habían reconocido en la fracción del pan.
Mientras ellos estaban hablando de estas cosas, Jesús se puso en medio y les dijo:
—La paz esté con vosotros.
Se llenaron de espanto y de miedo, pensando que veían un espíritu. Y les dijo:
—¿Por qué os asustáis, y por qué admitís esos pensamientos en vuestros corazones? Mirad mis manos y mis pies: soy yo mismo. Palpadme y comprended que un espíritu no tiene carne ni huesos como veis que yo tengo.
Y dicho esto, les mostró las manos y los pies. Como no acababan de creer por la alegría y estaban llenos de admiración, les dijo:
—¿Tenéis aquí algo que comer?
Entonces ellos le ofrecieron un trozo de pez asado. Y lo tomó y se lo comió delante de ellos.
Y les dijo:
—Esto es lo que os decía cuando aún estaba con vosotros: es necesario que se cumpla todo lo que está escrito en la Ley de Moisés y en los Profetas y en los Salmos acerca de mí.
Entonces les abrió el entendimiento para que comprendiesen las Escrituras. Y les dijo:
—Así está escrito: que el Cristo tiene que padecer y resucitar de entre los muertos al tercer día, y que se predique en su nombre la conversión para perdón de los pecados a todas las gentes, comenzando desde Jerusalén. Vosotros sois testigos de estas cosas. Y sabed que yo os envío al que mi Padre ha prometido. Vosotros permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos de la fuerza de lo alto.

Los discípulos de Emaús contaban su experiencia, los otros discípulos la suya. Unos estaban felices, otros lo estaban igualmente, todos habían cambiado de aspecto, de talante, hasta de cara. En esto, cuando todavía estaban hablando de estas cosas, Tú mismo, Señor, te presentaste en medio de ellos y les dijiste: la paz esté con vosotros. Era tu saludo de resucitado, desear lo mejor: la paz, la tranquilidad.

Y todos, felices y contentos hace un momento por lo que cada uno contaba, al oírte, se turbaron y se llenaron de miedo; creían ver un espíritu. No estaban todavía acostumbrados a que Tú, Señor, les visitases y de esta manera. Era la primera vez. Era, por lo tanto, algo desconocido para ellos.

Tú, Señor, con suavidad, les dijiste: ¿Por qué os asustáis y dudáis dentro de vosotros? Ved mis manos y mis pies. Soy yo mismo. Mis manos, las que tantas veces os han bendecido, las que tantas veces os han ayudado; y mis pies, los mismos pies que han recorrido con vosotros los caminos de Galilea; los mismos pies que pisaron vuestras plazas y vuestros caminos.

Pero ninguno se movía de su sitio; nadie decía nada. Todos se quedaron parados, aturdidos. Y Tú, Señor, insististe: palpadme y comprended que un espíritu no tiene carne ni huesos, como veis que yo tengo. Eras Tú mismo, Señor, eras Tú mismo, con tu mismo cuerpo, pero resucitado.

Y, para que se convencieran, les mostraste las manos y los pies. Tus manos benditas, tus llagas gloriosas, y tus pies hermosos de viajero divino. Y, como ellos, de pura alegría y asombro, no creían, les dijiste: ¿Tenéis algo de comer? y te ofrecieron un trozo de pez asado. Tú lo cogiste y lo comiste delante de ellos.

Ayúdanos a hacer un acto de fe en tus palabras.
OCTAVA DE PASCUA
MIÉRCOLES
SAN LUCAS 24, 13-35  

Ese mismo día, dos de ellos se dirigían a una aldea llamada Emaús, que distaba de Jerusalén sesenta estadios. Y conversando entre sí de todo lo que había acontecido. Y mientras comentaban y discutían, el propio Jesús se acercó y se puso a caminar con ellos; aunque sus ojos eran incapaces de reconocerle. Y les dijo:
—¿Qué venías hablando entre vosotros por el camino?
Y se detuvieron entristecidos. Uno de ellos, que se llamaba Cleofás, le respondió:
—¿Eres tú el único forastero en Jerusalén que no sabe lo que ha pasado allí estos días?
Él les dijo:
—¿Qué ha pasado?
Y le contestaron:
—Lo de Jesús el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y palabras delante de Dios y ante todo el pueblo: cómo los príncipes de los sacerdotes y nuestros magistrados lo entregaron para que lo condenaran a muerte y lo crucificaron. Sin embargo nosotros esperábamos que él sería quien redimiera a Israel. Pero con todo, es ya el tercer día desde que han pasado estas cosas. Bien es verdad que algunas mujeres de las que están con nosotros nos han sobresaltado, porque fueron al sepulcro de madrugada y, como no encontraron su cuerpo, vinieron diciendo que habían tenido una visión de ángeles, que les dijeron que está vivo. Después fueron algunos de los nuestros al sepulcro y lo hallaron tal como dijeron las mujeres, pero a él no le vieron.
Entonces Jesús les dijo:
—¡Necios y torpes de corazón para creer todo lo que anunciaron los Profetas! ¿No era preciso que el Cristo padeciera estas cosas y así entrara en su gloria?
Y comenzando por Moisés y por todos los Profetas les interpretó en todas las Escrituras lo que se refería a él. Llegaron cerca de la aldea a donde iban, y él hizo ademán de continuar adelante. Pero le retuvieron diciéndole:
—Quédate con nosotros, porque se hace tarde y está ya anocheciendo.
Y entró para quedarse con ellos. Y cuando estaban juntos a la mesa tomó el pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio. Entonces se les abrieron los ojos y le reconocieron, pero él desapareció de su presencia. Y se dijeron uno a otro:
—¿No es verdad que ardía nuestro corazón dentro de nosotros, mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?
Y al instante se levantaron y regresaron a Jerusalén, y encontraron reunidos a los once y a los que estaban con ellos, que decían:
—El Señor ha resucitado realmente y se ha aparecido a Simón.
Y ellos se pusieron a contar lo que había pasado en el camino, y cómo le habían reconocido en la fracción del pan.

Las autoridades, Señor, te habían condenado a muerte; cumpliendo la sentencia te habían crucificado. Externamente todo había terminado. Quizás por eso, aquel mismo día, dos de tus discípulos se volvían a Emaús, su aldea, distante de Jerusalén unos trece kilómetros, a los quehaceres de siempre. Con tu muerte todo había finalizado.

Mientras caminaban con paso cansino y torpe, hablaban de lo sucedido contigo. En esto, te acercaste Tú, Señor, y te pusiste a caminar a su lado. Tan metidos estaban en sus cosas, que no te reconocieron. Tú eras para ellos, un forastero más que se unía en su camino.

Tú, Señor, para entrar en conversación, les preguntaste de qué iban hablando. Se detuvieron un instante. Comprobaste que llevaban los ojos llorosos, entristecidos. Hubo un momento de silencio. Tú callabas, ellos callaban. Al cabo de un rato, uno de ellos, llamado Cleofás, sin mirarte a la cara, respondió ¿Eres Tú el único forastero en Jerusalén que no sabes lo que ha sucedido en ella estos días? ¿Es que no te has enterado de lo ocurrido?

Tú con paciencia infinita, volviste a preguntar ¿qué es lo que ha sucedido para que estéis tan tristes? Y ellos, a la vez, te dijeron: lo de Jesús de Nazaret, profeta poderoso en obras y palabras ante Dios y ante todo el pueblo. Pero los sumos sacerdotes y autoridades lo entregaron, lo condenaron a muerte y lo crucificaron. Ha sido una cosa espantosa, tremenda, dolorosísima. No te lo puedes imaginar, forastero.

Nosotros —se miraron mutuamente—, y otros muchos teníamos puestas en él nuestras esperanzas. Pensábamos que iba a ser el libertador de Israel, pero no ha sido así. Es verdad que algunos de los nuestros fueron al lugar donde lo enterraron y dicen que vieron vacío el sepulcro, pero a Él no lo vieron. Y hablan también de que si unas mujeres lo vieron... y así hemos estado un tiempo, locos de temor y llenos de miedo. Por eso, hemos decido volvernos a nuestra aldea, a nuestro pueblo, a lo nuestro, a lo de siempre. Y en la aldea pasaremos el resto de nuestra vida. Trabajando y llorando la desaparición de este hombre, tan bueno, tan extraordinario. Lo extraño es que Tú, forastero, no te hayas enterado.

Entonces, Tú, Señor, les dijiste: ¡Oh necios y torpes de corazón para creer todo lo que anunciaron los profetas! ¿No era preciso que el Cristo padeciera estas cosas y así entrara en su gloria? Y luego, “comenzando por Moisés y por todos los Profetas les interpretaste en las Escrituras lo que a Ti se refería”. En esto, los tres llegasteis cerca de la aldea donde iban aquellos discípulos. Tú hiciste ademán de continuar adelante. Pero ellos no te lo permitieron. Quédate con nosotros —te dijeron— porque se hace tarde y está ya anocheciendo.

Accediste y entraste con ellos. Te invitaron a cenar. “Y estando juntos a la mesa tomaste pan, lo bendijiste, lo partiste y se lo diste a los dos”. Fue entonces, cuando “se les abrieron los ojos” como platos y “te reconocieron”. Y Tú, Señor, que una vez más habías cumplido la voluntad del Padre, desapareciste de su presencia.

Los dos, Cleofás y el otro, se levantaron de la mesa, se abrazaron, saltaron de júbilo y se dijeron: ¿No es verdad que ardía nuestro corazón dentro de nosotros, mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?

Al instante regresaron a Jerusalén. La vuelta fue mucho más corta; y cuando llegaron encontraron reunidos a los Once y a otros. Todos decían lo mismo: “El Señor ha resucitado realmente”. Y aquéllos decían que te habías aparecido a Simón, y éstos contaban lo que les había pasado contigo en el camino y cómo te habían reconocido en la mesa al partir el pan.
OCTAVA DE PASCUA
MARTES
SAN JUAN 20, 11-18 



María estaba fuera llorando junto al sepulcro. Mientras lloraba se inclinó hacia el sepulcro, y vio a dos ángeles de blanco, sentados uno a la cabecera y otro a los pies, donde había sido colocado el cuerpo de Jesús. Ellos dijeron:
—Mujer, ¿por qué lloras?
—Se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto —les respondió.
Dicho esto, se volvió hacia atrás y vio a Jesús de pie, pero no sabía que era Jesús. Le dijo Jesús:
—Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?
Ella, pensando que era el hortelano, le dijo:
—Señor, si te lo has llevado tú, dime dónde lo has puesto y yo lo recogeré.
Jesús le dijo:
—¡María!
Ella, volviéndose, exclamó en hebreo:
—¡Rabbuni!, que quiere decir Maestro.
Jesús le dijo:
—Suéltame, que aún no he subido a mi Padre; pero vete donde están mis hermanos y diles: Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios.
Fue María Magdalena y anunció a los discípulos:
—¡He visto al Señor!, y me ha dicho estas cosas.

Más noticias sobre tu muerte y sobre tu resurrección. Ahora es San Juan: al fin, tras el juicio, la condena, la crucifixión, la muerte. Te enterraron en un sepulcro nuevo. Y allí, junto al sepulcro, María Magdalena, sufriendo y con lágrimas en los ojos, se asomó al sepulcro y, ¡oh, sorpresa!, dentro, vio dos ángeles vestidos de blanco, sentados, uno a la cabecera y el otro a los pies, donde había sido puesto tu cuerpo. María veía pero seguía llorando.

Ellos, los ángeles, le preguntaron: mujer, ¿por qué lloras? Ella les contesta: Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto. Por eso lloro. Y seguiré llorando. Porque yo estoy segura de que Él era inocente y lo mataron; porque yo estoy segura de que Él era inocente y murió en la cruz. Por eso lloro, y seguiré llorando. Necesito saber dónde lo han puesto. Necesito saberlo.

Dicho esto, aquella mujer dio media vuelta y te vio a Ti, Señor, de pie, pero no sabía que eras Tú. Y Tú le dices: “Mujer, ¿por qué lloras? ¿qué te pasa? ¿a quién buscas? Y ella, que te tomó por el hortelano, contestó: Señor, si Tú te lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo lo recogeré. Él era inocente, Él era inocente, Él era...

Entonces Tú, Señor, le dijiste: María. Y ella, dándose media vuelta te dijo: Rabboni (que significa Maestro). Y Tú le dices: Suéltame, que todavía no he subido al Padre. Anda, ve a mis hermanos y diles: subo al Padre mío y al Padre vuestro, al Dios mío y al Dios vuestro.

Y María Magdalena fue y anunció a los discípulos la gran noticia: he visto al Señor y me ha dicho estas cosas. Y, con aquel gesto, se convirtió en la gran anunciadora de tu Resurrección; la gran anunciadora de la Buena Nueva. ¡Merecía la pena el haber llorado tanto!
OCTAVA DE PASCUA
LUNES
SAN MATEO 28, 8-15  

Ellas partieron al instante del sepulcro con temor y una gran alegría, y corrieron a dar la noticia a los discípulos. De pronto Jesús les salió al encuentro y las saludó:
Ellas se acercaron, abrazaron sus pies y le adoraron. Entonces Jesús les dijo:
—No tengáis miedo; id a anunciar a mis hermanos que vayan a Galilea: allí me verán.
Mientras ellas se iban, algunos de la guardia fueron a la ciudad y comunicaron a los príncipes de los sacerdotes todo lo sucedido. Se reunieron con los ancianos, se pusieron de acuerdo y dieron una buena suma de dinero a los soldados diciéndoles: Tenéis que decir: Sus discípulos han venido de noche y lo robaron mientras nosotros estábamos dormidos. Y en el caso de que esto llegue a oídos del procurador, nosotros le calmaremos y nos encargaremos de vuestra seguridad. Ellos aceptaron el dinero y actuaron según las instrucciones recibidas. Así se divulgó este rumor entre los judíos hasta el día de hoy.

Aquellas dos mujeres, con temor y una gran alegría, corrieron a anunciar a tus discípulos lo que habían contemplado: el sepulcro vacío. De pronto, Tú mismo, Señor, saliste a su encuentro y les dijiste: “Alegraos”.

Ellas se acercaron, se postraron ante Ti, y se abrazaron a tus pies. Tú entonces victorioso y glorioso, les dijiste: no tengáis miedo, no os detengáis, id a comunicar a mis hermanos que vayan a Galilea, que allí me verán. ¡Qué consejos más hermosos: alegraos, no tengáis miedo y anunciad mi resurrección!

Mientras aquellas mujeres corrían, emocionadas, felices, algunos de la guardia comunicaron a los sumos sacerdotes lo ocurrido. Tras un breve diálogo llegaron a un acuerdo: les dieron una fuerte suma de dinero y les pidieron que dijeran que tus discípulos, Señor, fueron por la noche y robaron tu cuerpo mientras los soldados dormían y que nada pudieron hacer. Y, además, les advirtieron que estuvieran tranquilos que, si esto llegaba a oídos del Gobernador, ellos saldrían en su defensa. Nada había que temer.

Y así fue. Los guardias tomaron el dinero y obraron conforme a las instrucciones. Y esta historia se ha difundido entre los judíos hasta el día en que San Mateo escribió esta página.

Ojalá, Señor, que tu resurrección produzca en nosotros buenos sentimientos: alegría: porque Tú, Señor, has resucitado; ausencia de miedos y temores, porque Tú, Señor, has resucitado; de ilusión para propagar esta verdad, en tu nombre porque Tú, Señor, has resucitado. Y dejar —misterio de la libertad— que otros se engañen con falsas razones.
PASCUA DE RESURRECCIÓN
DOMINGO
SAN JUAN 20, 1-9 


El día siguiente al sábado, muy temprano, cuando todavía estaba oscuro, fue María Magdalena al sepulcro y vio quitada la piedra del sepulcro. Entonces echó a correr, llegó hasta donde estaban Simón Pedro y al otro discípulo, el que Jesús amaba, y les dijo:
—Se han llevado al Señor del sepulcro y no sabemos dónde lo han puesto.
Salió Pedro con el otro discípulo y fueron al sepulcro.
Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corrió más aprisa que Pedro y llegó antes al sepulcro. Se inclinó y vio allí los lienzos plegados, pero no entró. Llegó tras él Simón Pedro, entró en el sepulcro y vio los lienzos plegados, y el sudario que había sido puesto en su cabeza, no plegado junto con los lienzos, sino aparte, todavía enrollado, en un sitio. Entonces entró también el otro discípulo que había llegado antes al sepulcro, vio y creyó. No entendían aún la Escritura según la cual era preciso que resucitara de entre los muertos. Y los discípulos se volvieron de nuevo a casa.

Tu resurrección, Señor, es el hecho central de nuestra fe. Los evangelistas nos lo cuentan de formas distintas y ofreciéndonos detalles complementarios. Ayer lo recodábamos con palabras de San Mateo, hoy lo hacemos con palabras de San Juan.

En el primer día de la semana, de madrugada, María Magdalena se acerca al sepulcro. La piedra que cerraba el sepulcro estaba quitada. El susto debió ser grandísimo. Tanto que, retirándose, comenzó a correr, llena de emoción.

Y así, corriendo, se dirigió hacia el lugar donde se encontraban Simón Pedro y Juan, y les comunicó que el sepulcro estaba vacío; que se habían llevado al Señor y no sabía dónde lo habían puesto.

Pedro y Juan salieron de inmediato hacia el lugar. Corrían al principio a la par. Pero Juan se adelantó y llegó el primero. Vio, en efecto, las vendas en el suelo, pero no entró. Luego llegó Pedro y entró en el sepulcro y vio también las vendas y el sudario aparte.

Poco después entró Juan, vio y creyó. Entró Pedro vio y creyó. Vieron y creyeron. Quizás entonces recordaron lo que Tú, Señor, les habías dicho que tenías que morir, ser sepultado y resucitar después.

Señor, ayúdanos a creer sin haber visto.

viernes, 2 de abril de 2010

SÁBADO SANTO
SAN MATEO
28, 1-10     

Pasado el sábado, al alborear el día siguiente, marcharon María Magdalena y la otra María a ver el sepulcro. Y de pronto se produjo un gran terremoto, porque un ángel del Señor descendió del cielo, se acercó, removió la piedra y se sentó sobre ella. Su aspecto era como de un relámpago, y su vestidura blanca como la nieve. Los guardias temblaron de miedo ante él y se quedaron como muertos. El ángel tomó la palabra y les dijo a las mujeres:
—Vosotras no tengáis miedo; ya sé que buscáis a Jesús, el crucificado. No está aquí, porque ha resucitado como había dicho. Venid a ver el sitio donde estaba puesto. Marchad enseguida y decid a sus discípulos que ha resucitado de entre los muertos; irá delante de vosotros a Galilea: allí le veréis. Mirad que os lo he dicho.
Ellas partieron al instante del sepulcro con temor y una gran alegría, y corrieron a dar la noticia a los discípulos. De pronto Jesús les salió al encuentro y las saludó: Ellas se acercaron, abrazaron sus pies y le adoraron. Entonces Jesús les dijo:
—No tengáis miedo; id a anunciar a mis hermanos que vayan a Galilea: allí me verán.


La noche había sido larga, triste, llena de tensión. Todos deseaban que alborease el día cuanto antes. Por eso, apenas la mañana del primer día de la semana dejó ver sus albores, dos mujeres doloridas, pero valientes, “fueron a ver el sepulcro”. Necesitaban presencia. La lejanía hacía sufrir aún más a sus almas angustiadas.

No se sabe a qué hora, durante aquella mañana, se produjo un terremoto. Y también, durante aquella misma mañana, sucedió que un ángel del cielo rodó la piedra y se sentó tranquilo sobre ella. Dicen que su “aspecto era como el relámpago y su vestido blanco como la nieve”; y que los guardias que custodiaban el sepulcro se echaron a temblar y que al ocurrir tales hechos, se quedaron como muertos.

Y dicen también que cuando llegaron las mujeres, María Magdalena y la otra María, el ángel les habló y les dijo que tranquilas, que el Señor había resucitado y que él mismo les mostraría el lugar donde había estado enterrado.

Y así lo hizo. Y las mujeres gozosas, aunque aturdidas, vieron el sepulcro vacío. Luego, el ángel les dijo que Tú, Señor, habías resucitado, que fueran a llevar la buena noticia a los discípulos; y que les dijeran que se encaminaran a Galilea que Tú irías por delante. Y que allí les verías.

Y las dos mujeres, obedientes, ahora más serenas, partieron a toda prisa del sepulcro; y corrieron a dar la noticia a tus discípulos. Y en éstas, Tú, Señor, saliste al encuentro, y les dijiste: “Dios os guarde, alegraos”. Y ellas, acercándose, asieron tus pies y te adoraron, a la vez que temblaban de miedo y de gozo. Entonces Tú les dijiste: “No temáis. Id, avisad a mis hermanos que vayan a Galilea y que allí me verán”. ¡La alegría, entonces, debió de ser enorme! Tan grande que el Evangelista no encontró cómo decirlo.

jueves, 1 de abril de 2010

VIERNES SANTO
SAN JUAN
18, 1-19   

Cuando acabó de hablar, salió Jesús con sus discípulos al otro lado del torrente Cedrón, donde había un huerto, en el que entraron él y sus discípulos. Judas, el que le iba a entregar, conocía el lugar, porque Jesús se reunía frecuentemente allí con sus discípulos. Entonces Judas, se llevó con él a la cohorte y los servidores de los príncipes de los sacerdotes y de los fariseos, y llegaron allí con linternas, antorchas y armas.
Jesús, que sabía todo lo que le iba a ocurrir, se adelantó y les dijo:
—¿A quién buscáis?
—A Jesús el Nazareno —le respondieron.
Jesús les contestó:
—Yo soy.
Judas, el que le iba a entregar, estaba con ellos. Cuando les dijo: “Yo soy”, se echaron hacia atrás y cayeron en tierra. Les preguntó de nuevo:
—¿A quién buscáis?
—A Jesús el Nazareno —respondieron ellos.
Jesús contestó:
—Os he dicho que yo soy; si me buscáis a mí, dejad marchar a éstos.
Así se cumplió la palabra que había dicho: “No he perdido a ninguno de los que me diste”.
Simón Pedro, que llevaba una espada, la sacó, hirió al criado del su-mo sacerdote y le cortó la oreja derecha. El criado se llamaba Malco. Je-sús le dijo a Pedro:
—Envaina tu espada. ¿Acaso no voy a beber el cáliz que el Padre me ha dado?
Entonces la cohorte, el tribuno y los servidores de los judíos prendie-ron a Jesús y le ataron.
Y le condujeron primero ante Anás, porque era suegro de Caifás, su-mo sacerdote aquel año. Caifás era el que había aconsejado a los judíos: “Conviene que un hombre muera por el pueblo”.
Simón Pedro y otro discípulo seguían a Jesús. Este discípulo era co-nocido del sumo sacerdote y entró con Jesús en el atrio del sumo sacer-dote. Pedro, sin embargo, estaba fuera, en la puerta. Salió entonces el otro discípulo que era conocido del sumo sacerdote, habló con la portera e introdujo a Pedro. La muchacha portera le dijo a Pedro:
—¿No eres también tú de los discípulos de este hombre?
—No lo soy —respondió él.
Estaban allí los criados y los servidores, que habían hecho fuego, porque hacía frío, y se calentaban. Pedro también estaba con ellos calen-tándose.
El sumo sacerdote interrogó a Jesús sobre sus discípulos y sobre su doctrina.


Acabaste la cena y el discurso. Y saliste, Señor, con “los tuyos” hacia el huerto de los Olivos. Era de noche. Un silencio profundo, envuelto en grandes emociones, lo llenaba todo. Los pasos temblorosos, cortos, se hacían interminables. Alguna “piedra” rodaba por el camino. El viento dormía asustado. Todo era silencio. Y Tú, Señor, caminabas orante al huerto de la oración.

Mientras, el traidor estaba maquinando la entrega. Últimos re-ajustes y últimas precauciones. Al fin, por el mismo camino que hace un rato transitó la bondad, caminaba ahora la traición. Todos enloquecidos portando teas encendidas y corazones encabritados. Avanzaban con pasos recios y pensamientos horrendos. Y entre la bondad y la maldad, el misterio.

Mientras, Tú, Señor, en esos mismos instantes, sudabas sangre y amor. Los discípulos dormían, cansados por las emociones y la pena. Hasta el cielo parece se había apretado junto a tu frente y la maldad había sido triturada como un racimo en Ti mismo; y de tu alma, Señor, brotaban, a chorros, perdón y misericordia.

Al rato, un grupo de hombres, como locos se acercan hasta Ti bondad infinita, para enfrentarse a los proyectos divinos. Y el silencio, sólo roto por el miedo y la angustia, espera una respuesta maravillosa a una pregunta traicionera: ¿Jesús Nazareno? Yo soy.

Lo mismo que tu Padre Dios dijo a Moisés en la grandiosidad del monte: “yo soy” os habla; Tú Señor, dices ahora, a los traidores: “yo soy” se entrega; y por amor te dejaste apresar, condenar y matar.

miércoles, 31 de marzo de 2010

JUEVES SANTO


SAN JUAN 13, 1-15  


La víspera de la fiesta de Pascua, como Jesús sabía que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin. Y mientras celebraban la cena, cuando el diablo ya había sugerido en el corazón de Judas, hijo de Simón Iscariote, que lo entregara, como Jesús sabía que todo lo había puesto el Padre en sus manos y que había salido de Dios y a Dios volvía, se levantó de la cena, se quitó el túnica, tomó una toalla y se la puso a la cintura. Después echó agua en una jofaina, y empezó a lavarles los pies a los discípulos y a secárselos con la toalla que se había puesto a la cintu-ra.
Llegó a Simón Pedro y éste le dijo:
—Señor, ¿tú me vas a lavar a mí los pies?
—Lo que yo hago no lo entiendes ahora —respondió Jesús—. Lo comprenderás después.Le dijo
—No me lavarás los pies jamás.
—Si no te lavo, no tendrás parte conmigo —le respondió Jesús.
Simón Pedro le replicó:
—Entonces, Señor, no sólo los pies, sino también las manos
—El que se ha bañado no tiene necesidad de lavarse más que los pies, porque todo él está livosotros estáis limpios, aunque no todos. —como sabía quién le iba a entregar, por eso dijo: No todos estáis limpios.
Después de lavarles los pies se puso la túnica, se recostó a la mesa, y les dijo:
—¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis el Maestro y el Señor, y tenéis razón, porque lo soy. Pues si yo, que soy el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lava-ros los pies unos a otros. Os he dado ejemplo para que como yo he hecho con vosotros, también lo hagáis vosotros.



Y llegó la hora. La hora de dar tu vida por todos los hombres. La hora del amor verdadero. La hora de la entrega, del dolor, de la misericordia. La hora de pasar de este mundo al Padre.

Pero antes, celebraste la última cena con tus discípulos, en la intimidad del Cenáculo. Allí estabais todos, alrededor de la mesa, inquietos, expectantes. También estaba Judas. La mesa, como siempre, perfectamente preparada, el pan, el vino, todo.

Entonces, Tú, Señor, con naturalidad te levantaste de la mesa, te quitaste la túnica, tomaste una toalla y te la pusiste a la cintura. Luego, echaste un poco de agua en una pequeña jofaina y, sin mediar palabra, comenzaste a lavar los pies a los discípulos y a secár-selos con la toalla.

Cuando llegaste a Simón Pedro, éste se resistió. No estaba Pedro dispuesto a que le lavases los pies. Tú, Señor, insististe que era necesario. El siguió en su postura. Tú volviste a insistir con más fuerza. Él, al fin, se rindió. Estaba dispuesto a que le lavases no sólo los pies sino también las manos y la cabeza.

Mediante aquel gesto del lavatorio de los pies, tarea propia de esclavos, además de humillarte, Señor, expresaste de modo sencillo y simbólico que no habías venido a ser servido, sino a servir; y que tu servicio consistía en dar tu vida en redención de muchos.

De nuevo en la mesa, añadiste: ¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis el Maestro y el Señor, y tenéis razón, porque lo soy. Pues si yo, que soy el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros. Os he dado ejemplo para que como yo he hecho con vosotros, también lo hagáis vosotros.

martes, 30 de marzo de 2010

MIÉRCOLES SANTO
SAN MATEO 26, 14-29  


Entonces, uno de los doce, llamado Judas Iscariote, fue donde los príncipes de los sacerdotes a decirles:
—¿Qué me queréis dar a cambio de que os lo entregue?
Ellos le ofrecieron treinta monedas de plata. Desde entonces buscaba una oportunidad para entregárselo.
El primer día de los Ácimos se acercaron los discípulos a Jesús y le dijeron:
—¿Dónde quieres que te preparemos la cena de Pascua?
Jesús respondió:
—Id a la ciudad, a casa de tal persona, y comunicadle: .
Los discípulos lo hicieron tal y como les había mandado Jesús y pre-pararon la Pascua.
Al anochecer se sentó a la mesa con los doce. Y cuando estaban ce-nando, dijo:
—En verdad os digo que uno de vosotros me va a entregar.
Y, muy entristecido, comenzaron a decirle cada uno:
—¿Acaso soy yo, Señor?
Pero él respondió:
—El que moja la mano conmigo en el plato, ése me va a entregar Ciertamente el Hijo del Hombre se va, según está escrito acerca de él; pero, ¡ay de aquel hombre por quien es entregado el Hijo del Hombre! Más le valdría a ese hombre no haber nacido.
Tomando la palabra Judas, el que iba a entregarlo, dijo:
—¿Acaso soy yo, Rabbí?
—Tú lo has dicho le respondió.
Mientras cenaban, Jesús tomó pan y, después de pronunciar la bendi-ción, lo partió, se lo dio a sus discípulos y dijo:
—Tomad y comed; esto es mi cuerpo.
Y tomando el cáliz y habiendo dado gracias, se lo dio diciendo:
—Bebed todos de él; porque ésta es mi Sangre de la nueva alianza, que es derramada por muchos para remisión de los pecados. Os aseguro que desde ahora no beberé de ese fruto de la vid hasta aquel día en que lo beba con vosotros de nuevo, en el Reino de mi Padre.


La traición de Judas, Señor, quizás no fue ni ocasional, ni re-pentina. Tal vez Judas la fue preparando poco a poco y al fin, un día, se hizo realidad. Antes del desenlace habían existido conversaciones con los príncipes de los sacerdotes, incluso habrían llegado a la concreción de la entrega en treinta monedas de plata. Y “desde entonces (el traidor) buscaba la ocasión propicia para entregarte”. ¡Todo un proceso de iniquidad!

Los demás discípulos vivían felices junto a Ti. Y aunque Tú les habías anunciado que te iban a entregar, que ibas a sufrir, que te iban a crucificar, seguían radiantes a tu lado. Quizás hasta habían olvidado la escena de Betania donde María había ungido tus pies con ungüento. Ahora, cercana la Pascua, la única preocupación que tenían era dónde poder celebrarla. Por eso te dijeron: ¿Dónde quieres que preparemos la cena de Pascua?

Y Tú, Señor, les diste normas concretas al respecto. Normas que obedecieron y cumplieron como les habías mandado: prepararon la cena de Pascua en una gran sala prestada. Y al anochecer, allí estabais todos, Tú y los doce, todos; sentados a la mesa. Y Tú, Señor, enseguida comenzaste a decir: “En verdad os digo que uno de vosotros me va a entregar”.

El momento debió ser tenso, angustioso. Al instante, unos y otros comenzaron a decirte: ¿acaso soy yo Señor? Y Tú, con delicadeza, dijiste: “El que moja la mano conmigo en el plato, ese me va a entregar”. Judas también te preguntó: “Acaso soy yo, Rabbí? Y Tú, con sobriedad añadiste: “tú lo has dicho”. Por momentos, en la sala no se oyó nada. Todo era emoción, inquietud.

Poco después, Tú, Señor, tomaste pan, pronunciaste la bendición, lo partiste, se lo diste a tus discípulos y dijiste: “Tomad y comed, esto es mi cuerpo”. Tomaste también el cáliz, diste gracias, lo pasaste a tus discípulos y dijiste: “Bebed todos de él, porque ésta es mi sangre de la nueva alianza, que es derramada por muchos para remisión de los pecados”.

Y así, con la emoción de la entrega y con la sencillez de lo sublime, instituiste el Sacramento del amor. Luego dijiste: “Haced esto en memoria mía”. Y Te quedaste con nosotros para siempre. Gracias, Señor.

http://www.opusdei.es/art.php?p=25883

lunes, 29 de marzo de 2010


Martes Santo
San Juan 13, 21-33. 36-38


Cuando dijo esto Jesús se turbó en su espíritu, y declaró:
—En verdad, en verdad os digo que uno de vosotros me va a entregar.
Los discípulos se miraban unos a otros sin saber a quién se refería. Estaba recostado en el pecho de Jesús uno de los discípulos, el que Jesús amaba. Simón Pedro le hizo señas y le dijo:
—Pregúntale quién es ése del que habla.
Él, que estaba recostado sobre el pecho de Jesús, le dice:
—Señor, ¿quién es?
Jesús le responde:
—Es aquel a quien dé el bocado que voy a mojar.
Y después de mojar el bocado, se lo da a Judas, hijo de Simón Iscariote. Entonces, tras el bocado, entró en él Satanás. Y Jesús le dijo:
—Lo que vas a hacer, hazlo pronto.
Pero ninguno de los que estaban a la mesa entendió con qué fin le dijo esto, pues algunos pensaban que, como Judas tenía la bolsa, Jesús le decía: “Compra lo que necesitamos para la fiesta” o “da algo a los pobres”. Aquél, después de tomar el bocado, salió enseguida. Era de noche.
Cuando salió, Jesús dijo:
—Ahora es glorificado el Hijo del Hombre y Dios es glorificado en él. Si Dios es glorificado en él, también Dios le glorificará a él en sí mismo, y pronto le glorificará.
»Hijos, todavía estoy un poco con vosotros. Me buscaréis y como dije a los judíos: “Adonde yo voy, vosotros no podéis venir”; lo mismo os digo ahora a vosotros. Un mandamiento nuevo os doy, que os améis unos a otros. Como yo os he amado, amaos también unos a otros. En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os tenéis amor unos a otros.
Le dijo Simón Pedro:
—Señor, ¿adónde vas?
Jesús respondió:
—A donde yo voy, tú no puedes seguirme ahora, me seguirás más tarde.
Pedro le dijo:
—Señor, ¿por qué no puedo seguirte ahora? Yo daré mi vida por ti.
Respondió Jesús:
—Tú darás la vida por mí? En verdad, en verdad te digo que no cantará el gallo antes de que me hayas negado tres veces.

Te encontrabas, Señor, profundamente conmovido. No era para menos. Y también lleno de pena; lo manifestaste diciendo: “os aseguro que uno de vosotros me va a entregar”. Los discípulos se sobrecogieron. ¿Quién sería el traidor? Entonces, Juan, instado por Pedro, te preguntó: Señor, ¿quién es ? Y Tú le contestaste: Aquel a quien yo le dé este trozo de pan untado. Y untando el pan, se lo diste a Judas, hijo de Simón el Iscariote.

Judas era uno de “los tuyos”. ¡Cuántos ratos pasados junto a Ti, Señor! ¡Cuántas cosas maravillosas había oído de tus labios! ¡Cuántos milagros realizados por Ti, fueron contemplados por sus ojos! Quizás alguna vez te había manifestado su afán por el dinero y Tú le habías dicho que podría superarlo; que basta que creyera.

Y detrás del pan, entró en él Satanás. Y entonces Tú, Señor, le dijiste: “lo que vas a hacer hazlo enseguida”. Y Judas, después de tomar el pan, salió inmediatamente. Era de noche.

Y cuando Judas salió, comenzaste a decir cosas maravillosas. Dijiste que iba a ser glorificado, que tenías que irte, que estaba próxima tu hora. Entonces, Pedro te preguntó: Señor, ¿a dónde vas? Y Tú le dijiste que ahora no podían seguirte, que te seguirían más tarde. Y Pedro, ¿y por qué no ahora?, estoy dispuesto a dar la vida. Y Tú le dijiste: sí, sí, la vida; antes de que cante el gallo, me habrás negado tres veces.

Ayúdanos a permanecer siempre a tu lado.

domingo, 28 de marzo de 2010


Lunes Santo
San Juan 12, 1-11


Jesús, seis días antes de la Pascua, marchó a Betania, donde estaba Lázaro, al que Jesús había resucitado de entre los muertos. Allí le prepararon una cena. Marta servía, y Lázaro era uno de los que estaban a la mesa con él.
María, tomando una libra de perfume de nardo puro, muy caro, ungió los pies de Jesús y los secó con sus cabellos. La casa se llenó de la fragancia del perfume. Dijo Judas Iscariote, uno de los discípulos, el que iba a entregar:
—¿Por qué no se ha vendido este perfume por trescientos denarios y se ha dado a los pobres?
Pero esto lo dijo no porque él se preocupara de los pobres, sino porque era ladrón, y como tenía la bolsa, se llevaba lo que echaban en ella. Entonces dijo Jesús:
—Dejadle que lo emplee para el día de mi sepultura; pues a los pobres los tenéis siempre con vosotros, pero a mí no siempre me tenéis.
Una gran multitud de judíos se enteró de que estaba allí, y fueron no sólo por Jesús, sino también por ver a Lázaro, al que había resucitado de entre los muertos. Los príncipes de los sacerdotes decidieron dar muerte también a Lázaro, porque muchos, por su causa, se apartaban de los judíos y creían en Jesús.

Volviste, Señor, a Betania. Faltaban seis días para la Pascua y quisiste despedirte de tus buenos amigos: Lázaro, Marta y María. ¡Qué emocionante debió ser aquel encuentro! Te obsequiaron, Señor, con una cena. Marta servía, Lázaro estaba contigo en la mesa y María te ungió los pies y te los enjugó con su cabellera. La casa se llenó de la fragancia del perfume.

También estaban a la mesa, tus Apóstoles, tus escogidos. Judas Iscariote durante la cena, o quizás después, ante el frasco derramado, comentó que no entendía aquel despilfarro; ¿por qué no se había vendido aquel perfume por trescientos denarios para dárselos a los pobres en vez de usarlo allí, de aquella manera tan innecesaria?

Tú, Señor, con agradecimiento saliste al paso del gesto de María. Y dijiste a Judas: déjala; lo tenía guardado para el día de mi sepultura; para el día de mi muerte. Marta, María y Lázaro, tus amigos, sabían que te iban a entregar, que te iban a condenar, que iban a crucificarte y que te enterrarían como mandaba la Ley, por eso quisieron agradecerte tantos favores y compraron ungüento para tu sepultura.

Se adelantaron. El amor siempre se adelanta. Y en esta ocasión también. Y Marta te enjugó los pies y se llenó de perfume, de emoción. Sólo Judas el apegado a las cosas materiales no supo ver, ni entender esta acción agradecida.

De nuevo Tú, Señor, dirigiéndote a todos, dijiste: A los pobres los tendréis siempre con vosotros; pero a Mí no siempre me tendréis.

En esto, muchos judíos se enteraron que estabas allí y vinieron a verte, había también expectación por ver a Lázaro, resucitado. Pero también los sacerdotes supieron que estabas allí y decidieron matar también a Lázaro, porque muchos judíos, por su causa, se les iban y creían en Ti, Señor.

Nosotros también creemos en Ti, Señor.

sábado, 27 de marzo de 2010


Pasión de Nuestro Señor Jesucristo

según San Lucas 22,14-23,56.


C. [Llegada la hora, se sentó Jesús con sus discípulos, y les dijo:
+ -He deseado enormemente comer esta comida pascual con vosotros antes de padecer, porque os digo que ya no la volveré a comer hasta que se cumpla en el Reino de Dios.
C. Y tomando una copa, dio gracias y dijo:
+ -Tomad esto, repartidlo entre vosotros; porque os digo que no beberé desde ahora del fruto de la vid hasta que venga el Reino de Dios.
C. Y tomando pan, dio gracias; lo partió y y se lo dio diciendo:
+ -Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros; haced esto en memoria mía. Después de cenar, hizo lo mismo con la copa diciendo:
+ -Esta copa es la Nueva Alianza sellada con mi sangre, que se derrama por vosotros.
Pero mirad: la mano del que me entrega está con la mía en la mesa. Porque el Hijo del Hombre se va según lo establecido; pero ¡ay de ése que lo entrega!
C. Ellos empezaron a preguntarse unos a otros quién de ellos podía ser el que iba a hacer eso.
Los discípulos se pusieron a disputar sobre quién de ellos debía ser tenido como el primero. Jesús les dijo:
+ -Los reyes de los gentiles los dominan y los que ejercen la autoridad se hacen llamar bienhechores. Vosotros no hagáis así, sino que el primero entre vosotros pórtese como el menor, y el que gobierne, como el que sirve.
Porque, ¿quién es más, el que está en la mesa o el que sirve?, ¿verdad que el que está en la mesa? Pues yo estoy en medio de vosotros como el que sirve.
Vosotros sois los que habéis perseverado conmigo en mis pruebas, y yo os transmito el Reino como me lo transmitió mi Padre a mí: comeréis y beberéis a mi mesa en mi Reino, y os sentaréis en tronos para regir a las doce tribus de Israel.
C. Y añadió:
+ -Simón, Simón, mira que Satanás os ha reclamado para cribaron como trigo. Pero yo he pedido por ti para que tu fe no se apague.
Y tú, cuando te recobres, da firmeza a tus hermanos.
C. El le contestó:
S. -Señor, contigo estoy dispuesto a ir incluso a, la cárcel y a la muerte.
C. Jesús le replicó:
+ -Te digo, Pedro, que no cantará hoy el gallo antes que tres veces hayas negado conocerme.
C. Y dijo a todos:
+ -Cuando os envié sin bolsa ni alforja, ni sandalias, ¿os faltó algo?
C. Contestaron:
S. -Nada:
C. El añadió:
+ -Pero ahora, el que tenga bolsa que la coja, y lo mismo la alforja; y el que no tiene espada que venda su manto y compre una. Porque os aseguro que tiene que cumplirse en mí lo que está escrito : «fue contado con los malhechores». Lo que se refiere a mí toca a su fin.
C: Ellos dijeron:
S. -Señor, aquí hay dos espadas.
C. El les contestó:
+ -Basta.
C. Y salió Jesús como de costumbre al monte de los Olivos, y lo siguieron los discípulos. Al llegar al sitio, les dijo:
-Orad, para no caer en la tentación.
C. El se arrancó de ellos, alejándose como a un tiro de piedra y arrodillado, oraba diciendo:
+ -Padre, si quieres, aparta de mí ese cáliz. Pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya.
C. Y se le apareció un ángel del cielo que lo animaba. En medio de su angustia oraba con más insistencia. Y le bajaba el sudor a goterones, como de sangre, hasta el suelo. Y, levantándose de la oración, fue hacia sus discípulos, los encontró dormidos por la pena, y les dijo:
+ -¿Por qué dormís? Levantaos y orad, para no caer en la tentación.
C. Todavía estaba hablando, cuando aparece gente: y los guiaba el llamado Judas, uno de los Doce. Y se acercó a besar a Jesús.
Jesús le dijo:
+ -Judas, ¿con un beso entregas al Hijo del Hombre?
C. Al darse cuenta los que estaban con él de lo que iba a pasar, dijeron:
S. -Señor, ¿herimos con la espada?
C. Y uno de ellos hirió al criado del Sumo Sacerdote, y le cortó la oreja derecha.
Jesús intervino diciendo:
+ -Dejadlo, basta.
C. Y, tocándole la oreja, lo curó. Jesús dijo a los sumos sacerdotes y a los oficiales del templo, y a los ancianos que habían venido contra él:
+ -¿Habéis salido con espadas y palos a caza de un bandido? A diario estaba en el templo con vosotros, y no me echasteis mano. Pero ésta es vuestra hora: la del poder de las tinieblas.
C. Ellos lo prendieron, se lo llevaron y lo hicieron entrar en casa del sumo sacerdote. Pedro lo seguía desde lejos. Ellos encendieron fuego en medio del patio, se sentaron alrededor y Pedro se sentó entre ellos.
Al verlo una criada sentado junto a la lumbre, se le quedó mirando y le dijo:
S. -También éste estaba con él.
C. Pero él lo negó diciendo:
S. -No lo conozco, mujer.
C. Poco después lo vio otro y le dijo:
S. -Tú también eres uno de ellos.
C. Pedro replicó:
S. -Hombre, no lo soy.
C. Pasada cosa de una hora, otro insistía:
S. -Sin duda, también éste estaba con él, porque es galileo.
C. Pedro contestó:
S. -Hombre, no sé de qué hablas.
C. Y estaba todavía hablando cuando cantó un gallo. El Señor, volviéndose, le echó una mirada a Pedro, y Pedro se acordó de la palabra que el Señor le había dicho: «Antes de que cante hoy el gallo, me negarás tres veces.» Y, saliendo afuera, lloró amargamente.
Y los hombres que sujetaban a Jesús se burlaban de él dándole golpes.
Y, tapándole la cara, le preguntaban:
S. -Haz de profeta: ¿quién te ha pegado?
C: Y proferían contra él otros muchos insultos.
Cuando se hizo de día, se reunió el senado del pueblo, o sea, sumos sacerdotes y letrados, y, haciéndole comparecer ante su Sanedrín, le dijeron:
S. -Si tú eres el Mesías, dínoslo.
C. El les contestó:
+ -Si os lo digo, no lo vais a creer; y si os pregunto no me vais a responder.
Desde ahora el Hijo del Hombre estará sentado a la derecha de Dios todopoderoso.
C. Dijeron todos:
S. -Entonces, ¿tú eres el Hijo de Dios?
C. El les contestó:
+ -Vosotros lo decís, yo lo soy.
C: Ellos dijeron:
S. -¿Qué necesidad tenemos ya de testimonios? Nosotros mismos lo hemos oído de su boca.]
C. El senado del pueblo o sea, sumos sacerdotes y letrados, se levantaron y llevaron a Jesús a presencia de Pilato. Y se pusieron a acusarlo diciendo:
S. -Hemos comprobado que éste anda amotinando a nuestra nación, y oponiéndose a que se paguen tributos al César, y diciendo que él es el Mesías rey.
C. Pilato preguntó a Jesús:
S. -¿Eres tú el rey de los judíos?
C. El le contestó:
+ -Tú lo dices.
C. Pilato dijo a los sumos sacerdotes y a la turba:
S. -No encuentro ninguna culpa en este hombre.
C. Ellos insistían con más fuerza diciendo:
S. -Solivianta al pueblo enseñando por toda Judea, desde Galilea hasta aquí.
C, Pilato, al oírlo, preguntó si era galileo; y al enterarse que era de la jurisdicción de Herodes se lo remitió. Herodes estaba precisamente en Jerusalén por aquellos días.
Herodes, al ver a Jesús, se puso muy contento; pues hacía bastante tiempo que quería verlo, porque oía hablar de él y esperaba verlo hacer algún milagro.
Le hizo un interrogatorio bastante largo; pero él no le contestó ni palabra.
Estaban allí los sumos sacerdotes y los letrados acusándolo con ahínco.
Herodes, con su escolta, lo trató con desprecio y se burló de él; y, poniéndole una vestidura blanca, se lo remitió a Pilato. Aquel mismo día se hicieron amigos Herodes y Pilato, porque antes se llevaban muy mal.
Pilato, convocando a los sumos sacerdotes, a las autoridades y al pueblo, les dijo:
S. -Me habéis traído a este hombre, alegando que alborota al pueblo; y resulta que yo le he interrogado delante de vosotros, y no he encontrado en este hombre ninguna de las culpas que le imputáis; ni Herodes tampoco, porque nos lo ha remitido: ya veis que nada digno de muerte se le ha probado. Así que le daré un escarmiento y lo soltaré.
C. Por la fiesta tenía que soltarles a uno. Ellos vociferaron en masa diciendo:
S. -¡Fuera ése! Suéltanos a Barrabás.
C. (A éste lo habían metido en la cárcel por una revuelta acaecida en la ciudad y un homicidio.)
Pilato volvió a dirigirles la palabra con intención de soltar a Jesús. Pero ellos seguían gritando:
S. -¡Crucifícalo, crucifícalo!
C. El les dijo por tercera vez:
S. -Pues, ¿qué mal ha hecho éste? No he encontrado en él. ningún delito que merezca la muerte. Así es que le daré un escarmiento y lo soltaré.
C. Ellos se le echaban encima pidiendo a gritos que lo crucificara; e iba creciendo el griterío.
Pilato decidió que se cumpliera su petición: soltó al que le pedían (al que había metido en la cárcel por revuelta y homicidio), y a Jesús se lo entregó a su arbitrio.
Mientras lo conducían, echaron mano de un cierto Simón de Cirene, qué volvía del campo, y le cargaron la cruz para que la llevase detrás de Jesús.
Lo seguía un gran gentío del pueblo, y de mujeres que se daban golpes y lanzaban lamentos por él.
Jesús se volvió hacia ellas y les dijo:
+ -Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, llorad por vosotras y por vuestros hijos, porque mirad que llegará el día en que dirán: «dichosas las estériles y los vientres que no han dado a luz y los pechos que no han criado». Entonces empezarán a decirles a los montes: «desplomaos sobre nosotros», y a las colinas: «sepultadnos»; porque si así tratan al leño verde, ¿qué pasará con el seco?
C. Conducían también a otros dos malhechores para ajusticiarlos con él.
Y cuando llegaron al lugar llamado «La Calavera», lo crucificaron allí, a él y a los malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda.
Jesús decía:
+ -Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.
C. Y se repartieron sus ropas, echándolas a suerte.
El pueblo estaba mirando.
Las autoridades le hacían muecas diciendo:
S. -A otros ha salvado; que se salve a sí mismo, si él es el Mesías de Dios, el Elegido.
C. Se burlaban de él también los soldados, ofreciéndole vinagre y diciendo:
S. -Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo.
C. Había encima un letrero en escritura griega, latina y hebrea: ESTE ES EL REY DE LOS JUDIOS.
Uno de los malhechores crucificados lo insultaba diciendo:
S. -¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros.
C. Pero el otro le increpaba:
S. -¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en el mismo suplicio? Y lo nuestro es justo, porque recibimos el pago de lo que hicimos; en cambio, éste no ha faltado en nada.
C. Y decía:
S. -Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino.
C. Jesús le respondió:
+ -Te lo aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso.
C. Era ya eso de mediodía y vinieron las tinieblas sobre toda la región, hasta la media tarde; porque se oscureció el sol. El velo del templo se rasgó por medio. Y Jesús, clamando con voz potente, dijo:
+ -Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu.
C. Y dicho esto, expiró.
El centurión, al ver lo que pasaba, daba gloria a Dios diciendo:
S. -Realmente, este hombre era justo.
C. Toda la muchedumbre que había acudido a este espectáculo, habiendo visto lo que ocurría, se volvían dándose golpes de pecho.
Todos sus conocidos se mantenían a distancia, y lo mismo las mujeres que lo habían seguido desde Galilea y que estaban mirando.
[Un hombre llamado José, que era senador, hombre bueno y honrado (que no había votado a favor de la decisión y del crimen de ellos), que era natural de Arimatea y que aguardaba el Reino de Dios, acudió a Pilato a pedirle el cuerpo de Jesús. Y, bajándolo, lo envolvió en una sábana y lo colocó en un sepulcro excavado en la roca, donde no habían puesto a nadie todavía.
Era el día de la Preparación y rayaba el sábado. Las mujeres que lo habían acompañado desde Galilea fueron detrás a examinar el sepulcro y cómo colocaban su cuerpo. A la vuelta prepararon aromas y ungüentos. Y el sábado guardaron reposo, conforme al mandamiento.]

Acabamos de escuchar con religiosa emoción el relato de la Pasión de Cristo que constituye la expresión más elocuente de su amor por los hombres.

Para el interés histórico profano, la muerte de Jesús no pasó de ser un drama de odios y celos provincianos, de crueldad y mezquindades de gente fanática que habitaba en una pequeña región alejada de las grandes rutas de entonces. A los ojos de Dios, verdadero artífice de la Historia, era el acontecimiento hacia el que converge todo y del cual irradia todo.

Todo pecado tiene -como el de Adán y Eva- su raíz en la soberbia, en el equivocado deseo de independencia. Jesús, en cambio y como nuevo Adán, se hizo obediente "hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz" (2ª Lectura).

De esta forma y como reza la Liturgia: "de donde salió la muerte de allí surgió la vida; y el que venció en un árbol fue en un árbol vencido" (Prefacio de la Sta Cruz).

Se roza aquí, en la Pasión de Cristo, un misterio insondable que, no obstante pone de relieve la gravedad del pecado y la hondura del amor de Dios.

Amor que brota, como un río caudaloso de arrolladora fuerza, del Corazón de Cristo y que llevó a escribir al Apóstol: "Después de esto, ¿qué diremos ahora? Si Dios está por nosotros, ¿quién contra nosotros? El que ni a su propio Hijo perdonó, sino que le entregó a la muerte por nosotros, ¿cómo después de habérnosle dado, dejará de darnos cualquier otra cosa? Y ¿quién puede acusar a los elegidos de Dios? Dios mismo es el que los justifica. ¿Quién osará condenarlos? (Rom 8,31).
"Es el amor lo que ha llevado a Jesús al Calvario. Y ya en la Cruz, todos sus gestos y todas sus palabras son de amor, de amor sereno y fuerte", afirma S. Josemaría, y añade: "Es muy posible que en alguna ocasión, a solas con un crucifijo, se te vengan las lágrimas a los ojos. No te domines... Pero procura que ese llanto acabe en un propósito".

Esta increíble manifestación del Amor de Dios por nosotros está reclamando por nuestra parte algo más que un desleído entusiasmo por la causa del Evangelio. Quien no se entregara de corazón a Dios y a los demás por Él pondría de manifiesto que tiene un interior muy rústico y se haría merecedor de aquella acusación de Séneca: "No ha producido la tierra peor planta que la ingratitud".